LOS CABALLEROS DE LA MUERTE (1 - 20)

Publicado el 28 de noviembre de 2021, 13:58

El 14 de julio de 1977, un ex guerrillero republicano cruza la frontera española con Francia. Es el día de la reunión de la Asamblea Constituyente y de la última emisión de Radio España Independiente. El conflicto armado ha terminado para todos menos para él. Ha regresado con tres obsesiones: averiguar quién fue el asesino de su hermano; localizar a su mujer y a su hijo, desaparecidos hace cuarenta años; y morir en paz en su tierra. Sus investigaciones le harán sumergirse en los estercoleros del último fascismo europeo e indagar en una de las organizaciones paramilitares fascistas más peligrosas del mundo, los Caballeros de la Muerte. Cuanto más avanza en la búsqueda, más cadáveres surgen a su alrededor. Preparativos para un golpe de estado, protestas obreras y estudiantiles en las calles, el renacer de los partidos políticos y sindicatos, organizaciones fascistas asesinando con impunidad... Ese es el apasionante marco histórico que le rodea y que le obligará a indagar en su pasado, cuando era uno de los últimos maquis en las montañas.

A Juan Muñiz Zapico, Juanín
In memoriam

Indiscutible líder obrero que
nos enseñó a
organizar el silencio y
declararlo en huelga

«No nos dejes caer en la tentación de olvidar

o vender este pasado o arrendar una sola hectárea de su olvido»
Mario Benedetti

   

1

EL RETORNO

 

 

Al igual que las víctimas del azar y el destino, regresas cubierto de heridas: las del amor, las de la muerte y las de la vida, como las enumeró el poeta en una trinchera olvidada.
     Gare d’Austerlitz, París. Otra estación en tu vida. Otro cruce de caminos, posiblemente el último.
     Los médicos te han pronosticado un año de vida. Debemos comenzar con una terapia agresiva contra su cáncer, sentenciaron. Pero ni siquiera les escuchaste. Lo único que consiguieron fue señalarte el plazo del que disponías para saldar una deuda con la historia. Y, cuando todo termine, no sabes si irás al cielo o al infierno, pero tienes muy claro que lo harás desde las montañas.
     Votre attention, s’il vous plaît! Le train express à destination de Madrid, va partir dans dix minutes, voie quatre, quai trois numéro trois.
      No llevas más que tu sempiterna maleta con ropa limpia, tus útiles de aseo personal, un libro, la radio, el birrete y la sotana. ¡La sotana! Prometo no contarle a nadie las múltiples utilidades proporcionadas por esos hábitos.

    Es poco equipaje, pero lo que has aprendido de la vida y de la muerte es que, para caminar, basta con lo imprescindible. Y así, si alguien quiere darte caza, poder arrojarlo todo al precipicio, sin un llanto y sin que nada detenga la huida.

     La Tokarev TT-33 va siempre al cinto, nunca en la maleta, porque no es equipaje, sino una prolongación de ti.

       Voiture 4, Place 2, Wagon Lit 1. Revisas el billete por última vez.
    Le train express à destination de Madrid, Príncipe Pío, va partir dans quelques instants.

     Tus continuos viajes a Francia han permitido que el idioma no sea un obstáculo como ocurrió en el 51 cuando atravesaste la frontera. Compruebas el pasaporte, demasiados visados en los últimos años. Llegas al departamento segundo y dejas la maleta encima de la litera.

      Comienza a anochecer. Pasado mañana surgirá la luna nueva, la prófuga, la de los invidentes. Hoy sólo es una escuálida ce en el cielo que danza alrededor de la cúspide de la Tour Eiffel cuando el tren emprende su marcha. Dos estrellas ingenuas se escabullen en la piel azul y negra de las noches de la Galia. Sigues rastreando el firmamento, esperando una señal que nunca ha llegado. Dios sigue ajeno al mundo.

   —Bonne soir —hace su aparición tu compañero de viaje, un señor grueso y calvo, que jadea como resultado de la carrera que ha emprendido para subir al expreso. Lleva un traje de saldo y zapatos negros cubiertos de polvo.

