Hipatia estaba en el esplendor de la madurez. Era bella, rica, culta y no se sometía a las imposiciones del patriarca, verdadero amo de Alejandría, cuya autoridad iba mucho más allá de la de los prefectos imperiales, convertidos ya en simples piezas de su estrategia. Para quienes se aferraban a las antiguas creencias o rendían culto a escondidas a los viejos dioses era todo un símbolo. Hipatia era admirada u odiada. Ante ella nadie quedaba indiferente.
Poco a poco, los amigos de su padre habían desaparecido y las viejas tertulias de las que tanto había aprendido eran un recuerdo cada vez más lejano. Hermógenes, el médico que había innovado aspectos importantes de la medicina y que defendía la necesidad de las disecciones de cadáveres para conocer la anatomía del cuerpo humano y el funcionamiento de sus órganos, hacía tres años que había muerto; con él terminaba una forma de entender la medicina. También habían enterrado a Pausanias, el último pontífice del Serapeo, entre cuyas ruinas crecía ahora la hierba y encontraban refugio las alimañas. Filotas había fallecido en un naufragio y con él se había perdido el último de los grandes músicos alejandrinos y uno de los pocos poetas que usaban los metros con que los grandes autores habían compuesto obras extraordinarias. Sinesio se pudría en una mazmorra, encarcelado por haber matado en una taberna del puerto a un marinero después de una discusión acerca de la esfericidad de la Tierra. El marinero lo tachó de loco y de pagano. Sinesio, que llevaba tiempo ahogando sus penas en vino, lo apuñaló con furia.
Hipatia, que se aferraba a su mundo, hacía gala de una entereza que causaba admiración. Se mostraba animosa, mantenía las formas de vida en las que había sido educada y exponía sus puntos de vista. La prohibición de rendir culto a las viejas divinidades, impuesta por Teodosio después de su victoria en la batalla del Frígido, librada hacía ya diez años, solo le produjo rabia por lo que tenía de intolerancia y por el sufrimiento que supuso para su padre la prohibición de la astrología, juzgada como algo abominable, junto a la brujería y otras artes consideradas demoníacas.
Subió a su litera después de recorrer algunos puestos del mercado, adonde había ido a comprar unas piezas de tela, sedas de Oriente y gasas de la India. Echó las cortinillas para preservar su intimidad y tardó muy poco en abstraerse del mundo. La víspera había vuelto a leer algunos de los textos que Papías dejó bajo su custodia; lo hizo porque le interesaba la literatura escrita en copto. Se alegró de que aquellos textos estuviesen en su biblioteca; el monje amigo de su padre no anduvo descaminado cuando tomó aquella decisión: al poco tiempo de su visita a Alejandría, los obispos cristianos se habían reunido en unas asambleas, la primera celebrada en Hipona y posteriormente en Cartago, donde establecieron los textos considerados como verdaderos acerca de la vida de Jesús y de sus enseñanzas. Estaba embebida en estos pensamientos cuando una voz iracunda la devolvió a la realidad.
—¡Ahí va la pagana!
Supo que se referían a ella porque así era como sus enemigos la llamaban. Los gritos aumentaron hasta transformarse en un coro de insultos desagradables:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Descorrió la cortinilla y vio que estaban a la salida del mercado, junto a la iglesia de San Pablo, levantada sobre una antigua basílica de cuya fachada habían eliminado, a golpe de cincel, los relieves que consideraban contrarios a su fe. Los que gritaban, todos ellos hombres, estaban en la puerta, junto a la verja de hierro que delimitaba el lugar desde el que asistían a sus ritos quienes abrazaban el cristianismo pero aún no habían recibido el bautismo. Muchos de ellos se mostraban deseosos de hacer patentes sus nuevas convicciones. Hipatia denominaba aquellas actitudes, que desvelaban la peor de las intransigencias, el furor de los neófitos.
—¡Márchate de aquí, pagana!
—¡Fuera! ¡Provocadora! ¡Fuera!
Hipatia dio órdenes a sus criados para que aceleraran el paso. Una piedra surcó el aire y golpeó en el techo de la litera; a los pocos segundos una nube de piedras volaba sobre ellos.
—¡Más deprisa! ¡Más deprisa!
Cuando llegaron a su casa había un herido, dos contusionados y graves desperfectos en la litera.
—¿Qué ha ocurrido, mi ama? —le preguntó Cayo desde el atrio con el rostro descompuesto.
—¡Unos exaltados! —exclamó
Hipatia desde de la litera, donde con un trozo de tela trataba de contener la hemorragia del criado que había salido peor parado, con una herida en la cabeza.
