Cuidar, cambiar, vender… la imagen

Publicado el 1 de enero de 2022, 1:46

Algunos ya nos advirtieron del riesgo de desaparición del Homo sapiens a manos del Homo videns, de que el animal racional deje su lugar al animal visual. Semejante sustitución, escribirá Sartori, significa «el advenimiento de un animal ocular que conoce únicamente lo que ve, que ve “sin saber”; por lo tanto, aparece un ser humano cuya vida ya no está entretejida por conceptos sino por imágenes». Pero el caso es que lo digno de ser visto no siempre coincide con lo digno de ser sabido.

1. De igual manera que se habla del paso —allá por el siglo VI a. C.— de una civilización oral a una civilización escrita, así ha de hablarse desde finales del siglo anterior del paso de una civilización escrita a otra icónica o de la imagen. Sabemos las ventajas del lenguaje escrito sobre el oral: el ejercicio de las facultades reflexivas sobre las mnemónicas, miméticas y repetitivas; la ganancia en objetividad, gracias a la fijeza del texto y a la posibilidad de ser repasado; la universalización del saber que todo ello trajo consigo, etc. Pues bien, otro tanto cabría decir de las ventajas del lenguaje escrito sobre el lenguaje de imágenes.

Pues este último, al dirigirse más directamente a los sentidos e impresiones, provoca una pluralidad de interpretaciones según la subjetividad de cada cual, en tanto que permanece mudo ante las preguntas que se le hacen o las razones que se le piden. Como no apunta a la búsqueda del concepto de lo que muestra, sino sólo a mostrarlo, renuncia de antemano a la universalidad y objetividad a las que debe aspirar el conocimiento. O, lo que es igual, la imagen no dice o enseña nada sin la palabra que la ilustre, la enmarque en sus categorías teóricas y la explique.

Pongámonos a pensar, no ya en el bien probado poder de la imagen (su capacidad de subyugar a sentimiento e imaginación, de igualar lo ficticio y lo real, lo dramático y lo frívolo, etc.), sino en el llamado saber de las imágenes. Éste conlleva la presunción de que lo que vale por encima de todo es la imagen. Y para que algo empiece a valer como imagen y se vuelva digno de ser exhibido se requiere privarle de su propia sustancia. En otras palabras, lo que existe, existe sólo o principalmente por su apariencia; aquello que no es presentable en imágenes —y hoy más que nada en imágenes impactantes— tiende a no existir. La imagen sería como la prueba de la verdad de la información.

El empeño del saber siempre ha consistido en oponer la esencia a los fenómenos; la obsesión de la cultura contemporánea es hacernos creer que tras los fenómenos visibles no hay esencia alguna.
No es sino un aspecto más, aunque primordial, de nuestra cultura dominante, la cultura de masas. Por contraposición a la cultura clásica y a la popular, la cultura de masas llega animada por la conversión de sus contenidos en espectáculo y de sus sujetos en público.

Ese predominio de la imagen contra la palabra asegura la trivialización que facilita su acceso universal, la simplificación contra cualquier atisbo de complejidad que ahuyente al más limitado de sus usuarios, la igualación de sus contenidos en virtud de la dictadura del «formato». Con tales materiales, no extrañará que en ella el presente adquiera primacía sobre lo permanente y se exhiba sin recato el desdén hacia el sabio para consagrar en su lugar la autoridad del famoso o «popular».

Tanta complacencia acrítica consagra así, como si fuera pura evidencia, que una imagen vale más que mil palabras. Pero ¿no será eso tan sólo en la medida en que hemos perdido el don de la palabra y, con ella, toda capacidad de juicio? A duras penas logra este tópico encubrir el anti intelectualismo que rezuma: esto es, la sospecha hacia todo lo elevado y difícil que escape a nuestras entendederas, el resentimiento hacia el intelectual, el pavor frente a la abstracción y el furor por lo concreto. Sería, pues, mejor decir a lo sumo que una buena imagen vale más que mil torpes palabras, pero que por lo general una palabra adecuada vale más que mil imágenes por excelentes que éstas fueran. Y, en todo caso, que no hay imagen que valga sin palabra que le acompañe.

2. Bien que nos lo repiten: hay que cuidar la imagen, y dar la imagen, vender la imagen… Si una consigna contemporánea llama a cambiar de imagen como si ello equivaliera a cambiar la realidad (personal, empresarial, institucional), es porque antes ha dado por supuesto que toda realidad se reduce a su apariencia. Son expresiones en las que nuestro tiempo hace su confesión general. Seguramente por eso nunca ha habido sociedad histórica que haya disfrutado tanto con el disimulo o la mentira como la nuestra. Ya no es verdad que las apariencias engañan, sino que se trata deliberadamente de convertir en verdad las más burdas apariencias. Se ha decretado que sólo vale lo que se representa y que uno vale tanto cuanto es capaz de representar. Hace ya tiempo que los teóricos decidieron que vivimos en la «sociedad del espectáculo». ¿No daría igual llamarla la sociedad del fingimiento consentido, de la desfachatez reconocida?

