NUESTRO AGENTE EN JUDEA: CAP. I (1 - 20)

Publicado el 30 de noviembre de 2021, 17:11

Título original: Il nostro agente in
Giudea
Franco Mimmi, 2000
Traducción: José Ramón Monreal
Diseño de cubierta: Enrique Iborra
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

Desde el mismo momento en que Poncio Pilatos se convirtió en gobernador de Judea, la represión más inclemente cayó sobre los grupos que luchaban contra el poder romano, lo que a su vez dio lugar a una violenta espiral de muertes y venganzas y a la aparición de numerosos «mesías» que propugnaban la conquista del reino de Dios mediante la violencia. Tanto para los dirigentes judíos más moderados como para Tiberio, la situación estaba llegando a unos extremos insostenibles que solo podía resolverse con ingenio y sangre fría.

Gracias a las maniobras de un astuto agente especial hispano, Lucio Valerio Anduco, Roma decidió convertir al más singular de esos «mesías», Jesús de Nazaret, en un agente secreto al servicio del imperio, sin que ni siquiera el mismo Jesús fuera consciente de ello.

En una espléndida trama que nos lleva de un extremo a otro del Mediterráneo, Franco Mimmi envuelve al lector en una escalofriante operación de ingeniería política que, al mismo tiempo, retrata con toda fidelidad las tensiones sociales en la Judea del siglo I a. C. y propone una aguda reflexión acerca de los vínculos entre la religión y la política.

 

 

A Teresa

 

 

—Su relato es extraordinariamente interesante, profesor, pero no coincide ni lo más mínimo con los Evangelios.

—¡Por favor! —contestó el profesor con una sonrisa condescendiente—. Usted sabe mejor que nadie que todo lo que se dice en los Evangelios no fue nunca realidad, y si comenzamos citando el Evangelio como fuente histórica…

—Estoy de acuerdo —respondió Berlioz—, pero mucho me temo que nadie podrá confirmar la veracidad de todo lo que usted nos ha contado.

Mijaíl Bulgákov,
El Maestro y Margarita

 

Capítulo I

 

—Se llama Jesús —dijo el sumo sacerdote—. Jesús, llamado el Nazareo.

El prefecto de Judea meneó la cabeza.

—No sé, Caifás, no me parece una buena idea. Vosotros los judíos sois muy sutiles, más que nosotros los romanos, sin duda, que somos un pueblo práctico, pero a veces pecáis de finura. Si tu pueblo quiere rebelarse de nuevo, que lo haga: ya sabe lo que le espera.

José, llamado Caifás o la buena vida, el político sutil, el poderoso sumo sacerdote, sintió —a pesar del tórrido calor que castigaba a Cesarea en aquellos primeros días del otoño— que un estremecimiento le recorría el espinazo. Los métodos con los que el prefecto romano había mantenido la paz en la indómita provincia de Judea eran, efectivamente, bien conocidos desde el momento de su llegada: para conocerlos, bastaba con subir a la colina que había en el centro de Jerusalén, siempre erizada de los palos de las cruces en las que eran martirizados los instigadores y los rebeldes.

Se decía que, en la región, tres años después de la llegada del prefecto escaseaban ya los olivos por los muchos árboles que habían sido talados para los suplicios, y la colina en la que se llevaban a cabo las crucifixiones se había ganado el apelativo macabro y sarcástico al mismo tiempo de Gólgota —palabra aramea para indicar la calavera humana—, no tanto por su forma cuanto porque era un lugar donde abundaban las calaveras de los ajusticiados.

Caifás inclinó la cabeza.

—Como desees, prefecto —dijo.

El otro hizo un gesto de irritación.

—Cuando me llamas por el título y no por el nombre sé que he de esperar cualquier cosa desagradable. Siempre ha sido así, desde nuestro primer encuentro.

Decidido a hacer observar las leyes de ocupación y a mantener el orden en Judea, a los pocos días de su llegada Pilatos había entrado en Jerusalén trayendo consigo de Cesarea a trescientos jinetes idumeos: un número excesivo para una escolta, un número que solo podía significar una amenaza. Los jinetes llevaban, además, en las insignias, la imagen del emperador, que era también dios y, por consiguiente, para los judíos monoteístas, un ídolo inaceptable.

Los gobernadores precedentes habían preferido respetar las creencias religiosas locales para evitar las reacciones de aquellos cabezas locas, pero Poncio Pilatos llegaba con las consignas de Lucio Elio Sejano, omnipotente prefecto del pretorio y gran protector suyo, que detestaba a los judíos y le había recomendado emplear con ellos mano dura. Entró en Jerusalén con las imágenes de Tiberio César Augusto en las insignias y aniquiló toda tentación de revuelta: redobló la guardia en el palacio en que se alojaba, y distribuyó a los jinetes en pequeños grupos que custodiaban día y noche los alrededores de la fortaleza Antonia, donde estaba acuartelada la cohorte de guarnición de la ciudad.

