POR LA RELIGIÓN Y LA PATRIA (19 - 30) LA CONSPIRACIÓN PERMANENTE

Publicado el 28 de noviembre de 2021, 14:58

La Iglesia y la
Segunda República

 

El catolicismo se convirtió

en una religión de la

contrarrevolución.

BRUCE LINCOLN [3]

 

[3] Tomamos la cita de Casanova, J., La Iglesia de Franco, Crítica, Barcelona, 2005, p. 46.

 

LA CONSPIRACIÓN PERMANENTE


LA PRIMERA REUNIÓN orientada a abortar la recién proclamada república tuvo lugar el mismo 14 de abril, una vez que se conocieron los resultados de las elecciones municipales, que, como reconocieron al día siguiente el nuncio Tedeschini, Gil Robles o el mismísimo Romanones, funcionaron a modo de plebiscito entre monarquía y república. Tuvo lugar en la casa de Rafael Benjumea Burín, conde de Guadalhorce, y asistieron Eugenio Vegas Latapié, Fernando Gallego de Chaves, marqués de Quintanar, Ramiro de Maeztu, José Calvo Sotelo, José Yanguas Messía y José Antonio Primo de Rivera. La mayor parte de ellos, monárquicos y ultracatólicos, estaban relacionados de un modo u otro con la dictadura de Primo de Rivera. Allí se decidió «la constitución de una escuela de pensamiento contrarrevolucionaria para derrocar por todos los medios a la Nueva República». Ese mismo mes hubo otra reunión en Leiza (Navarra), en el domicilio de Ignacio Baleztena Azcárate, promotor y financiador de la trama carlista, «en la que se acordó la organización de los requetés en grupos paramilitares para enfrentarse a la República». Estas fuerzas ya hacen prácticas desde 1931. Según Javier Dronda, los primeros rumores sobre un golpe contra la República circularon ya por el norte en la primavera de 1931 [4] .
     Estas primeras iniciativas desembocaron en el golpe de Sanjurjo de 10 de agosto de 1932. No triunfó, pero no hay que darlo por perdido para la causa antirrepublicana: los intentos fallidos forman también parte del resultado final. Tras este fracaso, la Junta Conspiradora Monárquica celebró otra reunión en París, a la que asistieron Francisco Moreno Zuleta, conde de los Andes, Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, Eduardo Aunós, José María Pujadas, Carlos de la Huerta y José Calvo Sotelo. Los mecanismos para captar recursos que permitieran actuar contra la República se iniciaron en septiembre en 1932 en Biarritz, donde se reunieron Vegas Latapié, Jorge Vigón (militar), Francisco Moreno Herrera, hijo de Moreno Zuleta y marqués de la Eliseda y, una vez más, Calvo Sotelo, quienes en poco tiempo consiguieron veinte millones de pesetas, una importante cantidad para la época, que les permitió poner en marcha una serie de iniciativas y actividades en diversos ámbitos de la vida española. La revista Acción Española, creada precisamente en 1931, se convirtió en la referencia ideológica del grupo. El dinero que tan generosamente fluía posibilitó poner en marcha periódicos antirrepublicanos en casi todas las provincias, lo cual vino a aumentar la presencia que la prensa de derechas y confesional ya tenía en España [5].   

     La búsqueda de financiación exterior se inició en marzo de 1934, a los pocos meses del triunfo de la derecha en las elecciones de noviembre de 1933, cuando Mussolini, ya visitado por José Antonio Primo de Rivera, recibió a Rafael Olazábal Eulate, Antonio Lizarza Iribarren, Emilio Barrera Luyando (militar) y Antonio Goicoechea, todos ellos carlistas salvo el último, dirigente de Renovación Española, el partido de Calvo Sotelo. Los resultados de las elecciones generales de febrero de 1936, que dieron la victoria al Frente Popular, reactivaron estas tramas a partir de marzo. Esta línea cuajará finalmente el 1 de julio de 1936, fecha en la que se firmaron los «contratos romanos» que pondrían en manos de los conspiradores un importantísimo material de guerra, prueba de que se estaba pensando en algo más que en un golpe rápido. El encargado de llevar a buen puerto este asunto fue Pedro Sainz Rodríguez y el que puso el dinero, medio millón de libras de la época (veintiún millones de pesetas), fue Juan March [6] .

