La legalización del PCE

Publicado el 7 de enero de 2022, 22:21

A comienzos del año siguiente, el proceso de Transición entró en una nueva etapa. La sucesión del Régimen franquista se había iniciado mientras Kissinger estaba en el ministerio yanqui de Asuntos Exteriores, a cuyas directrices tanto el Gobierno de Arias Navarro como el de Suárez se ajustaron a la perfección. Sólo se pretendía un cambio político muy limitado en cuanto al fondo y las formas. Pero una vez inaugurada la Administración Carter, en enero de 1977, el postfranquismo se readaptó enseguida. Fundamentalmente supuso una aceleración del ritmo de legalización de los partidos políticos y los sindicatos que aceptaban el cambio programado, y el reconocimiento de las autonomías como "apagafuegos" de los conflictos nacionalistas. Todo ello, siguiendo un modelo que ya se había probado antes, en la Europa de la Guerra Fría, tras la Segunda Guerra Mundial, que limitaba el arco de opciones políticas. El nuevo sistema español dejaría fuera a los exponentes republicanos y a los nacionalistas de izquierdas vascos, gallegos y catalanes. No se les reconocería ninguno de sus derechos políticos hasta que, mucho después de las primeras elecciones, el espacio electoral y el Parlamento estuvieran ocupados por los comprometidos con la reforma pactada.

Hasta diciembre de 1976, Suárez no dio ni un paso sin consultarlo previamente con Torcuato. Pero a partir de entonces empezaron a producirse desavenencias entre ellos. También entre Armada y el presidente. Ninguno de los dos amigos del rey estaba de acuerdo con la aceleración que Suárez estaba imponiendo. Pero no se trataba de un capricho, sino de una imposición de hecho, y el rey Juan Carlos sí que estuvo de acuerdo y le apoyó en todo. Uno de los primeros movimientos complicados, cuya responsabilidad hubo de asumir el presidente, fue la legalización del PCE. Los acontecimientos que tenían lugar en la calle ayudaron a que la decisión se tomara muy pronto. Enero fue un mes de movilizaciones y conflictos. El 23 moría, asesinado por el pistolero de extrema derecha Jorge Cesarsky, el joven Arturo Ruiz en una manifestación en Madrid. Al día siguiente, en un acto de protesta la joven universitaria Mari Luz Nájera resultó herida gravemente por el impacto de un bote de humo, y finalmente murió. De manera simultánea a las manifestaciones de a pie, varios grupos de lucha armada activos en aquel momento, ETA y GRAPO, encadenaban una acción tras otra. Cuando Antonio María Oriol, ex-presidente del Consejo del Reino, ya estaba secuestrado por los GRAPO, el mismo día 24 también fue secuestrado el teniente general Emilio Villaescusa. Pero la gota que colmó el vaso fue la acción de un grupo de pistoleros de extrema derecha que dependía del golpista del 23-F García Carrés, entonces presidente del sindicato vertical franquista de Transportes, que aquel mismo día asaltaron un despacho de abogados laboralistas en la calle Atocha, y abatieron a disparos a cinco miembros del Partido Comunista y de Comisiones Obreras. El funeral por las víctimas constituyó el primero acto masivo del Partido Comunista, todavía clandestino. Y la tensión del rey subió a unos niveles de riesgo tan altos que puso en peligro la poca salud "coronaria" que le quedaba. Los contactos del Gobierno con el embajador de los Estados Unidos, Wells Stabler, se intensificaron para tratar sobre la situación. Suárez repetía a sus colaboradores, interrogándose a sí mismo en voz alta: "Y si los comunistas ocupan un día la calle, ipero no pacíficamente como en el entierro de Atocha, ¿qué hacemos? ¿Los disolvemos por la violencia?; y si insisten, ¿los ametrallamos?; y si se presentan masivamente en las comisarías alardeando de su militancia, ¿los detenemos a todos?"; tenía que decidirse enseguida y acabó planteando la legalización del PCE abiertamente.