—¿Te han atacado?
—¡Nos han apedreado!
—¿Estás herida?
—No, quien lo está es Eusebio.
¡Llama al médico! ¡Está perdiendo mucha sangre por la cabeza!
—¡Tú, rápido, avisa a Protágoras! ¡Vosotros dos, haceos cargo de Eusebio!
El revuelo se había extendido por toda la casa.
—¿Qué ha sucedido? —La cascada voz había sonado a su espalda.
Hipatia se dio la vuelta. Teón era ya un venerable sexagenario. Al ver a su hija con la toga manchada de sangre, se le demudó el semblante.
—¿Qué te han hecho?
—No temas, esta sangre no es mía.
—¿Qué ha sucedido? —El viejo astrólogo preguntó nervioso.
Hipatia lo cogió de la mano y se la acarició suavemente.
—Nos han atacado cuando regresábamos del mercado.
—¿Quiénes?
—Un grupo de cristianos que estaban en la puerta de uno de sus templos. Me parece que son de los que aspiran a recibir el bautismo. Creo que los llaman catecúmenos.
—¿Catecúmenos? ¡Dirás energúmenos!
—Como tales se han comportado.
—Cuéntamelo todo.
—Hay muy poco que contar.
—Quiero saberlo.
Hipatia explicó a su padre lo sucedido.
—Hemos venido a toda prisa, el pobre Eusebio está malherido. Toda esta sangre es suya.
—¡Creo que no debemos cruzarnos de brazos! Escribiré al prefecto imperial denunciando los hechos, aunque me temo que servirá de muy poco.
Durante la cena, algo más tranquilos, Teón comentó a su hija que había tenido noticias de Papías.
—¿Vive todavía?
—¡No es mucho mayor que yo! —protestó Teón.
—No pretendía molestarte. Dime, ¿qué te cuenta Papías?
—Que la situación en su cenobio es cada día más complicada. Agentes del patriarca Teófilo buscan por todas partes los libros que han considerado heréticos. Afirma que escudriñan hasta los más apartados lugares en busca de los textos que sus obispos han proscrito. Dice que en su cenobio cada vez son más los monjes que se suman a las tesis de Teófilo y que se ha visto obligado a quemar algunos textos para salvar otros.
—He de suponer que los depositados en nuestra biblioteca forman parte de los que buscan para destruirlos.
—Sin la menor duda.
Hipatia dejó escapar un suspiro.
—A veces tengo la sensación de que estoy sumida en un sueño, donde la realidad se desvanece.
—Los astros…
—Padre, no empecemos —protestó Hipatia.
—Esta vez vas a escucharme, lo que tengo que decirte es sumamente importante y presiento que mi vida tiene ya muy limitado su recorrido.
Su voz había adquirido un tono muy especial. Hipatia supo que iba a decirle algo importante, lo que no alcanzaba a comprender era qué tendría que ver con la pasión de su padre por la astrología, que en los últimos tiempos se había convertido en una obsesión. Pasaba las horas encerrado, escrutando el firmamento y anotando sus observaciones; no paraba de consultar el Almagesto de Ptolomeo.
—Nunca te he contado la profunda contrariedad que me produjo tu nacimiento y has de saber que, cuando me lo comunicaron, quedé decepcionado; yo esperaba que tu madre alumbrase un varón. Te engendramos en óptimas condiciones astrológicas para que fueras varón.
—¿Te sentiste triste al saber que había nacido?
Su padre hizo un gesto con la mano, como si quisiese quitarle importancia a sus sentimientos de aquel momento tan lejano.
—Yo deseaba fervientemente tener un hijo —farfulló excusándose.
—Eso no explica tu tristeza.
—Estaba muy equivocado. Nadie podría haberme dado tantas satisfacciones como tú. Eres lo mejor que ha ocurrido en mi vida. Poco a poco te fuiste apoderando de mi corazón y luego… luego… —Teón sintió un ahogo, como si le faltara el aire para respirar.
—¡Padre!
Hipatia corrió a su lado.
—¿Qué te ocurre? ¡Voy a llamar a Protágoras!
Teón hizo un gesto negativo con la mano. Su pecho volvió a moverse rítmicamente y la respiración se acompasó poco a poco. Bebió un sorbo de vino y comentó:
—Ha sido la emoción. He guardado en mi corazón estos sentimientos durante demasiado tiempo y ya no resiste como antes.
—¿Por qué no lo dejamos para mañana?
El astrólogo ignoró la propuesta de su hija.
—Tu presencia ha sido el mejor regalo de los dioses.
