UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL QUE NO VA A GUSTAR A NADIE: CAP. 1. TAMBORES DE GUERRA (1-20)

Publicado el 9 de diciembre de 2021, 4:58

La guerra civil española como no la ha contado nadie.

¿Otro libro sobre la Guerra Civil?

Pues sí, otro, pero con una diferencia: no marea con datos innecesarios y relata por derecho lo ocurrido en aquellos tres años de locura homicida sin catequizar sobre quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos. Eso, que el lector lo decida. No es una novela, porque todo lo que cuenta ocurrió (incluso las menudas historias que espantan o que mueven a risa), pero se lee como una novela y pretende instruir deleitando. Por eso está escrita en el tono que ya usó el autor en su Historia de España contada para escépticos.

El lector acompaña a un joven general, Franco, que tacita a tacita se labra un porvenir y nos lo labra, de paso, a cuarenta millones de españoles, pero también acompaña a muchos ciudadanos anónimos a los que la guerra marcó para siempre.

PRÓLOGO

 

El viejo Goya lo pintó mejor que nadie: dos gañanes enterrados hasta las corvas, matándose a garrotazos. La sombra de Caín es alargada, en España. Lo fue siempre, y la guerra civil que se narra en este libro es cumplida prueba de ello. Juan Eslava Galán nos cuenta —en realidad nunca ha dejado de hacerlo— una historia trágica, violenta, retorcida en ocasiones hasta el esperpento con esos trágicos quiebros de humor negro que también, inevitablemente, son ingredientes de nuestra ibérica olla. Una república desventurada en manos de irresponsables, de timoratos y de asesinos, un ejército en manos de brutos y de matarifes, un pueblo despojado e inculto, estaban condenados a empapar de sangre esta tierra. Luego, prendida la llama, la arrogancia de los privilegiados, el rencor de los humildes, la desvergüenza de los políticos, el ansia de revancha de los fuertes, la ignorancia y el odio hicieron el resto. No bastaba vencer; era necesario perseguir al adversario hasta el exterminio. Murió más gente en la represión que en los combates; en ambos lados, analfabetos presidiendo tribunales gozaron de más poder que magistrados del Supremo. Hubo valor, por supuesto. Y decencia. Y lecciones de humanidad e inteligencia. Pero todo eso quedó sepultado por las pavorosas dimensiones de una tragedia que todavía hoy necesita reflexión y explicaciones. Este libro se aventura a ello, y lo consigue con amenidad y con una extraordinaria, abundante y rigurosa documentación que —ésa es quizá su principal virtud— ni siquiera se nota. Juan lo ha escrito a su manera, como suele. Como quien no quiere la cosa. Sin darle importancia y casi sin pretenderlo. Y por supuesto, sin buenos ni malos. Las dos Españas mamaron la misma leche. Estas páginas lo ponen de manifiesto de forma apasionante y estremecedora. Por eso se trata de una historia de la guerra civil que no le va a gustar a nadie. Ya era hora.

 

ARTURO PÉREZ-REVERTE
De la Real Academia Española

 

En la taberna de El Gorrión, a la sombra de la catedral de Jaén, Arturo Pérez-Reverte, Fito de Cózar y yo tomábamos vino añejo y queso con rosquillas.

—¿En qué andas metido ahora?
—me preguntó Arturo.
—Todavía no tiene título. Es una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie.
—Ése es el título —dijo Arturo.
Gracias, maestro.

Capítulo 1
Tambores de guerra

 

 

11 de julio de 1936

El periodista español Luis Bolín, cabello fino peinado hacia atrás con brillantina, ofrece gentilmente su mano a la estudiante inglesa de Artes Dorothy Watson para ayudarla a subir al avión. Al tiempo que la aúpa, tasa, con ojo perito, los encantos de la joven. La falda sport de la británica enfunda un trasero de, al menos, ocho palmos de latitud. Imagina Bolín los pechos valentones y grávidos que se adivinan tras la blusa marinera.

—Parece que empezamos con buen pie —murmura como para sí mientras se acomoda en su asiento.
—¿Decía? —pregunta el piloto.
—No, nada, que ya podemos despegar.

