12 de agosto de 2006. Antonio García - Trevijano
Bajo la dictadura, varias generaciones fueron familiarmente inculcadas, con ahínco, de temor a la sociabilidad y de miedo a la autoridad. La prudencia aconsejaba retraimiento en las expresiones y servilismo en las acciones. La miseria se aliviaba con la emigración. Filósofos educadores (Ortega, Aranguren) proponían domar la fuerza de la conciencia con el bromuro etéreo de la viscencia o fuerza del conocimiento. Y la juventud se concentraba en su preparación y elevación profesional.
El crecimiento económico y la muerte del dictador dieron una oportunidad histórica a la libertad política y a la conciencia civil. Pero la fórmula de los oligarcas, la Monarquía de Partidos, las frustró con traiciones políticas de altos vuelos y deslealtades personales a ras de tierra.
La “libertad sin ira“, la del asueto de la política en el festival del consenso, mudó repentinamente aquel retraimiento en exhibicionismo impúdico y cháchara idiotista, en desnudez de cuerpos y vaciamientos de almas; aquel servilismo, en servidumbre voluntaria y corrupción forzosa; aquella elevación profesional, en analfabetismos igualitarios y demagogias de cuota; la ilusa viscencia, en conciencia partidista del conocimiento y en planificación formativa de la ignorancia.
Los resultados no se hicieron esperar. Fratrías nacionalistas en lugar de patria nacional. Licencias personales en lugar de libertad colectiva. Consumo de mercancías culturales en lugar de investigación científica, creación artística y pensamiento social. Los temores y miedos de antaño fundaron la cobardía y la indiferencia de hogaño. Los espectros de la Transición solo los podrá desvanecer una organización de la valentía, en la revolución cultural que dirija la decencia social y la inteligencia crítica.
En el quicio de la vida donde giran las virtudes cardinales faltó sitio para el desarrollo independiente de la fortaleza. En la educación religiosa de la infancia, el lugar de esa virtud lo usurparon la prudencia y la templanza. Esta última, cultivada como estilo vital por la filosofia existenciaria, constituyó el temple de ánimo (temperancia) que definió el talante fascista.
Pero no es con talante de gobierno, sino con fortaleza o valentía personal de gobernado, como se podrá comunicar valor cívico a los conquistadores sociales de la libertad política y la democracia. La épica literaria y los historiadores románticos nos mostraron el valor de los héroes. Y sin necesidad de heroísmo, ninguna reflexión intelectual, salvo la militar, se ha ocupado de la virtud de la valentía ni, por supuesto, del modo de organizarla en la sociedad civil.
Como clase, los intelectuales han denigrado la valentía, tanto en sus conductas personales, como en sus producciones ideológicas. No es el momento de explicar el origen de la doble causa, personal y social, de su tradicional cobardía. Lo que importa es descubrir los cimientos sobre los que levantar el noble edificio de la valentía personal, como albergue del valor ciudadano. Un tipo de valor cercano, pero no idéntico, al valor cívico, que de modo discontinuo se hace presente, incluso en las dictaduras, para aliviar el dolor de las víctimas o los daños a la Naturaleza, en situaciones catastróficas no ocasionadas por el poder político.
La valentía, a diferencia de la temeridad, surge del conocimiento de la naturaleza imaginaria de casi todas las causas de miedo. Se es valiente ante la opinión ajena, no ante la propia. Pues no hay coraje, sino serenidad, en el que actúa a tenor de lo que demanda la circunstancia, a sabiendas de que ningún peligro le acecha, y ningún riesgo serio asume con su acción. La falta de valentía para diferir de la opinión común pertenece hoy a la categoría de acciones, sentimientos y hábitos residuales de la dictadura.
Sin clarividencia de la falta de peligro real, el deber moral se constituye en motor de la valentía, cuyo grado se acompasa al de la intensidad de aquel, según la estimación que tenga de lo valeroso para alcanzar lo valioso. Si nada es más valioso que la verdad y la libertad, nada será más valeroso que las acciones para conquistarlas. Y siendo el valor tan contagioso como el miedo, a la visible organización de éste, en la propaganda del sistema monárquico, debemos responder con la organización de la valentía para decir la verdad en público, difundiendo la valiosa idea de que la República Constitucional debe venir en cumplimiento de un deber cívico, porque ella constituye la democracia y el buen sentido de la sociedad civil.
La valentía individual es la materia prima del valor cívico colectivo. Y la falta de coraje disimula la falta de buen sentido. La decencia y la inteligencia son para el valor, lo que el oxígeno para el fuego. Llamemos juntas a la decencia y la inteligencia, y tendremos organizada la valentía.
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