27 de mayo de 2006. Antonio García-Trevijano
El malestar de la cultura actual lo padecen con mayor agudeza quienes no se resignan a vivir una vida colectiva fundada en la permanente negación de las obviedades, en el rechazo del sentido común como facultad de entendimiento de las acciones públicas y de las valoraciones sociales. Se da crédito a lo absurdo y se le niega a lo razonable. Se admira lo despreciable y se desprecia lo admirable. Se hacen rápidos movimientos, con dos dedos de las manos a la altura de las orejas, para dar a entender que las palabras han de usarse entre comillas para que se comprendan. El lenguaje común no comunica ya razones ni sentimientos. Los escritores no leen. Los lectores escriben. Lo bochornoso ocupa el mundo de la imagen.
La vulgaridad y la sinrazón dominan, sin producir extrañeza, el panorama cultural que nos legaron los totalitarismos del siglo XX y el maniqueísmo de la guerra fría. Desde la moral de las costumbres a la ética de las acciones, desde el ámbito familiar al del Estado, desde las manifestaciones del arte a las planificaciones de la enseñanza y la investigación, desde el campo de la producción-consumo al del deporte, todo parece organizado para excluir de las sociedades europeas en general, y de la española en particular, la maravillosa función social del sentido común. Tal vez la facultad humana que más tarde emergió en la evolución de la especie.
El sentido común no es, sin embargo, suficiente. Si no lo acompaña algún principio racional o moral, cada individuo puede reclamar su derecho a la exclusiva. Pero sucede que esa facultad de la sensibilidad y entendimiento comunes adquiere, con el principio universal que la acompañe, una función ideológica, que varía según sea el grado de racionalidad y moralidad de las sociedades. El sentido común fue conservador en la filosofía popular de Federico II; ilustrado en la filosofía escocesa del XVIII; revolucionario, en la filosofía independentista de las colonias británicas (Paine, Gandhi).
Conociendo la facilidad de los españoles para cambiar sus costumbres y sus valores al vaivén de los acontecimientos políticos, solo una gran conmoción nacional les hará retornar al sentido común, con la catarsis de la libertad política. En esta Monarquía de Partidos y de Nacionalidades, de Corrupción y de Consenso, no son los intereses de clase, ni los de poder nacionalista, los que tienen potencia reformadora del sistema político oligárquico. Es la revolución del sentido común, la que ha comenzado a ver, antes y mejor que cualquier analista, el desmoronamiento de España, la que puede evitar la consumación del desastre, dando al Estado, de modo pacífico y razonable, la forma Constitucional de la III República.
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