18 de agosto de 2006. Antonio García - Trevijano
Tolerancia, consenso, solidaridad. Tres voces sustantivas del servilismo ante el poder. Palabras que aparentan traducir libertad de conciencia, de pensamiento y de hermandad, con etimologías de renuncia a la decencia, a la verdad y a la ética de la igualdad. Vocablos expresivos de la docilidad, el engaño y la deslealtad. Vocabulario que centellea el discurso público para consagrar, en la sociedad, las fuentes literarias de donde brota la servidumbre voluntaria. Gramática innoble de la sindicación de las ambiciones del poder de la ignorancia y del dinero en el Estado de Partidos.
La verdadera rebelión, la que conduce a una revolución cultural, ha de hincar el diente, sin soltar la presa, en las raíces del lenguaje. Y ahí, con los sentimientos que crearon nuestro idioma, proclamar con orgullo la indignación de la dignidad personal: ¡No tolero ser tolerado! ¡No entro en el consenso de abdicación de la verdad o de creencias de verdad! ¡No soy solidario de causas ajenas que, aunque quisiera, no puedo asumir con responsabilidad! ¡No voto, sin elegir, porque no soy de-voto!
La filosofia analítica no entró a saco exegético, como era de esperar, en las palabras de servidumbre. Tuve que insistir durante años en que la tolerancia destruye el respeto entre iguales, y en que el consenso atenta contra la libertad de pensamiento, la de elección y la lealtad a las propias convicciones. Pero sigue pujante el ruido en falsete de la solidaridad. Doctrina creada por León XIII, como
solución ontológica (metafísica social) al conflicto individualismo-colectivismo, que dio origen al solidarismo francés y alemán. No es un azar que el consenso y la tolerancia también respondieron originariamente a razones religiosas. Cuanto más laico se proclama el Estado menos puede prescindir de devociones. La solidaridad es una de ellas, la más santurrona.
Las obligaciones “in solidum“ se calificaron de solidarias frente a las mancomunadas. Como sabe todo jurista, lo solidario no era la obligación, sino la responsabilidad del pago total de ella, que podía ser exigido a cualquiera de los deudores. La raíz “solidus“ (moneda) designó en la Edad Media el sueldo y la soldada. Y este matiz económico se integró en el significado moral del sustantivo solidaridad cuando, a mitad del XIX, se fraguaron las deontologías profesionales del corporativismo. Tras el fracaso del solidarismo como ética social, la ideología nacionalista se apoderó de la voz solidaridad para designar la virtud suprema del corporativismo de Estado (solidaridad nacional de Salazar) y del trabajo frente al egoísmo del capital (solidaridad obrera, Walesa). La solidaridad, pilar ontológico de la economía nacional del nazismo, es un hábito residual de la dictadura.
No puede haber solidaridad sin ética de la responsabilidad. La diferencia entre adherirse sin más a la causa de otro (solidaridad verbal, simpatía o condolencia) y asumir una causa ajena como propia, a causa de su veracidad (lealtad), descubre en el acto la impostura de los movimientos de solidaridad con las víctimas del terrorismo, a quienes los extraños solo podemos acompañar en el sentimiento y protestar contra la manipulación del dolor por el partidismo. La sociedad civil no puede asumir los sentimientos de las víctimas, ni aceptar que ellas condicionen la política antiterrorista.
La razón es obvia. Aunque no se atreva a decirlo, lo natural y sincero del victimismo es el deseo de vengar el crimen. No es sincera la muletilla de las madres transidas de dolor que, ante las cámaras y sin desesperación vital, expresan la manida esperanza tópica de que el asesinato de su hijo sea la última acción del terror.
En cambio, hay verdadera solidaridad en las acciones altruistas que no asumen las causas catastróficas o devastadoras de los damnificados, pero pagan con su trabajo o su dinero la reparación parcial de los daños sufridos. Aquí hay solidaridad porque hay movimiento de responsabilidad. Nadie puede ser solidario de palabra sin que medie el engaño, bien sea de sí mismo y de su imagen social, o bien del que produce la falsa ideología totalitaria de la solidaridad. Una palabra impúdica que, al solicitar la compañía de todos a lo que solo exhibe interés o dolor particular, nos baña en las fuentes de la servidumbre voluntaria, sin salvar siquiera el talón de Aquiles. La solidaridad sin responsabilidad atenta a la dignidad personal.
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