Segunda Parte VI INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA

Publicado el 13 de enero de 2022, 0:52

Todavía se siguen estudiando y citando como fuentes de autoridad las ideas de derechas o de izquierdas de grandes pensadores que, no obstante, están contaminadas por la necesidad de propaganda de la guerra fría. Estas ideas tienen de común, salvo en contadas excepciones, considerar a la democracia como algo más que un conjunto de instituciones y de reglas para elegir y deponer gobiernos, para garantizar los derechos humanos y la libertad de acción política de las minorías. Se quiere ver además, en la democracia moderna, un tipo de sociedad, un sistema de valores, un modelo de civilización, una cultura. En resumen, una forma de sociedad y no solamente una forma de gobierno.

C. B. Macpherson defiende la necesidad de mantener, por realismo, esta doble dimensión, política y social, en la definición de la democracia. Pero no se trata de un problema de realismo, sino de la perversa intención de considerar democracias a los sistemas oligárquicos o burocráticos que se dotan de legislación social igualitaria. ¿Acaso se hubiera hablado jamás en Occidente de democracia social si no hubiera existido el peligro comunista y el contraste con las «democracias socialistas»? ¿Acaso puede hablarse con sentido de democracia social sin que exista una democracia industrial?

Es cierto que desde Stuart Mill a Milton Friedman, pasando por Dewey y la socialdemocracia, se ha entendido la democracia «como una calidad que impregna toda la vida y todo el funcionamiento de una comunidad nacional». Pero todos esos autores tenían poderosas razones ideológicas para no separar la democracia política de la social, aunque fuera al precio de no poder definir, así, ni a la una ni a la otra. ¿Quién osaría definir esa misteriosa «calidad que impregna» la vida de un pueblo para hacerlo democrático?

Mientras se siga hablando, como Macpherson, de democracia liberal se está reconociendo implícitamente que existe o puede existir una democracia socialista. Mientras se sigan incluyendo en el concepto o en la teoría de la democracia los valores igualitarios que inspiraron en el pasado, o puedan inspirar en el futuro, las leyes sociales de asistencia estatal se estará dignificando y amparando con títulos de nobleza política a las oligarquías partidistas que gestionan, en su favor, el Estado de bienestar.

Mientras se siga considerando que los valores culturales idóneos al desarrollo de la personalidad deben seguir incluyéndose en la definición de la democracia, habrá de admitirse que estos valores son los mismos que llevan, en las «democracias» del Estado de partidos, al secreto y a la razón de Estado, a la corrupción generalizada y al crimen de Estado, al hedonismo, al cinismo, al paro y a la irresponsabilidad ecológica, que caracterizan hoy a la cultura dominante en las llamadas democracias liberales.

Pero una cosa es que la democracia no sólo sea un medio, un método de gobierno, una regla para tomar decisiones colectivas, sino un fin en sí misma como garantía de la libertad, cosa que pienso contra la opinión de los Schumpeter, Hayek y compañía, y otra de muy distinto alcance pretender que ese método formal sea un mecanismo técnico de carácter neutro y sin trascendencia moral para los individuos y sociedades que lo adoptan.

No hay regla o método que sea neutro o indiferente, como medio instrumental para alcanzar el fin perseguido. Y bien mirado cómo funcionan las cosas sociales, las formas emanan de la materia y condicionan a las sustancias. Y cuando la libertad es el fondo, sus formas son las únicas evidencias a las que puede acogerse el oprimido. Todo lo que no es forma es conciencia a solas con ella misma. Por ello dijo Constant que «las formas son las divinidades tutelares de las asociaciones humanas».

Es verdad, como se ha dicho, que nadie se echa a la calle para obtener la reforma del sistema electoral, aunque en otros tiempos se hiciera (en París, bajo el Directorio, por citar un ejemplo famoso). Pero, aparte de que esos fenómenos de indiferencia popular ante cuestiones decisivas de la política pertenezcan al ámbito de la ignorancia o de la conciencia de la inutilidad del esfuerzo, el hecho de atender a los motivos de movilización de las masas, para conocer lo que interesa a la democracia, llevaría al absurdo de tener que incluir en la definición de la misma esos valores culturales que hacen indignarse a las multidudes, a veces incluso con violencia, por decisiones administrativas que desplazan de ciudad unos archivos históricos o a los equipos de fútbol de una categoría a otra, o reducen el tiempo de las becerradas.

Las reglas técnicas de la democracia tienen tanta trascendencia moral y educativa para el mundo político como las reglas de urbanidad y los buenos modales la tienen para el mundo social. La juventud suele despreciar las normas de cortesía porque las encuentra vacías de contenido sentimental o moral, y sólo ve en ellas la hipocresía social de los adultos. No conoce el origen inteligente ni la sabiduría moral que encierran. Ignora los miles de años de errores y desastres a los que esas normas y máximas, ciertamente devenidas hipócritas, han dado respuestas adecuadas.