Siete días después volvió a Cesarea marítima, y una delegación formada por notables saduceos y fariseos le siguió. Durante cinco días, el prefecto rechazó toda solicitud de ser recibidos, luego les convocó en el maravilloso anfiteatro que Herodes el Grande había hecho construir en la playa y con la mano les señaló a los legionarios que, alineados en torno al escenario, le rodeaban.

—¿Quién es el jefe? —preguntó

Pilatos.

Caifás dio un paso al frente.

—Soy José Caifás, el sumo sacerdote —dijo mirando a Pilatos—, me nombró hace diez años tu predecesor, Valerio Grato.

—Él te nombró y yo puedo destituirte. Y puedo hacer más aún:puedo haceros crucificar a todos, aquí y ahora, si no volvéis inmediatamente a Jerusalén olvidando vuestras estúpidas reclamaciones.

Caifás bajó la cabeza.

—Está bien, prefecto —dijo.

Pilatos sonrió, desdeñoso.

—Veo que eres persona sensata, Caifás. Ahora, podéis iros.

Caifás volvió a mirarle a los ojos.

—No, prefecto —añadió desafiante—, no nos vamos, puedes dar a tus hombres la orden de que nos maten.

Pilatos era amigo de Sejano y se decía que Sejano era omnipotente, pero el emperador Tiberio era más poderoso aún, y no habría perdonado una condena no solo injusta sino también inútil, o mejor dicho, arriesgada. Y así fue como Caifás salió airoso de su primer encuentro con el nuevo gobernador de Judea, y consiguió que sus soldados, antes de entrar en Jerusalén, retirasen siempre las insignias que mostraban la imagen del emperador.

Pero Pilatos no era persona que olvidara fácilmente los agravios. Había transcurrido poco más de un año cuando encontró una magnífica oportunidad para resarcirse en la escasez de agua que padecían los habitantes de Jerusalén: hizo proyectar un nuevo acueducto y cubrió los gastos mandando a los soldados a saquear el tesoro del Templo. Así, por segunda vez, Caifás fue a Cesarea y pidió audiencia al prefecto, que esta vez le recibió de inmediato y con gran cortesía.

—Espero que no tengáis motivo de queja después de lo que he hecho por vosotros.

Caifás estaba furioso, pero sabía que no podía permitírselo, y de nuevo encontró fuerzas para responder con moderación:

—Nuestro Templo, prefecto, no es como los vuestros; no es solo la casa de nuestro Dios, que es el único Dios, sino también nuestra casa y nuestra historia. Su tesoro es sagrado y tú te lo has llevado. ¿Cómo llamarías, tú, a una acción semejante?

—Necesidad, Caifás, la llamo necesidad —respondió el prefecto suspirando—. Tu gente tenía necesidad de agua, imploraba agua, pero no quería pagarla. ¿Habríais preferido morir de sed antes que renunciar a vuestras copiosas abluciones rituales en los altares del Templo? ¿Qué puedo hacer, Caifás, si nadie quiere aquí pagar tributos?

Y esta vez quien calló fue el sumo sacerdote, porque sabía que el reproche del prefecto era fundado y había renunciado ya a hacerle comprender que no era un problema económico, sino religioso: que los judíos no querían pagar los tributos a César porque todo cuanto existe es de Dios, y solo a él, y no a un rey que pretende ser también un Dios, debe pagarse cuanto le es debido: de otro modo se cometería sacrilegio. Así que volvió a Jerusalén y explicó al
Sanedrín y al pueblo que esta vez no habría excusas, ni habría arreglo.

Entonces las calles se llenaron de gente, y en vano Caifás y los otros saduceos trataron de aplacar los ánimos recordando las miles de víctimas que habían pagado con torturas y con su vida las revueltas precedentes. Enfurecidos, instigados por los esenios que habían dejado su barrio cerca del Monte Sión para mezclarse con la muchedumbre, incitados por los zelotas que habían acudido en seguida de sus campamentos del desierto, multiplicados por los numerosos grupos procedentes de Galilea y de Samaria, de Perea y de Judea, los habitantes de Jerusalén se esparcieron como un caudaloso río por las empinadas calles que subían hacia el Templo, resistieron a los legionarios romanos que trataban de romper las aglomeraciones y obligar a la gente a entrar en sus casas, se amontonaron delante de los muros de la fortaleza Antonia y gritaron su odio a los hombres de aquel rey que no era el suyo, porque solo Dios es Señor de Israel.

Era cuanto Pilatos esperaba y...

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