Como ya hemos visto, a primeros de septiembre se había reunido con el Consejo Superior del Ejército para explicarles la reforma política. Y Suárez se apoyó en el éxito de aquel encuentro para argumentar que el vicepresidente para asuntos de Defensa, Gutiérrez Mellado, y él mismo, tenían al Ejército controlado y no había peligro de involución. Pero Alfonso Armada tenía información directa conseguida por otras vías, a pesar del compromiso de mantenerla en secreto por parte de los asistentes. Y elaboró un informe respecto a este asunto que después entregó al rey. Su valoración no coincidía en absoluto con la de Suárez: Armada estaba convencido de que, si se legalizaba el PCE, la irritación de los militares se desbordaría. Ante la discrepancia en las versiones de lo que había pasado, el rey convocó a los dos a su despacho y discutieron al intentar aclarar si Suárez realmente les había dicho que legitimaría el comunismo a los militares, que acabaron la reunión aplaudiéndole. Suárez aseguraba que sí, que el Ejército estaba completamente al lado del Gobierno y que era muy favorable a la legalización del PCE. Las apreciaciones de Armada sólo eran imaginaciones suyas. En medio de la discusión incluso llegó a atribuir a la extrema derecha los secuestros de Antonio Oriol y el general Villaescusa (en poder de los GRAPO), que tenían, según él, la intención de desestabilizar el sistema para evitar la habilitación legal de los comunistas. A Armada le costó contenerse ante una herejía tan grande. En definitiva, fue imposible que se pusieran de acuerdo. El rey, al menos en ese momento, no tomó partido por ninguno de los dos. Pero creyera o no el relato de su presidente, asumió que en todo caso los militares serían controlables. Se legalizaría el PCE. Entonces ya hacía tiempo que Carrillo entraba y salía del Estado español cuando le parecía, con el truco de la peluca. Sin embargo, ya hacía meses que no se molestaba en ponerse la ridícula peluca que no engañaba a nadie. A finales de año había sido detenido y conducido con toda clase de respetos a la prisión de Carabanchel, prácticamente bajo palio. Traía un pasaporte francés falso. Pero una semana después ya había salido en libertad bajo fianza. En febrero de 1977, poco antes de la legalización, tuvo una larga reunión de seis horas con Adolfo Suárez, en la que acordaron los últimos detalles de su pacto. El Partido Comunista sería legalizado y podría acudir a las elecciones generales.

