Mi cuerpo es mío (y hago con él lo que quiero)

Publicado el 25 de diciembre de 2021, 10:55

Mi cuerpo es mío (y hago con él lo que quiero)

 

Éste es, como se sabe, uno de los lemas que encabezan el combate feminista. Puede que nos parezca correcto, pero no habría que estar tan seguros. Y no lo digo por gusto de incordiar, sino por ver si logramos librarnos de un tópico bienintencionado, pero particularmente nefasto. ¿Que exagero?

 

1. Dejemos aparte esa inesquivable experiencia reveladora de que nuestro cuerpo no es nuestro, sino nosotros de nuestro cuerpo, que le pertenecemos por entero. Cuando el dolor me atenaza, ¿acaso no siento al cuerpo como mi amo absoluto? Más todavía, por mucho que nos cueste reconocerlo, hay bastantes sentidos en que nuestro cuerpo es de hecho más de algún otro que nuestro. Solemos detectar con escándalo el dominio que sobre nuestras mentes ejercen ciertas instancias ideológicas, sin caer en la cuenta que no es menor la coacción que cada día experimentan otros órganos corporales. Un viejo sofista lo dejó escrito hace dos mil quinientos años: «Hay ya convención sobre lo que los ojos deben ver o no ver; para los oídos, lo que les está permitido oír o no oír; en cuanto a la lengua, lo que debe decir o no decir; referente a las manos, lo que deben hacer o abstenerse de hacer; sobre los pies, adonde pueden dirigirse y adonde no es lícito que se dirijan, y, en cuanto a la mente, lo que le es dado desear y lo que no ha de pretender». Como entonces, tampoco hoy existe sentido humano que escape al control social.
Entre yo y mi cuerpo pugnan por instalarse numerosos dueños. Lo más fácil es arremeter contra la autoridad familiar y la religiosa, en tanto que porfían en amaestrar y contener nuestra libertad de movimientos con vistas a modelar cuerpos obedientes, educados o puros. Otra autoridad no menos influyente, la médica, nos dicta implacablemente las reglas para el mantenimiento o recuperación de nuestra salud. A su amparo, hermanas menores como la Dietética, la Gimnasia, la Higiene y hasta la Cosmética (junto con otras figuras de la moda del día) prescriben a un número creciente de fieles los cuidados a que han de someterse si buscan mejorar su rendimiento o apariencia físicas.

Pero en la batalla por apoderarse de nuestro cuerpo, seguramente son los poderes económicos y políticos los más audaces. Para ambos, el cuerpo de los individuos tiende a confundirse con un instrumento, ya sea de la producción de bienes y del capital que lo emplea, ya sea —en su calidad de miembro del gran cuerpo civil— del Estado. Si para uno el organismo del trabajador es ante todo el depositario de la actividad que mueve o vigila su maquinaria, el artífice último de su beneficio, para el otro el número y calidad de cuerpos de los ciudadanos representan un índice de su poderío en tiempos de paz y de su amenaza en caso de guerra.

El poder económico nos marca el modo como debemos orientar, administrar y ahorrar nuestros esfuerzos a fin de producir riqueza (¿para quién?), la manera más rentable de invertirlos, los ritmos que hay que imprimir a nuestro organismo, las destrezas manuales e intelectuales que nos es preciso fomentar, así como al contrario las cualidades que debemos reputar inútiles. Al fabricar industrialmente mercancías, pues, no menos fabricamos nuestros cuerpos industriosos. De manera parecida, el Estado trata asimismo de procurarse cuerpos, además de productivos, sumisos e integrados. Ciudades, escuelas, hospitales, «grandes superficies», fábricas, viviendas, centros del ocio planificado… son en buena medida otros tantos espacios para disciplinarnos. En último término Capital y Estado, de consumo y a través del mercado, deciden incluso cuántos individuos y de qué clase son necesarios de acuerdo con sus fines, así como cuántos otros están de más. La cuestión planteada por Foucault sigue en pie: «Queda por estudiar de qué cuerpo tiene necesidad la sociedad actual».

