NUESTRO AGENTE EN JUDEA: CAP. 1 (21 - 30)

Publicado el 1 de diciembre de 2021, 19:29

...deseaba. Inmediatamente, partió un mensajero para anunciar a Roma la enésima revuelta de los judíos, y la necesidad de reprimirla con cualquier medio. Nutridos grupos de soldados, elegidos sobre todo entre los auxiliares porque su aspecto era más parecido al de los lugareños, habían cambiado su uniforme por ropas de calle: entraron en la ciudad por todas las puertas, se mezclaron con la multitud y, tras la señal convenida, sacaron de debajo de sus capas sus dagas y puñales. Antes incluso de comprender de dónde les llegaba la muerte, los judíos cayeron a docenas, a cientos, y en cuanto emprendieron la huida, los legionarios salieron de la fortaleza Antonia y los persiguieron en cada calle, en cada callejón, entrando incluso en sus propias casas. La revuelta había sido reprimida, Pilatos había ganado la segunda batalla. ¡Que valiente!

El prefecto creía que había ganado también la guerra, pero pronto hubo de admitir que no era así. Con alarmante frecuencia, en efecto, continuaban estallando pequeñas revueltas no solo en Jerusalén, sino también en todo el país. A menudo los instigadores eran galileos, cuyo pesado acento ya también Pilatos, aunque no hablara más que unas pocas palabras del arameo en el que ellos se expresaban, había aprendido a reconocer, y no obstante el centro de los focos de rebelión no era aquella fértil región, sino el desierto de Judea, que parecía ejercer sobre los rebeldes un atractivo cuyo origen y razón el prefecto no lograba comprender. Las escaramuzas se repetían sin cesar y naturalmente, a pesar de alguna que otra victoriosa emboscada tendida por los rebeldes a los legionarios, bastante más cruentas para los judíos que para los romanos, quienes no dudaban en reprimir sangrientamente el más insignificante de los alborotos y en crucificar a cuantos escapaban a sus espadas.

Sin embargo, los reprimidos parecían multiplicar sus fuerzas y su número en aquellas carnicerías, dispuestos a seguir al primer fanático que saliera del desierto afirmando haber sido consagrado por Dios como jefe de una nueva revuelta. El prefecto comprendió que si no quería seguir mandando a Roma informes poco honrosos para él, pues aquellos levantamientos le hacían parecer incapaz de establecer un orden auténtico y duradero, había de llegar a un acuerdo al menos con una parte de la población local, y decidió llegar a un acuerdo con Caifás. ¿Quiénes, en efecto, estarían más interesados en la paz que los saduceos? Era de aquel partido de donde salían los grandes sacerdotes, y a él pertenecían las familias más ricas e influyentes. En resumen: los saduceos eran la clase privilegiada, y como tal la más interesada en una tranquila estabilidad que garantizase sus privilegios y favoreciera sus negocios.

A pesar de las fricciones que habían caracterizado sus primeras relaciones, Pilatos y Caifás llegaron fácilmente a un acuerdo y las cosas mejoraron sensiblemente, pero las rutas del desierto siguieron siendo inseguras y de tanto en tanto estallaba todavía alguna trifulca que a menudo se transformaba en algo más gordo. Entonces se talaban olivos a decenas, para proporcionar las cruces de un castigo ejemplar.

Pilatos se levantó de su triclinio y salió a la terraza que daba al mar. El sol se reflejaba en los mármoles blancos del palacio que Herodes el Grande se había hecho construir cuando, cincuenta años antes, había fundado la ciudad a la que posteriormente se daría el nombre de Cesarea, en honor a aquel César Augusto que, pese a ser el dueño del mundo, no había querido ser llamado nunca emperador, y sin embargo le había permitido a él ser rey. «Odio esta ciudad», pensó Pilatos. Y luego se permitió la verdad y añadió: «odio a esta gente».

Con las manos vendadas con lino alzó un faldón de la toga para protegerse la cabeza, ya medio calva, del sol de mediodía. La reverberación sobre la ondulación del agua le hacía cerrar los ojos, el graznido de las aves marinas le hería los oídos, pero también le molestaba porque le recordaba lugares lejanos y añorados. Vio una figura blanca, abatida, que avanzaba a lo largo del rompiente, y a dos sombras oscuras que la seguían a escasa distancia: su mujer Claudia Procula con los dos legionarios que eran su guardia personal. «Está sola», pensó, «está siempre sola. Lo está desde que nos casamos, y hace ya de ello más de veinte años». ¡Veinte años de vida conyugal! ¡Una verdadera proeza para una pareja romana!

Como siempre, cuando sus pensamientos recaían en Claudia, cualquier otra cosa parecía desvanecerse de su mente para dejarle sumido en una sutil angustia. Esa era la muchacha que había querido desde que era un joven prometedor, en su pequeña ciudad de Velletri; aquella era la mujer con la que se había casado para hacerla feliz, y a la que había hecho siempre desdichada. «Por poco que pudiera…», pensó el procurador. Pero sabía que no podía.

Se volvió y encaró de nuevo al sumo sacerdote, que le había esperado pacientemente sin salir del amparo de la sombra.

—Vuelve a explicármelo todo, Caifás. El prefecto de Judea es un lerdo, el sumo sacerdote tendrá que repetirle toda la historia y explicársela bien. Entonces, Jesús llamado… ¿Cómo demonios has dicho que se hace llamar?

Caifás ignoró la blasfemia.

—El Nazareo —dijo.

—El Nazareo —repitió otra vez Pilatos, casi estultamente.

Se frotó una contra otra las manos vendadas con lino, pero no lo suficiente como para calmar el terrible picor que le afligía desde hacía algún tiempo. Bastó con un breve gesto del prefecto y aparecieron dos esclavos, uno llevando una jofaina de plata, el otro una jarra. Dejaron la jofaina sobre una mesita redonda de mármol y la llenaron de agua perfumada, en la que Pilatos sumergió de inmediato las manos sin siquiera quitarse las vendas. Lo hizo después poco a poco, y Caifás tuvo que hacer acopio de toda su entereza para reprimir una mueca de desagrado ante aquel signo tan evidente de impureza: estaban totalmente rojas, llagadas en el dorso, y en torno a las uñas la piel se había hinchado monstruosamente.

El prefecto volvió a sumergirlas en el líquido balsámico, a continuación las extendió hacia uno de los esclavos para que se las fajara con gran delicadeza...

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