     Obsérvese por las fechas que la trama antirrepublicana, que fraguará por primera vez en el golpe de 10 de agosto de 1932, no requirió de la quema de conventos de mayo del 31 para ponerse en marcha; ni de la revolución de octubre del 34 para iniciar los contactos con la Italia fascista; ni del asesinato de Calvo Sotelo para hacerse con aparatos de bombardeo, cazas e hidroaviones diecisiete días antes del golpe militar. En todo caso, estos hechos, convenientemente aireados y tergiversados por los medios de derechas, sirvieron para justificar a quienes se propusieron poner fin a la República desde el mismo día de su proclamación. Estamos ante tres hitos de una campaña de propaganda que llega a nuestros días. Los «sucesos de mayo» del 31 sirvieron para demostrar que la República defraudó ya en su origen incluso a los que la aceptaron de buen grado sin ser republicanos; la revolución de octubre del 34, geográficamente delimitada a Asturias y Cataluña (proclamación del Estat Català), constituyó la prueba de que la guerra civil la inició realmente la izquierda, y, finalmente, el asesinato de Calvo Sotelo, representó la gota que colmó el vaso de la paciencia de aquellos que veían como España, desde las elecciones de febrero de 1936, llevaba camino de convertirse en un país satélite de la URSS.

     Expuesta esta trama que va del 14 de abril de 1931 al 1 de julio de 1936, habrá quien se pregunte qué relación tiene con todo esto la Iglesia. Veámosla. España no se podía entender sin su Iglesia y los únicos que podían asegurar la existencia de ambas eran esos sectores antes mencionados, convencidos de que el país les pertenecía por derecho de conquista desde los Reyes Católicos. Altar y Trono iban indisolublemente unidos desde siempre. La derecha española era antiliberal por esencia y opuesta frontalmente al sufragio universal. Además, los mismos que se oponían a las reformas que afectaban a la Iglesia mantenían idéntica actitud ante las medidas salariales tomadas por Largo Caballero desde el Ministerio de Trabajo, contra la reforma agraria o la autonomía catalana. De aquí a la idea de la Anti-España hay un paso y ese es el que dieron las derechas para justificar su rechazo visceral a la República. De hecho, como nos contó Frances Lannon, ya durante el Bienio Negro un diputado de la CEDA, Luciano de la Calzada [7] planteó con toda claridad que no cabía hablar de derecha e izquierda sino de España y Anti-España y que «el primer paso hacia una política nacional debe ser la abolición de todos los partidos políticos». [8]

Una visión apocalíptica de los comienzos de la República puede verse en el diario del jesuita Alberto Risco. Sobre la fiesta popular del 14 de abril escribe:

     Al cerrar del todo la noche, dicen que el escándalo no tenía nombre para ser calificado: era el infierno. La Puerta del Sol, el Carmen, Preciados, Alcalá eran una masa de condenados. Camiones con obreros y mujerzuelas berreando; masa...

[4] Dronda, Javier, Con Cristo o contra Cristo. Religión y movilización
antirrepublicana en Navarra (1931-1936), Txalaparta, Tafalla, 2013, p. 243.

[5] Siguiendo a Ángel Viñas, la función de la trama civil durante la Segunda República consistió en la deshumanización del adversario, clave para llevar a cabo la purga que se avecinaba; la provocación sistemática de la izquierda, que incluía llamadas constantes a la revisión de la Constitución, y el estímulo y excitación de los propios partidarios (véase Viñas, A., «La connivencia fascista con la sublevación y otros éxitos de la trama civil», en Sánchez Pérez, F., Los mitos del 18 de julio, Crítica, Barcelona, 2013, p. 121).

[6] Esta información procede de Sánchez Asiaín, J. A., La financiación de la guerra civil, Crítica, Barcelona, 2012, pp. 64-69, y de Viñas, Á., «La connivencia fascista con la sublevación y otros éxitos de la trama civil», en Sánchez Pérez, F., Los mitos del 18 de julio, Crítica, Barcelona, 2013.

[7] Luciano de la Calzada Rodríguez (1909-1974) fue diputado de la CEDA entre 1933 y 1936. Alcanzó el grado de oficial durante la guerra y en 1965 fue juez instructor en el juicio contra Tierno, Aranguren y García-Calvo. Fue catedrático de Historia en Valladolid y decano de su Facultad de Letras entre 1944 y 1974.

[8] Lannon, F., Privilegio, persecución y profesión. La Iglesia española 1875-1975, Alianza Universidad, Madrid, 1990, p. 226.

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