 

2. Pero si es urgente apropiarnos de nuestros cuerpos, no por ello debemos hacerlos objeto de propiedad alguna. Por desgracia, ésa es la doctrina común tanto a aquellas modalidades de nuestro despojo como a los sujetos encarnados que las sufrimos.
Tras la herencia de la tradición cristiana y de buena parte de la historia del pensamiento, se comienza por escindir al hombre en dos (cuerpo y alma) y se acaba subordinando la carne al espíritu. Mientras unos ven en el cuerpo ajeno un instrumento de explotación o destrucción, de manipulación o experimentación, todos venimos a degradar el propio a medio de trabajo, de goce o de seducción. El cuerpo vendría a ser la primera herramienta a mano para un yo más profundo, algo así como un objeto entre los objetos, una realidad exterior a uno mismo. Así es como juzgamos tener un cuerpo. Y desde semejante distancia entre mi cuerpo y yo, nada más «natural» que entablar toda suerte de relaciones contractuales o afines basadas en la conversión del cuerpo en materia de tráfico, desde el contrato laboral hasta la prostitución.
Una prueba llamativa de lo mucho que ha calado esa actitud dualista e instrumental sería precisamente el éxito de aquel lema feminista. Dirigido a disuadir a la bestia que ciertos machos llevan dentro, el eslogan será tal vez eficaz, pero a riesgo de transmitir un grave malentendido que acaba volviéndose contra quienes lo proclaman. Pues si el cuerpo fuera tan sólo algo de nuestra propiedad, su violación sexual constituiría meramente el uso de un objeto sin consentimiento de su propietario, una apropiación indebida por la fuerza. Pero si la ley lo considera delito mucho más grave y lo condena con penas más duras, se debe justamente a que sus secuelas revelan, no ya un daño al cuerpo de la agredida, sino una violación de su persona entera. Con las diferencias oportunas, estas consideraciones pueden extenderse a la pederastia o a la tortura.

No sólo se reclama la libre disposición del propio cuerpo contra su uso por parte de los otros, sino también en defensa del uso libérrimo de su sujeto mismo. Aún se oye el eslogan del «nosotras parimos, nosotras decidimos», por el que vuelven a apropiarse, ¡y en exclusiva!, de la suerte de la criatura que se está gestando. Si tu cuerpo es tuyo y de nadie más entonces el cuerpo de la criatura que se está gestando no te pertenece y por tanto no tienes ningún derecho a decidir sobre él. Añadiendo que ese cuerpo ha sido formado no sólo con tu cuerpo o aportación genética y biológica sino también con la de su padre.  En la batalla política contemporánea a propósito de la legalización del aborto se ha vuelto a escuchar aquella vieja sentencia que les tiene por dueñas de su cuerpo como argumento favorable a su legalización. Uno espera que haya razones más sólidas para fundar ese derecho.
Y es que —digámoslo de una vez— yo no tengo un cuerpo, mi cuerpo no es mío: yo soy mi cuerpo. El hecho de ser encarnado significa mi modo más radical de ser yo, la condición última de la conciencia de mí y de la percepción de lo otro, de mi expresión y de mi acción. De ahí que mi cuerpo no pueda ser tratado, ni por mí ni por nadie, como una cosa más del mundo. Más allá de lo que pueda revelar hacia fuera, es un cuerpo experimentado y vivido por mí mismo. Ni puede rebajarse a instrumento a lo que fabrica y se sirve de todos los instrumentos, ni tomarse como exterior a uno mismo eso que es la condición de la exterioridad en general. Mi relación con mi cuerpo es tan estrecha como que me identifico con él. Si él sufre o goza, sufro y disfruto yo; y cuando muere, ay, yo soy quien muero del todo.

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