Por estar dotado de conciencia, el hombre es el único animal capaz de desdoblar el mundo entre lo que parece y lo que es. Esa perpetua tensión entre apariencia y realidad, que nos permite a la vez engañarnos y engañar, nos constituye como humanos. Pero la diferencia que aquí introduce nuestro presente es francamente significativa. Otras épocas propugnaron que las imágenes forjadas por los hombres de sí mismos y del mundo trataran de adecuarse a su realidad. La nuestra sólo mantiene ese lema para el conocimiento físico-natural. En lo tocante a la vida social, empero, proclama a los cuatro vientos el ideal inverso: que la realidad se amolde poco a poco a su imagen, que la imagen someta así a toda realidad y acabe confundida con ella. O sea, que sólo exista lo que aparezca (y a ser posible, en televisión).

Las consecuencias de semejante inversión están ahí. Si el pensamiento nació de la voluntad de distinguir entre el fenómeno y su fondo oculto, acabará extinguiéndose a fuerza de reclamarle que abandone aquella labor de buceo y no moleste. Cuando pedimos que las cosas nos entren sólo por los ojos, venimos a reconocer nuestra carencia de órgano intelectual para captar su sentido, confesamos nuestra pereza para ir más allá de su aspecto. ¿Acaso tiene otra raíz el éxito contemporáneo del diseño, el new look, el interiorismo o la cirugía estética? Al renunciar al ejercicio crítico más elemental, ¿qué hacemos sino entregarnos al poder de la seducción y al arte de fabricar simulacros?

Voraces consumidores de imágenes, crédulos creyentes en fantasmas, eso es precisamente lo que nos sirven para nuestro recreo. La oferta se ajusta por entero a la demanda. Asistimos, pues, al momento en que la producción en serie de las apariencias ha adquirido el rango de una fama industrial y hasta le reservamos un lugar preferente en la división del trabajo. Esta es la era de la falsificación social organizada, del fetichismo con subvención oficial. La desvergüenza, lejos de ocultarse, se ha hecho un hueco notable en el mercado.

Si hasta ahora resultaba una actitud útil para el comercio, aunque más o menos inconfesable, hoy se exhibe como una profesión respetable; lo que antes era mera técnica, hoy presume nada menos que de teoría. Sociología y psicología, entre otros múltiples saberes, se ponen sin pudor a su servicio. «Gabinetes de imagen», «asesoría de imagen», «Consulting de imagen», «política de imagen»… componen la nueva imaginería, no menos celestial que la que antaño modelaba santos.

Toda una mascarada alimentada a partes iguales de ignorancia y oportunismo mercantil. Pero, sobre todo, rótulos del vacío, títulos que adornan la nada, hinchadas denominaciones para la operación más vulgar de nuestra existencia: la compraventa.

3. Alguien sospechará demasiado dramatismo para lo que, a fin de cuentas, se presenta como simple frivolidad. Allá él si piensa que la voluntad manifiesta de vivir nada más que en la superficie no es ya síntoma de un mal muy profundo. Porque hoy no estamos diciendo sólo que el envoltorio vale más que la sustancia y la forma que el contenido, sino que postulamos que no debe haber nada más allá de la cáscara. Así que, sea cual sea el tipo de relación en que nos hallemos, toca ante todo aparentar. Ya no es propio tan sólo del príncipe o del político ser «un gran simulador y un gran disimulador», como quería Maquiavelo; ésa es hoy la condición universal para sobrevivir y, más aún, para medrar. Lo mismo en lo privado que en lo público, los seductores se entregan en cuerpo y alma a acicalarse, y acaban confundidos con su propia careta. Por mucho que rasquemos, no hallaremos nada debajo.

Y puesto que ya no hay alma que vender al diablo, traficamos con la imagen como su sucedáneo más aproximado. Quien mejor se anuncie, quien sepa aplicar a sus fines los resortes de la propaganda —aunque sólo eso sepa—, ése es el que triunfa. Es algo que está casi al alcance de cualquiera: basta con dominar unos cuantos tics, ciertos signos externos, hacer como que se cree en lo que no se cree. Se trata, en suma, de apuntarse al mimetismo colectivo y vestir el uniforme como normas insuperables de vida. Frases hechas, poses, modas de todas clases, gestos estereotipados… contribuyen a instalarnos en el reino de la imagen dominante. Y así hasta que se imponga la nueva.

Desde estos carriles mentales, ¿qué es lo que nuestra cultura censura como nefasto? Nada más que la apariencia indebida. Lo inadmisible no es que algo funcione mal, sino que así lo haya parecido a muchos, que el fallo haya sido descubierto. Lo que debe importar no es el escándalo de este o aquel partido, institución o empresa (ponga el lector aquí los nombres propios que correspondan), sino que su difusión acarree el temible deterioro de su imagen. No anda lejos el sentido de esa frase por la que los partidos políticos acostumbran hoy a manifestar a modo de autocrítica su fracaso electoral: lo que pasa es que no hemos sabido comunicar. Es decir, nuestras ideas y programa eran lo correcto, pero ha fallado el mensaje o su transmisión. Como en una estrategia de ventas, el «qué» se comunica queda relegado por completo al «cómo» se comunica; la propuesta no se justifica por su contenido, sino por su continente o envoltorio. Entonces, ¿a qué se llama cambiar algo? No a transformar la realidad —¡como si hubiera otra posible!—, sino tan sólo a cambiar su imagen. No es cuestión de tocar lo que las cosas son, sino el modo como las percibimos, la idea que nos hacemos de ellas. Son los aparatos de propaganda los que deben hacerlo mejor. A partir de aquí, cualquier técnica de manipulación y coerción de las conciencias (categorías, valores, gustos) está justificada. Al reducirla cada vez más a política de imagen, la política se degrada a cosmética, como ya había anticipado el viejo Platón.

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