—Creo que deberías descansar —insistió ella.
—No. Lo que quiero decirte, tengo que hacerlo ahora.
—Como tú prefieras. ¿Te apetece otro poco de vino?
Teón asintió e Hipatia le llenó la copa.
—Tu madre y yo planificamos hasta el último detalle del momento en que fuiste engendrada. Como te he dicho, ignoro qué ocurrió para que no nacieras varón, hoy me alegro de que así fuese. Te he visto crecer en hermosura y sabiduría, cada día más satisfecho. Quedé impresionado cuando, sin haber cumplido los siete años, dedujiste por ti misma principios de física que pocos son capaces de explicar. —Dio un trago a su vino y prosiguió—: No podía contener mi gozo el día en que nos diste a todos una lección y devolviste al Ágora, aunque solo fuese por unos momentos, el esplendor de unos tiempos que ya nunca volverán. Para muchos de nosotros hiciste que un sueño olvidado se convirtiera en realidad; todavía resuenan en mis oídos aquellos maravillosos gritos. Has sido la maestra más joven en la historia del Serapeo y hoy eres el emblema de un mundo al que muchos se aferran para encontrar algo de sentido a sus vidas.
La voz de Teón estaba cada vez más embargada por la emoción.
—Padre, yo creo…
—Hipatia, no me interrumpas, te lo suplico.
Dio otro trago al vino de su copa y se levantó con dificultad. Se acercó a una hornacina cerrada, cuya llave llevaba siempre consigo, y cogió un pequeño cilindro de cuero. Se sentó de nuevo y con mucho cuidado sacó un pergamino que extendió sobre la mesa; en el centro de la delicada vitela había un magnífico dibujo. Hipatia lo miró con curiosidad.
—Con los datos de cuando fuiste engendrada y los de tu nacimiento elaboré un horóscopo que he ido completando en el curso de tu existencia.
—¿Durante todos estos años has confeccionado mi horóscopo?
—He perfilado una carta astrológica, la más completa de cuantas he hecho.
Hipatia iba a decir algo, pero su padre la contuvo con un gesto.
—Ya sé que no crees en la astrología, que niegas el valor científico a las predicciones y rechazas la influencia de los astros en la vida de las personas. Pero creo que mis desvelos merecerán que prestes un poco de atención.
Hipatia asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Debes saber que jamás he visto hablar a los astros con tanta claridad a lo largo de la vida de una persona. Solo hay un par de puntos que podrían considerarse desde distintas perspectivas. Muchos horóscopos son el fruto de elucubraciones porque la alineación del Sol y de la Luna con los planetas se presta a ciertas interpretaciones. Quiero decir que existe un margen para el trabajo del astrólogo. En tu caso, la fijación de los cuerpos celestes en sus correspondientes casas del zodíaco se ve con total nitidez, también sus posiciones ascendentes o descendentes. Los acontecimientos de estas tres décadas han dado lugar a una carta cuya exactitud es tal que me atrevería a decir que roza la perfección y permite hacer predicciones tales que las posibilidades se convierten casi en certezas.
—¿Quieres decir que vas a pronosticar mi futuro?
—Mucho más que eso, Hipatia. Pero no quiero aburrirte con disquisiciones que, aunque lo lamento profundamente, sé que rechazas. Pero ahí está tu pasado, tu presente y tu futuro. Este horóscopo es el resultado de muchos años, casi tantos como tienes tú. Comencé a elaborarlo una noche cuando te contemplé en la cuna y me sonreíste. En ese momento comprendí que mi actitud hacia ti era propia de un estúpido.
Hipatia acarició con ternura la mano de su padre.
—Desde hace muchos años sé que mi nacimiento no había sido de tu agrado. Aunque hasta esta noche no lo había escuchado de tu boca, me enteré por los cotilleos de la servidumbre, ya sabes… Me gustaría oír de tus labios cómo fue aquella noche.
Teón dio otro trago, pero el vino no rebajó la emoción de su voz.
—Era serena, limpia, con una luna rotunda. Tú no habías cumplido un año. Estuve escrutando el firmamento hasta muy tarde. Bajaba de mi observatorio cuando, en medio del silencio, escuché un ruido extraño que procedía de tu cuarto. Entre de puntillas y vi cómo contemplabas tus manos y emitías unos suaves gorjeos. Al verme, agitaste las piernas y me dedicaste una sonrisa que
permanece fresca en mi recuerdo desde entonces; también tus ojos me sonreían. Esos hermosos ojos que desde entonces me tienen embelesado. —Teón dejó escapar un suspiro—. Como podrás comprobar, me estoy volviendo un viejo chocho.