   —Bonne soir —respondes, mientras contemplas su intento de colocar las dos pesadas maletas en la rejilla del reposabultos, sin mucho éxito—. Est-ce-que je peux vous aider? —dices, agarrando una de ellas y elevándola hasta su ubicación.
     —Vous êtes de nationalité espagnole ou française? —pregunta en un francés chapurreado. Luego, no existe duda, él es español.
      —Español.
     —Ah, qué alegría me da usted. Me llamo José, Pepe para los amigos —extiende la mano, y tú correspondes, pero no das tu nombre—. Por fin puedo hablar en mi idioma. Llevo quince días de la Ceca a la Meca por París, y sin poder hablar con un compatriota. Es que yo soy viajante de embutidos, ¿sabe usted? Y mi empresa quiere introducir los chorizos y el jamón en Francia, a cambio, nosotros vamos a vender sus vinos en España. Aunque yo pienso que nuestros vinos de la Rioja y de la Ribera del Duero son muy superiores a los suyos…
     No frena su discurso, parece una Thompson disparando sin piedad, pero no le prestas atención. La gente que habla sin control nunca ha sido de tu agrado. La lengua, siempre un paso por detrás del cerebro: una enseñanza más de tus montañas.
   —Usted, ¿qué está, de turismo? —pregunta de repente tu vecino, pero sabes que le da igual la respuesta. Es un ser inofensivo, incluso le puedes decir la verdad.
      —No. Es que me han jubilado.
     —Ah, pues no parece usted tan mayor. Yo le había calculado unos cincuenta y pico.
      —Cumplí sesenta y cinco el mes pasado —¿por qué no has mentido? Estás incumpliendo tu código: los años sólo interesan a la policía.

    —Pues no los aparenta. Se conserva usted muy bien. Debe ser el pelo. En cuanto se pierde, uno parece mayor. Fíjese en mí, no tengo cincuenta y da la impresión de que soy su padre. Ah, y la gordura también incrementa los años. Usted se conserva delgado, en forma, como se dice ahora. Pero míreme a mí. ¿Dónde voy yo con esta barriga? El mes pasado quise apuntarme a un gimnasio que abrieron al lado de mi casa, pero no tengo tiempo, ¿sabe usted? Es el trabajo, que…
     Extraes el aparato de radio de la maleta y lo depositas encima de la litera. Pausadamente, sin prestar atención a las peroratas de Pepe para los amigos, vas quitándote la americana y, en un descuido de tu acompañante, envuelves la Tokarev en ella y la depositas rápidamente debajo de la almohada. Aflojas la corbata y la cuelgas, doblada por la mitad, en una percha que más bien parece un clavo hundido en el marco de la puerta. Te quitas los zapatos y los guardas debajo de la litera. Dejas los calcetines puestos junto al pantalón y la camisa. Suficiente.
     —Yo, cuando duermo en la litera de un tren, siempre me quito todo. Duermo sólo con los calzoncillos y en camiseta, me quito hasta los calcetines. Se duerme más cómodo, ya que… —tu parlanchín amigo aprovecha cualquier excusa, y a veces ni la necesita, para continuar hablando.
     Te tumbas en la litera y colocas la cabeza sobre la almohada, y pasas ligeramente la mano por debajo de ella asegurándote de que la pistola tiene el seguro puesto. Notas cómo tu mano tiembla, ya no eres el mismo, la edad, la enfermedad, o las dos juntas, han ido haciendo mella.

   —Perdone, ¿cómo me dijo que se llamaba?—No se lo dije.

     —Ah, claro, es que yo no se lo pregunté. Me suele ocurrir muy a menudo, comienzo a hablar y al cabo de un rato me doy cuenta que no he preguntado a los que me escuchan… —a los que te oyen, amigo, porque escucharte no te escucha nadie, piensas.

     —Si hace el favor, cuando termine de desvestirse y vaya a tumbarse, apague la luz —dices, esperando que entienda que no tienes ningún deseo de que siga hablando.
   —No se preocupe. La luz se puede apagar ya, porque al apagarla se enciende esta otra luz azulada que permite ver sin problemas, pero que no molesta para conciliar el sueño. Lo sé porque viajo mucho en este tipo de trenes y…

    —Espero que no le moleste, pero suelo dormirme con el sonido de la radio pegado a mi oreja —dices, para que vaya cerrando la boca y te deje en paz, pero ni así detiene el remolino parlanchín.
   —No se preocupe. Yo tengo un sueño muy pesado, tiene que caer una bomba para que me despierte. Fíjese que el día que mataron a Carrero Blanco, yo me alojaba en un hotel a sólo cincuenta metros de allí, y no oí ni la explosión. Ya le digo, tengo un sueño muy pesado, ya que…

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