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Publicado el 28 de diciembre de 2021, 1:40

—¿No vive en las cuencas?
—No. La última vez que supimos de ella, andaba por el sur. Sólo nos volvimos a ver por el entierro del abuelo —debes cambiar de conversación, no debe verte muy interesado, ya tendrás tiempo de averiguar lo que te preocupa.
—¿Y qué opinan tus padres de que no quieras estudiar y seguir con el negocio? —es gracioso el guaje, por eso sigues preguntándole. ¿A quién no le caería bien alguien que soñó con ser chigrero?
—Ah, mi padre está encantado. Lo importante es hacer dinero, dice. ¿Es usted anarquista? Perfecto, tome una sidra y pague. ¿Es usted socialista? Lo mismo. ¿Es fascista? Pues también. Nuestra casa está abierta para todo el que pague, dice mi padre.
—¿Y si no tiene dinero?
—Pues que no tome sidra.
—¿Y el cura? Me da la impresión de que nunca paga.
—Ah, don Germán. Es que él nos está preparando los papeles para la beatificación de mi abuela cuando fallezca —esquema perfecto el del cura: promete el cielo a los que le llenan la panza y amenaza con el infierno a los que exigen que se gane el pan con sudor.
—Pepín, ven un momento a la cocina —una voz femenina le llama.
—Le echo otro culete y me voy, que me reclaman en cocina —«me reclaman», impresionante el guaje.
Apenas tienes ganas de terminar los pinchos de carne. Los tres muchachos a los que invitaste a sidra se encuentran en la mesa de al lado. Discuten vehementemente.
—Lo que necesitamos en este país es una ruptura, como ocurrió en Portugal.

—A lo mejor no es necesaria —dice otro—, si después de aprobar la Constitución triunfara el PSOE, permitiría hacer reformas encaminadas…
—¿Reformas? —interviene el tercero—. Lo que hay que hacer es limpiar de elementos fascistas las Fuerzas del Orden y el Ejército. Hasta que eso no se haga, estaremos siempre en una democracia vigilada.
—Has dicho, si triunfara el PSOE. ¿Qué reformas haríais vosotros?
—La principal sería asegurarnos de no entrar en la OTAN. Luego…
Dejas dinero encima de la mesa para tu sidra, los pinchos y las sidras de los muchachos que polemizan sobre el futuro. Es extraño, no te has fijado en el rostro de ninguno de los tres, es como si carecieran de facciones y fueran figuras de cartón piedra que pueblan el escenario de un teatro, en una organización del espacio perfectamente estudiada.
Te despides de Pepín y abandonas el local. Una brisa caliente alimenta la calle. Miras alrededor, la noche siempre tiene ojos, pero no los encuentras, ¿tal vez te han encontrado a ti?
No necesitas que suene el despertador a las siete y media, sobre las seis cuarenta, el ruido del resto de los huéspedes te despierta. Las voces y recriminaciones por el uso del baño hacen imposible que alguien duerma en la pensión. Todos llegan tarde a trabajar.
Has quedado a las ocho con el muchacho, con tu particular chófer. Es puntual. Está sentado en el capó de su Mini negro. Y, lo más curioso, el chaval lleva puesto un sombrero.
—Lo ve, paisa. Como quedamos, puntual a les ocho.
—¿Y ese sombrero?
—Era del mi güelu.
El sombrero de alas muy cortas, posiblemente un modelo alpinetto, le da aspecto de un joven desenvuelto, listo como un ratón callejero.
—¿Llevaba tu abuelo ese sombrero?
—Sí, dijéronme que cuando él taba en Nueva York llevábanlo toos los hispanos.
—¿Tu abuelo se exilió en Estados Unidos?
—Nun. Mi güelu volvió de América pa la guerra civil, con la Brigada Lincoln. Con el acabamientu del conflictu, echose al monte —un nieto de maquis, qué curiosa es la vida, Mayor.
—¿En qué montañas estuvo?
—En estes. Matáronlo cerca de Picu Villa —¿Picu Villa?, necesitas preguntarle quién era.
—¿Cómo llamaban a tu abuelo?
—Sam —la tierra es esférica, y el tiempo también debe serlo. Por más vueltas que des, siempre llegas al punto de partida. Recuerdas a Sam, tú le ayudaste a morir. Él te lo suplicaba, mientras se desangraba por sus heridas, causadas por dos balas que le habían alcanzado de la batida del somatén y de los regulares por aquellas colinas. «Antes la muerte que caer en manos del enemigo», era la consigna. «Mátame, Mayor. Te lo suplico. A mí me falta coraje», esas fueron sus últimas palabras. Colocaste entre sus manos una Breda, la granada italiana que iba siempre con vosotros, diez segundos más tarde explotó. Muerte rápida, sin sufrimiento. No le dices nada al muchacho, es lo mejor. Prefieres cambiar de tema.
—¿Cómo tienes un Mini, si andas pidiendo por las calles?
—Paisa, un Mini nun vale ná. Desde que los fíus de la Gran Bretaña cerraxaron la fautoría de Pamplona face añus, y pusieron en la cai a cuatro mil trabayadores, naide quiere el Mini. La xente los regala porque si escangayanse nun hay piezas p’arrancharlos.
Oíste hablar de la suspensión de pagos de la empresa Autchi, y que colocó en el desempleo a más de cuatro mil familias. Dijeron que fue la crisis del petróleo la que provocó el bache en el sector automovilístico. Tal vez sea cierto, pero en estos momentos te importa un bledo.
Enciende el motor. Te fijas en sus manos. En la derecha, entre el pulgar y el índice, lleva un pequeño tatuaje. Le sujetas la mano, para ver con más detenimiento el dibujo.
—¿Qué representa ese dibujo?
—Yé un recordamientu de la trena, paisa —responde sin ambages.
—¿Por qué te encerraron?

—Por ahostiar a un fiudeputa.
—A ver, antes de que arranques el coche, ¿qué sucedió?
—Ná, yo trabayaba en un taller de coches. Cuando palmó el gochu…
—¿Qué gochu?
—¿Cómo yé, oh? Franco, ¿qué otru gochu hubo? Pues, decíale, paisa, que llevé una botella de champán pa festexarlo. Y el fiudeputa bufome a la cai. Afoquinele con la botella en la testera. A él, diéronle trece puntos, a mí enchironáronme seis meses.
—Arranca —le ordenas.
—¿P’ande vamos, oh?
—A la plaza de abastos de Sama.

Quiero entrevistarme con un tal Narváez.
—¿Narváez? ¿No será el facha?
—¿Qué sabes de él?
—Que lleva el retratu de Franco colgau de los güevos. Y tá entamando un sindicatu fascista que llámase Fuerza Nacional del Trabayu.
—¿Qué más sabes?
—Dixen que lleva siempre pipa. Y que tiene contactos con los militares y los civilones, por eso naide lo ahostia. El añu pasáu, con las güelgas de la minería, permitiose el lujo de salir al pasu d’un piquete, encañónolos a toos y a cantar el Cara el sol. Yé un sujetu mu peligrosu. Yo tendría cudiáu con él.
—¿Y no has pensado que es él el que tiene que tener cuidado conmigo?
—¡Cagüen mi madre!, si agora va a resultar qu’el paisa del sombreru yé un gallu de pelea.
Retorna la extraña sensación de que alguien os sigue. Miras hacia atrás, no ves nada, ni a nadie. Te estás volviendo paranoico, piensas.

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