—Estoy comprobando que tengo un padre maravilloso.
Apuró su copa y le pidió a Hipatia otro poco de vino.
—Cuéntame ahora qué dice ese horóscopo.
—¿Te interesa?
—Sí.
—No sabes cuánto me alegra oírlo. Revela muchas cosas, pero hay tres que he de decirte. La primera es que Venus estaba en posición descendente en el momento en que naciste; como puedes ver aquí —Teón señaló un punto concreto del pergamino—, lo ha estado en los momentos importantes de tu vida; a ello se une que las posiciones de las constelaciones del zodíaco apuntan en la misma dirección que la señalada por Venus.
—¿Qué conclusión sacas de todo eso?
—Que no contraerás matrimonio.
En los labios de Hipatia apuntó una suave sonrisa.
—La posición de Venus ha sido menos importante que mi voluntad. Sabes que he rechazado propuestas de matrimonio por las que muchas otras mujeres hubiesen suspirado.
—Pienso que son los astros los que han determinado lo que tú consideras una decisión personal.
—Ya estamos en la disyuntiva de siempre. Según tú, mi decisión es consecuencia de una determinada alineación de los astros. ¿Y si hubiese decidido casarme?
—Pero lo cierto es que no lo has hecho.
—¡Porque no he querido!
—¡Porque los astros lo señalan!
Hipatia negó con la cabeza.
—¿Cuál es la segunda?
—Naciste un 23 de julio, al comienzo del dominio de la constelación del León, lo que significa que tu vida transcurre bajo la influencia del Sol. El astro rey ha marcado tu fortaleza y te ha convertido en una mujer atractiva, la luz más brillante de Alejandría. ¡Ah, si viviésemos otros tiempos!
—¿Qué me depara el futuro en relación con mi signo del zodíaco?
—Seguirás brillando a pesar de que vivimos tiempos en que las negras alas del fanatismo se extienden por todas partes, pero habrás de tener mucho cuidado.
—Supongo que sí; lo que hoy ha ocurrido es muy grave y la osadía de esas gentes llega cada vez más lejos. ¿Y la tercera cosa?
Teón miró a su hija fijamente.
—Lo que dicen los astros no aparece con tanta nitidez. La conjunción de Saturno y Marte apunta en una dirección concreta, pero su posición permite cierto grado de especulación.
—¿Podrías ser más concreto?
—Has de saber que un grave peligro te amenaza, aunque no acabo de verlo con claridad. En tu horóscopo hay una extraña conjunción planetaria donde las posiciones del Sol, de Júpiter, de Mercurio y de Marte señalan una violencia tal que produce angustia, pero a la vez hablan de conocimiento y sabiduría, en el fondo vislumbro un templo y la imagen del César. Esto último es algo muy extraño que me tiene confuso. —Golpeó varias veces con su dedo índice en los círculos planetarios dibujados con precisión en el centro del pergamino—. ¡Todo es muy extraño! Los astros señalan que estás amenazada por un peligro real, tan oscuro que causa pavor, pero no alcanzo a comprender el papel de… de…
Teón no pudo seguir. La falta de aire lo ahogaba y sus ojos reflejaron una angustia repentina. Se llevó la mano al pecho y su copa rodó por el suelo produciendo gran estrépito.
—¡Padre!
Hipatia se levantó e intentó sostenerlo entre sus brazos antes de que se desplomase.
—¿Qué te pasa?
Tenía el semblante crispado y pálido, abría la boca buscando aire, pero apenas podía respirar. Hipatia pedía a gritos un médico.
—Es inútil, hija. Esto se acaba.
A la llamada de Hipatia acudieron Cayo y otros dos criados. La escena los dejó momentáneamente paralizados.
—¿Qué ocurre? —preguntó el mayordomo.
—¡Rápido! ¡Que alguien avise a Protágoras!
Cayo hizo un gesto y uno de los esclavos salió a toda prisa. Teón negó con la cabeza, miró a su hija y le dijo:
—Escúchame con atención.
—Padre, no te esfuerces, Protágoras estará aquí enseguida.
—Protágoras no puede hacer nada, escúchame.
—No debes hablar.
Teón desoyó la recomendación de su hija. Respiraba con dificultad creciente y tuvo que hacer un gran esfuerzo para susurrarle al oído unas palabras.
—Cuídate, Hipatia —balbuceó con un hilo de voz—. Cuídate mucho y, sobre todo, ten cuidado con el César. Le dedicó una sonrisa triste y expiró en sus brazos. Hipatia no pudo contener las lágrimas.
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