En momentos límite, una buena educación ofrece el consejo o la conducta que ni la más calculadora de las inteligencias podría hallar en tan poco tiempo. Las breves máximas extraídas de largas experiencias eran, para Quevedo, pequeños evangelios. La cortesía aborta los conatos de violencia instintiva. Del mismo modo, no hay mejor escuela para la educación sensible y la inteligencia moral del pueblo que la del aprendizaje cultural derivado de las reglas técnicas de la democracia política, unidas a la publicidad absoluta, sin excepciones, del juego y de las jugadas del poder.

Entre todos los efectos morales y culturales que se desprenden de las reglas procedimentales de la democracia formal (no de la campechanía en el trato social que hizo decir a Tocqueville que «muchas personas se avendrían gustosamente a los vicios de la democracia si pudieran soportar sus modales») hay uno de valor trascendental que ilustra y educa políticamente a todo el pueblo. Me refiero naturalmente al principio que Kant elevó a categoría de justicia en las acciones relativas al derecho de otro, a la máxima de la publicidad en el proceso de adopción de decisiones por la autoridad. En la libertad de expresión y en la publicidad de los móviles y causas de los actos de poder, «sin ocultar nada de lo que se relaciona con el gobierno», como ordenó el emperador Juliano (Ibsen), está el aprendizaje de la política por las masas en los pueblos democráticos.

Pero, desbrozado el camino de las confusiones, todavía debemos reflexionar sobre la clase de análisis que nos proponemos hacer, antes de cruzar el dintel de la puerta de entrada a la teoría. Había dicho antes que la teoría política debe ser realista. Eso no quiere decir que tenga por objeto describir la realidad, sino que su concepción debe estar basada en una percepción correcta de las posibilidades que tiene de hacer deseable, para la gran mayoría social, ponerla en práctica, realizarla. «Pensamientos buenos no son mejores que sueños buenos, a no ser que se ejecuten» (Emerson).

Una teoría de la democracia será realista si sus prescripciones son realizables, sin necesidad de traumatismo social. Si, y sólo si, no requiere acciones heroicas de los individuos, y puede ser emprendida sin riesgo para las situaciones sociales. La necesidad de virtud o de heroísmo en los ciudadanos define a un régimen de incapacidad política. Esto no quiere decir que se deba aceptar, como factor invariante, la condición infantil del homo politicus actual, descrita en la teoría competitiva de las elites que elaboró Joseph Alois Schumpeter, en 1942. Tenía que ser un economista, colocado en la senda de las acciones irracionales descritas por Pareto, quien desechara la fundamentación de la democracia en conceptos tan imprecisos, rancios y metafísicos como los de voluntad general, imperio de la ley, igualdad de derechos, soberanía popular o Estado de Derecho. Eso fue, sin duda, un avance científico.

Para Schumpeter, aunque el hombre moderno no se encontrase en medio de partidos políticos que le influyeran, y cualquiera que fuese su nivel de instrucción, «desde que se mezcla en la política, regresa a un nivel inferior de rendimiento mental. Discute y analiza los hechos con una ingenuidad que él mismo calificaría de pueril si una dialéctica análoga le fuera opuesta en la esfera de sus intereses reales. Se vuelve un primitivo. Tal degradación intelectual entraña consecuencias
deplorables».

Esta teoría describe con inteligente cinismo el funcionamiento del sistema político estadounidense. Mientras la mano invisible del mercado equilibra y ordena el caos infinito de las acciones de agentes calculadores de su egoismo ( homo oeconomicus), la mano visible de las elites políticas, disputándose entre sí el favor de los electores, compite por el poder y pone orden en el mundo político mediante la acción de agentes sentimentales de su imbecilidad ( homo politicus).
¡Qué belleza!

Pero el realismo descriptivo de la teoría de Schumpeter, además de ser justificativo y apologético de la sociedad política de Estados Unidos, y de no ser aplicable a los Estados de partidos en Europa, no está exento de las contradicciones que han invalidado en la realidad económica la teoría liberal del mercado de consumidores, a cuya imagen y semejanza se ha construido el modelo elitista y pluralista de la democracia, como equilibrio entre la oferta y la demanda de mercaderías políticas. La soberanía del consumidor y la autonomía de la demanda hace tiempo que están desmentidas en la teoría económica. Sobre todo desde que el actual Estado de bienestar, junto a las grandes organizaciones empresariales y sindicales, interviene en el mercado con mayor incidencia en los precios que la propia ley de la oferta y la demanda.

Trasladada esta ley al campo de las mercaderías políticas, donde opera a sus anchas el oligopolio de los partidos, es inadecuada para explicar la democracia, aunque sea certera como explicación del funcionamiento liberal de las oligarquías. La teoría de las elites competitivas trata al infantilismo político del ciudadano típico como si fuera un factor independiente de las instituciones que lo infantilizan.

La sustitución de la teoría política, que es una filosofía del poder, por la ciencia política, que en el mejor de los casos es una rama de la sociología del poder, descriptiva de la realidad y no de sus apariencias formales o jurídicas, puede tener una justificación, y no sólo académica, en Estados Unidos. Allí interesa conocer cómo funcionan de hecho las instituciones de la democracia formal, porque ésta existe de derecho. Trasladar a nuestras Universidades los resultados de la investigación conductista emprendida por la ciencia política estadounidense no sólo es una extravagante aventura intelectual, sino sobre todo un verdadero fraude ideológico para los estudiantes europeos.

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