LOS CABALLEROS DE LA MUERTE (21-30)

Publicado el 28 de noviembre de 2021, 14:03

    —Dijo antes que había llegado hace unos quince días. ¿Cómo está la situación por España? —preguntas, para que por lo menos hable de algo interesante, algo que te importe de verdad.
     —Huy, muy revuelta. Desde que murió el Caudillo —ha pronunciado el término Caudillo, mal asunto; el lenguaje traiciona la forma de pensar de las personas, y lo hace sin que lo deseen, por eso hay que aprender a escuchar, para saber cómo piensan, otra enseñanza de tus montañas—, todo está patas arriba. Los de ETA se están poniendo las botas matando a la gente, los partidos políticos van sólo a sus intereses, no hay trabajo para nadie y los que trabajan están de huelga a cualquier hora. Ya ve que hasta el almirante Pita da Veiga dimitió del ministerio en señal de protesta por la legalización de los comunistas. Se sabe que el Ejército está muy intranquilo, en cualquier momento deciden que la verbena y el libertinaje se terminaron. Y es lo que deberían de hacer, porque así no hay quien produzca…
     Dejas de prestarle atención. Miras el reloj: es la hora. Pegas el oído a la radio y la enciendes. Intentas encontrar el dial. Es fácil, tus dedos están acostumbrados y las interferencias han desaparecido desde hace varios meses.
     Aquí Radio España Independiente; estación pirenaica, la única emisora española sin censura… transmitiendo por la onda… Hoy, catorce de julio de mil novecientos setenta y siete —es la voz del director, la reconoces—, es la última emisión desde Radio España Independiente. Si nuestra labor ha servido para la conquista de la democracia, damos por bien empleado el esfuerzo. En este mismo mes, hace treinta y seis años, iniciábamos…
     Si, nuestra labor ha servido para la conquista de la democracia —ha dicho —. El conflicto ha terminado para toda España, pero, para ti, aún no. Tienes una deuda que saldar. Y tu mente comienza a sumergirse en los recuerdos, y forman la pesadilla que te impide dormir desde hace cuarenta y un años.
     Cierras los ojos, las imágenes de las montañas regresan a ti. Vuelves a verte en ellas, evitando caminos y senderos, enterrando los restos de la comida para no ser descubierto, bajando al anochecer al pueblo a por alimentos, buscando leña muy seca, para que al encenderla no provocara humo, y lavándote una vez al mes, en arroyos ocultos por la maleza, sin jabón porque la espuma del baño podía ser otra pista para localizarte.
     —Si quiere ponerlo más alto, a mí no me molesta. A veces, me suelo dormir escuchando música, ya le he dicho que tengo un sueño muy pesado y… —no le prestas atención, tu mente sigue en la escafandra del pasado.
     Y retorna la imagen del último día por las cañadas. Todo se desmoronaba alrededor, la lucha ya no tenía mucho sentido. Nueve mil guerrilleros, veinte mil enlaces habían caído en toda España. Llegó el día de abandonar aquello. Dos coches vendrían a recogeros hasta la falda de la colina. Puntualidad militante: si a la hora convenida los vehículos no se encontraban en su sitio, es que ya no vendrían, y de nuevo a las montañas. Quedaba aún una hora. Fue ahí cuando Tuco, tu hermano, dijo que se iba a despedir de su esposa.
     —¿Le molesto si fumo?
     —No.
     —Yo siempre suelo pedir permiso para fumar, hay gente que se molesta. Y a mi me gusta echar un cigarro antes de dormir…
     Tuco bajó la montaña, pero no regresaba, y la hora convenida se cernía sobre vosotros cerrando las pocas puertas que os quedaban para escapar del infierno. Sonó un disparo que alertó al valle. Algo estaba ocurriendo: ¿habrían matado a Tuco? No lo dudaste: tenías que ir en su búsqueda, a costa de perder el transporte, de perder la vida. Llegaste a la vivienda, no respondían a tus golpes en la puerta. No había nadie, excepto tu hermano en el suelo. Asesinado. Te abalanzaste sobre su cadáver, lo recogiste entre tus brazos. Llorabas, y no querías alejarte de su cuerpo. Estabas inmóvil, sin saber qué hacer, sólo tus gritos de dolor se mezclaban con tu llanto. Pero la Guardia Civil te sacó del sopor. Les veías subir por la colina, desplegados en línea, sin más distancia entre cada uno de ellos que cuatro metros. Era otra batida, esta vez con perros. El cerco estaba preparado y la presa erais vosotros.
     —Ya terminé. Ahora, a dormir. Buenas noches —dice tu voluminoso acompañante, mientras aplasta la colilla contra el suelo.
     —Buenas noches —respondes, sin prestarle atención.
     Y comenzaste a correr, como si fueras una liebre, ladera arriba, atravesaste las mayadas hasta la falda de las mismas peñas. El resto consistió en rodar por las brañas de la otra cara de la colina. Disparaban. Una bala te alcanzó en el talón. No sabes cómo conseguiste llegar hasta los vehículos con un pie arrastrando, pero lo lograste, por un segundo, porque aquel día las estrellas estaban de tu parte.
     Entrasteis en Castilla, era la ruta más segura. Después Navarra, hasta la frontera. Luego vino París. Y buscaste la prensa española desesperado, querías saber quién había asesinado a Tuco. Pero la prensa mentía: «La Guardia Civil mata a un bandolero». Que os llamaran bandoleros, huidos, forajidos o malhechores, no te importaba. El régimen quería presentaros como tales. Lo que te dolió fue la otra mentira. La Guardia Civil no mató a Tuco, tú lo viste. Él ya estaba muerto cuando ellos todavía no habían emprendido el ascenso a la colina.
     Tu acompañante ha comenzado a roncar. Te dan ganas de introducirle los calcetines en la boca, pero prefieres seguir en tu burbuja.
     Expusieron el cuerpo de Tuco delante del ayuntamiento, como si de una vulgar pieza de caza se tratase. Así terminan sus días los guerrilleros muertos, exhibidos en mitad de una plaza. Le ocurrió al Che en Bolivia hace diez años; a Girón hace veinticinco, en Ponferrada; a Juanín en el 57, en...

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