10 de julio de 2006. Antonio García - Trevijano
Todos recuerdan el nacionalismo totalitario que encarnaron los Estados de Italia y Alemania, pero hoy se quiere ignorar que los tipos de nacionalismo parcialitario (separatista, federalista y autonomista), cuyo desarrollo ha propiciado la Monarquía de Partidos, participan de las mismas creencias, sobre comunidad y sociedad, que dieron el poder absoluto al fascismo y al nazismo en el contexto ideológico de la lucha de clases.
Los nacionalistas adoran la lengua y la cultura autóctona, en tanto que creaciones naturales de la comunidad orgánica de cada pueblo, mientras que temen la libre competencia en una economía de mercado, porque la consideran expresión del contractualismo internacional de la sociedad civil. En consecuencia, solo un autogobierno orgánico, que sustituya la sociedad civil por la comunidad nacional, puede armonizar las clases y categorías sociales, dando a los individuos un sentimiento de identidad común por su pertenencia a la comunidad de cada parcela autónoma del Estado. La economía nacional es la aspiración de todo nacionalismo.
Sin ruptura de la dictadura, el renegado Suárez pudo gobernar mientras tuvo en sus manos legalidades y monopolios que regalar a los partidos y a los nacionalistas que se opusieron a la democracia orgánica, sin saber que aspiraban a ella. A los partidos los hizo órganos estatales. A los nacionalistas les concedió comunidades autónomas. Es decir, a los partidos nacionales los metió en el mismo Estado orgánico que antes lo identificaba el partido único, y a los partidos regionales también los hizo estatales al configurar las Autonomías como órganos del Estado, dotados de competencias para organizar economías y culturas locales. La corrupción ha sido el medio más rápido de acumular capital autónomo.
La continuidad de la barbarie orgánica de la dictadura, en la Monarquía de Partidos y de Comunidades Autónomas, ha provocado el desarrollo de todo lo orgánico en detrimento de la sociedad civil, que prácticamente ha dejado de tener conciencia de sí misma. Y Zapatero, sin representación de la sociedad civil en el Parlamento, puede gobernar, como Suárez, con el apoyo de los nacionalistas, a quienes regala la promesa de autogobierno en Cataluña y de autodeterminación en el País Vasco.
Por ignorancia, o por supervivencia en los medios donde desarrollan su actividad, los intelectuales no interpretan la profundidad fascista del atentado a la sociedad civil que realizan los nacionalismos. En este desierto de civilización, la autonomía catalana expresa la ambición orgánica de su capital financiero. Y el autogobierno vasco, la de su capital industrial.
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