A comienzos de marzo, como si ya fuese un hecho, se celebró en Madrid la reunión cumbre eurocomunista, que contó con la presencia de Enrico Berlinguer, el secretario general del PC italiano, y George Marchais, su homólogo francés. En Semana Santa, a primeros de abril, Suárez se reunió con Gutiérrez Mellado y con Alfonso Osorio, los dos vicepresidentes de su Gobierno; con Landelino Lavilla, ministro de Justicia, y con el de Interior, Rodolfo Martín Villa. Les dijo que era necesario encontrar a la mayor brevedad posible un apoyo jurídico para justificar a los ojos del país --y sobre todo de los militares-- la legalización del Partido Comunista. El 9 de abril el fiscal general del Reino constató que nada probaba el carácter ilícito del partido de Carrillo. Y el sábado siguiente --Sábado Santo-- la prensa informó a los españoles de que el PCE acababa de ser legalizado. La noticia cogió por sorpresa a los menos iniciados en la tramoya política que se cocía. Rápidamente, se organizó una reunión en La Zarzuela, con el rey, Suárez, Mondéjar y Armada. Fue otra discusión entre Armada y el presidente de las que hacen época, con el general gritando que había puesto en peligro la Corona. Pero Suárez ganó. Lo había hecho y los tanques no habían salido a la calle. En cambio, Armada recibió un mensaje claro, a través de Mondéjar, de que tenía que ir pensando en abandonar La Zarzuela. Pero pasaron varios meses antes de que esto sucediera. La mayoría de los ministros, de vacaciones de Semana Santa, se enteraron por la radio de que el PCE ya era legal. El de Marina, almirante Pita de Veiga, presentó la dimisión inmediatamente; y cuatro más amenazaron con hacerlo, aunque al final desistieron "por lealtad a la Corona". El martes 12 de abril se reunió el Consejo Superior del Ejército y difundió un comunicado público en el que expresaba la repulsa general que había causado en todos los cuarteles, aun cuando admitían disciplinadamente la legalización como un hecho consumado. Aparte de esto, redactaron un escrito más extenso y diferente en el que, al parecer, iban más allá, con ataques a Suárez y a Gutiérrez Mellado, y se lo enviaron al rey. Y eso fue todo. No hubo nada más. Con el tiempo, los militares se calmaron, sobre todo cuando vieron el pésimo resultado que el PCE obtenía en las primeras elecciones generales, en las que sólo tuvieron un 9% de los votos, gracias a la tarea de destrucción llevada a cabo implacablemente por Santiago Carrillo de los principios que el PCE había mantenido vivos durante todo el franquismo. En 1977, Carrillo ya asistía a las recepciones oficiales del monarca como si nada y presumía además, de que los camareros de Comisiones Obreras le reservaban los mejores canapés. El rey y "Don Santiago" (como Juan Carlos le llamaba afectuosamente, incumpliendo excepcionalmente la borbónica costumbre de tratar de tú a todo el mundo) se acabaron haciendo amigos. "Tendría usted que rebautizar a su partido y llamarlo Real Partido Comunista de España", le dijo un día el monarca. "A nadie le extrañaría". Carrillo le reía las gracias al rey como cualquier otro personaje palaciego.

Ni qué decir tiene que los partidos nacionalistas de derechas también obtuvieron la legalización sin problemas, a tiempo para las elecciones, tan pronto como hubieron aceptado las condiciones que les imponía la Transición. Una de las primeras iniciativas en este sentido (aparte de las conversaciones secretas con Jordi Pujol y los nacionalistas vascos, ya antes de la muerte del dictador) fue hacer venir a Josep Tarradellas de su exilio en Saint-Martin-le-Beau. Un avión fue a buscarlo a París y el 28 de junio Juan Carlos le recibió en la Zarzuela. El republicano y el rey se entendieron a las mil maravillas. "A mí lo que me gustaba de él", dice el monarca, "era la distancia que sabía tomar con los problemas a los que no veía solución... En eso Tarradellas se parecía a Franco". Cuando ya cogía el avión que lo traería a Barcelona, Tarradellas le preguntó al representante del Gobierno que le acompañaba si tenía alguna garantía de que no lo fusilarían como a su predecesor en la Generalitat de Cataluña. "Tiene la garantía personal de don Adolfo Suárez, señor presidente", le contestaron. "En el fondo", comentaría Tarradellas, "la única garantía que quiero es la de que me eviten hacer el ridículo". Hay discrepancia de opiniones sobre si lo consiguió o no.

Otro éxito político importante de esta etapa de Suárez fue la abdicación de Don Juan, el padre del rey. También fue el presidente quien asumió esta responsabilidad en nombre del monarca. Todos, incluyendo al mismo Don Juan, le atribuyeron el hecho de haber impedido que la ceremonia se hiciera en el Palacio Real, como quería el conde, con la solemnidad que merecía el hecho de renunciar a los derechos dinásticos de Alfonso XIII. Se celebró en la Zarzuela, casi en la intimidad, el 14 de mayo de 1977, un mes antes de las elecciones generales. Don Juan leyó un breve discurso y, al acabar, se cuadró delante de su hijo e inclinó la cabeza "¡Majestad, por España, todo por España, viva España, viva el rey!" Pero, hasta el final de su vida, nunca tuvo una relación cordial con Juan Carlos.

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