Las siguientes paradas fueron Roma y el Vaticano, donde fueron recibidos por el papa Juan XXIII. Después, Mónaco, donde visitaron a los príncipes Gracia y Rainiero; Jordania, para ver a su amigo el rey Hussein; el Japón, donde saludaron al emperador Hiro Hito; Tailandia; la India; y, finalmente, como fin de fiesta, los Estados Unidos, país en el que las principales atracciones fueron la visita al presidente Kennedy en Washington, y la excursión a Hollywood para ver de cerca y saludar a los famosos de moda.
Cuando volvieron debían de estar agotados, pero todavía tuvieron que continuar la diáspora durante un tiempo. Primero estuvieron un tiempo en la casa que se les concedió en Grecia. Después se instalaron en Estoril, en una villa propiedad de Ramón Padilla, la Carpe Diem. Pero el destino definitivo fue La Zarzuela, en Madrid. Don Juan no quería que volviera a España, más que por el hecho de estar cerca, por una simple cuestión política. Pero como tenerlo al margen tampoco le servía de mucho y el príncipe no soportaba bien la vida monótona y aburrida de Estoril, en una casa pequeña y prestada, Don Juan cedió. Ya no era tiempo de sostener entrevistas con el dictador. Esta vez se conformó con escribirle una carta sencilla, fechada el 8 de febrero de 1963, en la que continuaba la línea de pelotilleo que ya había iniciado con la carta del Toisón: " [...] No ha pasado por mi imaginación suspender la presencia del Príncipe de Asturias en España y, mucho menos, por una decisión mía”.
Aquel mismo mes de febrero volvieron a Madrid y se instalaron en el palacio de La Zarzuela, en gran parte a propuesta del Pardo. Las relaciones con Franco se habían deteriorado mucho desde la boda, que había sido a medias entre el rito ortodoxo y el católico, cosa que no podía ser bien vista por alguien a quien le gustaba pasearse bajo palio a la mínima ocasión. Pero lentamente fueron recuperando el buen tono, merced a la presión de los hombres del Opus, que siempre supieron anteponer lo que realmente importaba a sus convicciones de integrismo católico. Y en gran medida también a los esfuerzos de Sofía, que sabía muy bien por qué estaba en España e hizo todo lo posible para irse ganando al dictador. No le faltaron ocasiones para demostrar que era una "profesional" bien capacitada, educada para hacer cualquier sacrificio por una razón de Estado, aunque fuera tragándose la saliva por un marido que se iba de picos pardos a la mínima ocasión.
En sustitución del malparado duque de Frías, se encargó de la dirección de la Casa del Príncipe el duque de Alburquerque, aunque siempre realizaba todas sus funciones extraoficialmente Nicolás Cotoner, el marqués de Mondéjar, que ocupó formalmente su puesto a partir de 1964. Casi al mismo tiempo, el propio príncipe reclamaba a Alfonso Armada para el cargo de secretario. Los dos, Mondéjar y Armada, formaban un equipo de militares muy próximos afectivamente al príncipe desde los tiempos del palacio de Montellano, cuando Juan Carlos preparaba su ingreso en la Academia Militar de Zaragoza. Mondéjar había sido su profesor de equitación y se había ido convirtiendo, a falta de uno mejor, en un auténtico padre, a quien todos los días, cuando se incorporaba a trabajar con él, antes de nada le daba un beso. Armada con el tiempo llegó a ser uno de los mejores amigos de Sofía, con quien la afinidad ideológica y de carácter se manifestó desde el comienzo. A Franco le parecían bien los dos, porque eran buenos franquistas. Y a Don Juan también, porque además eran monárquicos. Una combinación nada infrecuente en aquel ambiente.
De manera que los dos apoyaron los nombramientos. A lo largo de la década de los sesenta, el príncipe visitaba a Franco una vez al mes como media, una o dos horas cada vez. Y, por otro lado, Franco estaba bien informado de todo lo que sucedía en La Zarzuela a través del personal de la casa, muy especialmente de Alfonso Armada, que no le escondía ninguna gestión ni ninguna visita.
Pero aunque aparentemente todo iba por el buen camino, de la pareja real nunca se pudo decir aquello de que fueron felices y comieron perdices. No hacía ni un año que estaban casados cuando en Atenas --nunca en España, naturalmente-- la prensa comenzó a decir que no se llevaban bien y que era mucho más que probable que se separaran. Los rumores incluso llegaron al Parlamento griego, donde el diputado Elias Bredimas quiso saber qué pasaría con la dote de la princesa si se rompía el matrimonio.
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