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Publicado el 25 de diciembre de 2021, 15:34

—No, él sólo me pudo decir que estaba con los falangistas que ayudaron a eliminar a los huidos.
—Entonces, no lo dude. Su amigo Camilo pertenecía a las Falanges Universitarias. O —se queda pensando, quita la pipa de la boca, y prosigue—, a lo mejor, era un miembro de los Caballeros de la Muerte.
—¿Los Caballeros de la Muerte? — preguntas extrañado. Habías oído ese nombre como una de las fuerzas paramilitares de la contra acantonadas en el valle.
—Sí. Las Milicias Nacionales se formaron por los falangistas —es evidente que está muy aburrido y desea contar batallitas—, los requetés carlistas y otros colectivos. Los Caballeros de la Muerte no estaban integrados en la Falange, ni en los requetés; iban más bien por libre, hasta en la indumentaria, que la llevaban negra —negra, ha dicho negra—, como las centurias de Mussolini. Estuvieron desplegados principalmente por las cuencas mineras de León y Asturias, después no se volvió a saber más de ellos. A lo mejor se disolvieron o se fusionaron con la Falange o con el Tercio.
—¿No me podría indicar a alguien que me ayudara?
—¿Por qué ese interés en localizarle, después de veintiséis años? —saca de nuevo la pipa de la boca y la deja reposar en la mano, mientras hace la pregunta. Cuidado con la respuesta, Mayor, te juegas mucho.

—Me salvó la vida —Gumersindo comienza a prestarte mayor atención—. Hace veintiséis años, él, en Santa Bárbara, comenzó a disparar contra uno de los del monte cuando me tenía encañonado. Sus disparos ahuyentaron al fugado. Por eso me gustaría encontrarlo. Ha pasado mucho tiempo, y los negocios me han ido muy bien. Por eso me gustaría devolverle el favor, si es que me necesita.
—Loable gesto por su parte. Yo creo que si alguien le puede ayudar, en todo el valle, es Narváez. Él siempre fue fiel a los ideales de la Falange. Incluso ahora tiene su propio grupo y está intentando coordinarse con otros colectivos del resto de España para revitalizarla.
—¿Cómo podría localizarle?
—No tiene pérdida, vaya hasta el mercado de abastos de Sama, y pregunte por él. Tiene dos carnicerías allí. Si él no le da razón, entonces es que a su amigo se lo tragó la tierra.
Le agradeces el tiempo que te ha dedicado. Pero da la impresión de que es él el que está más agradecido por distraerle del tedio de todos los días delante del televisor con su pipa en la boca. Después de despedirte, regresas hacia tu habitación en la vivienda en la que os encontráis los demás huéspedes.
Nada más que accedes al pasillo, la puerta primera se entreabre. El rostro de la Flaca asoma por ella.
—¿Es tu marido? —una voz masculina le pregunta a la Flaca.
—No, es el cazurro del sombrero — responde la Flaca, que sale de la habitación a tu encuentro—. ¿Ya terminó de hablar con mi marido?
—Sí —respondes—. Allí se lo dejé, viendo la tele y fumando.
—Entonces voy para allá, antes de que me eche en falta y se le ocurra ir a buscarme al chigre.
—¿Te marchas ya, Flaca? —un hombre con patillas pegadas al bigote, que parece un oso, no sólo por el tamaño, sino también por el vello que
cubre su cuerpo, ha salido de la habitación que compartía con la Flaca.
—Sí, voy a prepararle la cena al cornudo.
Y la Flaca desaparece de la vivienda de los huéspedes, casi sin hacer ruido al abrir la puerta. En el pasillo sólo quedáis el oso y tú.
—Ya podría haber entretenido un poco más al facha. Sólo nos ha dado tiempo a echar un polvo —te recrimina el oso.
—Lo siento, otra vez será —dices con una sonrisa mientras abres la puerta de tu habitación.
Son las doce, no tienes sueño.
¿Estará la sidrería Adela aún abierta? —te preguntas—. Lo mejor será comprobarlo.
Las cortinas cubren los cristales de la puerta, pero hay luz dentro. Tres parroquianos charlan alrededor de varias botellas de sidra encima de la mesa. El camarero bosteza detrás de la barra. El cura gorrón devora un bocadillo de lomo entre vaso y vaso de sidra. Una pareja cena en la mesa de la esquina, mientras se besan entre bocado y bocado. Los tres muchachos de la mañana ocupan otra mesa. El guaje cabezón sigue paseando por el local con las manos colocadas en los tirantes, como si fuera el patrono de la plantación.
—¿Se puede cenar? ¿O es muy tarde? —preguntas al guaje.
—En mi casa siempre es la hora adecuada para comer —sentencia, para que sepas que carece de importancia lo tarde que es, porque los duendes que tiene encadenados a los fogones trabajan veinticuatro horas.
—Sidra y dos pinchos de carne — pides.
—Ahora mismo —responde, y se pierde detrás del mostrador.
—He oído decir al ciego del parque que ha visto al Mayor —dice uno que apura un culete en el mostrador.
—Y lo vio él, con sus ojos de cristal —responde su amigo en tono guasón.
—No sé, pero la noticia corre como la pólvora por el valle.
Al cabo de dos minutos, Pepín resurge al lado de tu mesa con lo que le has pedido. Comienza a escanciar un culete.
—Usted, con confianza —dice sin mirar para la sidra—, sea la hora que sea, siempre le atendemos. Es a lo que estamos: a ganar dinero —cualquier otro hubiese dicho: estamos para atender a nuestros clientes. Pero el guaje era demasiado sincero.
—¿Llevas tú solo el negocio? — quieres volver a la conversación de por la mañana.
—No. Mi padre atiende el comedor del restaurante y mi madre la cocina. La sidrería es cosa mía.
—¿Por qué le pusisteis Adela a la sidrería? —preguntas, pero sabes la respuesta.
—Se lo puso mi abuelo, es que su primera hija se llamaba así.
—¿Se llamaba? ¿Es que ha muerto?
—No —la lápida que te habías colocado encima se quiebra, respiras tranquilo—. Lo que ocurre es que no la vemos desde hace muchos años.

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