El avión, un biplano Dragón Rapide, matrícula G-ACYR, de la compañía Olley Air Services, impulsado por dos motores Gipsy Six de seis cilindros y doscientos caballos de potencia, despega del aeropuerto de Croydon, cercano a Londres.

Muchos años después, el historiador británico, católico, Douglas Jerold recordará las circunstancias de aquel vuelo que «contribuyó a salvar el alma de una nación».
«Luis Bolín y el ingeniero De la Cierva me citaron para almorzar en Simpson’s [1] .

»—Necesito un hombre y dos rubias platino para volar mañana a África —dijo Bolín.
»—¿Tienen que ser realmente dos? —pregunté, y al oírlo, Bolín se volvió
triunfante hacia De la Cierva.
»—Te dije que lo haría.

»Telefoneé a mi amigo Hugh Pollard, comandante retirado:
»—¿Podrás volar mañana a África con dos chicas? —le pregunté.
»Y escuché la respuesta que esperaba oír:
»—Depende de las chicas».

Con su potente rugido de motores, el avión se interna entre las nieblas del canal de la Mancha. Lo pilota Cecil W. H. Bebb, aviador veterano de la primera guerra mundial, con un mecánico y un telegrafista. En los asientos traseros toman té de un termo Luis Bolín, Hugh Pollard, su hija Diana y la amiga de ésta, Dorothy Watson, una chica liberada y moderna que no usa bolso y guarda la pitillera y el mechero en las bragas [2].

Se supone que es un grupo de turistas ingleses que van a realizar un viaje de placer por las islas Canarias. Bolín, amigo de Pollard, actuará como cicerone.

En realidad, el vuelo encubre una misión secreta: suministrar al general Franco un medio de transporte rápido para trasladarse desde Las Palmas de Gran Canaria al protectorado de Marruecos. El general va a capitanear el ejército de África sublevado contra la República Española.

Aterrizan en el aeropuerto de Burdeos, donde los espera el marqués de Luca de Tena. Mientras el resto de la tripulación y los pasajeros toman café en la cantina (el radiotelegrafista una copa de coñac), Luca de Tena, Bolín y el piloto trazan el plan de vuelo.

Atardece. El Dragón Rapide despega de nuevo rumbo al sur.

Desde la cabina acristalada, Bebb contempla la sucesión de valles y cerros achicharrados por el sol, pardos eriales y alguna que otra mancha verde que contornea los escasos riachuelos, pueblos que parecen esparcidos por el manotazo de un gigante en la atormentada orografía. Bebb, acostumbrado a la verde Inglaterra, encuentra una belleza bravía en este desierto de tierra seca y dura que se extiende hasta los montes azules.

Así que eso es España.

«No sabía que aquello era un volcán y que yo, con aquel vuelo, iba a encenderlo —recordaría años después—. Un volcán de fuego y de sangre».

España. Poco más de medio millón de kilómetros cuadrados. Veinticuatro millones de habitantes, en su mayoría ignorantes de que se les viene encima una cruenta guerra civil.

El piloto del Dragón Rapide que sobrevuela los rastrojos recién segados de las llanuras castellanas no está muy enterado de los asuntos de los españoles. El hace su trabajo, le pagan y en paz. Años después, quizá halagado por el papel que le cupo en aquellos hechos, se interesará por la historia reciente de España y no perderá ocasión de ilustrar sobre el tema a los periodistas que lo entrevistan: «En 1931, los republicanos ganaron las elecciones municipales en las principales ciudades de España y el rey Alfonso XIII tiró la toalla y abandonó el país. Los republicanos se echaron a la calle alborozados para proclamar la Segunda República».

 

[1] Simpson’s, el tradicional restaurante del Strand, uno de los escasos fogones londinenses donde se mantenía la tradición de un estupendo solomillo y un irreprochable roast beef con patatas horneadas.

[2] Estos detalles no me los invento. Aparecen en Michael Alpert, «El vuelo del Dragón Rapide», La Aventura de la Historia, núm. 9, Madrid, julio de 1999, p. 31.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios