Segunda Parte VI INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA

Publicado el 2 de enero de 2022, 21:22

Se equivoca Hayek, de quien tomo la anterior cita, cuando afirma que «la democracia probablemente engendra más libertad que otras formas de gobierno». Ninguna forma de gobierno puede engendrar libertad. Es la libertad la que puede engendrar gobiernos. Y la libertad no garantiza que los gobiernos engendrados por ella se porten después como liberales, dictatoriales o democráticos. La democracia no engendra más libertad. Pero sí garantiza, por la disposición particular que establece entre los poderes, que se mantenga la que permitió esa ingeniosa forma de gobierno. Un gobierno no engendra más libertad que la que él otorga, es decir, una libertad que él mismo u otro gobierno puede cancelar.

Y se equivoca aún más cuando añade: «Aunque en una democracia las perspectivas de libertad individual son mejores que bajo otras formas de gobierno, no significa que resulten ciertas. Las posibilidades de libertad dependen de que la mayoría la considere o no como su objetivo deliberado. La libertad tiene pocas probabilidades de sobrevivir si su mantenimiento descansa en la mera existencia de la democracia» (Los fundamentos de la libertad, U. Editorial, Madrid, 1991, pág. 133). ¡La libertad dependiendo de la mayoria y no de la democracia!

Bien se ve en este texto la profunda confusión de Hayek. Donde se instaló la democracia, la libertad ha sobrevivido. Donde se estableció el sistema parlamentario liberal o la Gran Mentira de la democracia, la libertad ha sucumbido en todas partes, salvo en el Reino Unido. El prejuicio intelectual creado por la Gran Mentira es tan fuerte que, incluso en los mejores exponentes del pensamiento liberal, hace decir cosas o ideas desacreditadas por quien más autoridad tiene para hacerlo: los hechos históricos.

Todas estas confusiones se producen, por razones ideológicas más o menos conscientes, porque no hay una teoría de la democracia política que las evite en los espíritus exigentes. Para ser tal, una teoría es antes que todo un deslindamiento, una fijación de límites. Un punto de partida y un punto de llegada. Sin deslindar el terreno que se propone pisar, es imposible evitar la confusión en la teoría de la democracia.

La democracia política es un sistema social de distribución del poder. Y antes de que la teoría emprenda la búsqueda de la unidad elemental, si es que existe, de donde parta el desarrollo del sistema, hay que desbrozar y limpiar el camino de todo aquello que, sin ser propio de la democracia, se le parece o está adherido a su concepto vulgar. La libertad política se parece mucho, pero no es lo propio de la democracia. Lo propio de ella es conservarla.

Pero no nos adelantemos al inicio de la teoría de la democracia. Estamos todavía en su introducción, es decir, en esa previa labor profiláctica que consiste en despejar de impurezas vecinas la mesa de operaciones, antes de intervenir, con la mayor asepsia ideológica posible, en la materia investigada. Una introducción histórica y literaria a la teoría de la democracia debe llevarnos limpiamente hasta sus puertas. Para que una vez cruzado el umbral podamos encontrarnos en el punto de arranque, donde Montesquieu la dejó, sin el lastre ideológico que ha ido acumulando desde entonces.

Para alcanzar ese objetivo no basta con haber separado la teoría de la democracia de la teoría de la libertad. También hay que separarla de la teoría general del poder político. No porque ella no sea una forma específica de ese tipo de poder, sino porque no se ocupa de los atributos del poder, que es la obsesión europea por el principio de autoridad. En el fondo, la democracia es una teoría formal del poder y una teoría sustancial del contrapoder, como barrera contra las injerencias del Estado en la esfera de los derechos humanos. Contra la doctrina liberal, la teoría de la democracia emerge con la fundación constitucional del derecho político de las minorías y de los derechos personales. Hablar de soberanía limitada del legislativo es reconocer que ya no es soberano, que la mayoría de los representantes no es soberana.

Para garantizar estos derechos, para impedir que el Parlamento pudiera abusar del poder de la mayoría, hacía falta tomar dos tipos de precauciones, que son la sal y pimienta de la democracia y que el condimento liberal no tiene: que el poder ejecutivo del Estado, el gobierno, no estuviese a las órdenes de la mayoría parlamentaria, como es preceptivo en el gobierno parlamentario de gabinete; y que los jueces ordinarios pudiesen suspender la aplicación o declarar la nulidad de las leyes que conculcaran principios constitucionales.

Lo primero se consigue haciendo que el gobierno no dependa de la confianza del Parlamento. Lo segundo, haciendo que la función judicial necesite de la confianza popular. El medio adecuado para obtener la independencia del gobierno frente a los demás poderes es la institución del presidencialismo, o elección directa del jefe del ejecutivo. El modo de asegurar la independencia judicial es la inamovilidad de los jueces y la institución del jurado. Con la división y separación de poderes se destroza la soberanía y ninguno de sus trozos es ya un poder soberano.

Ésta fue la gran obra de filosofía política escrita en las páginas de la historia por los colonos anglosajones que se rebelaron contra Inglaterra y su sistema liberal parlamentario. Ésa fue y es la única democracia que conocemos. Y si observamos la naturaleza de las dos innovaciones técnicas que introdujo en la forma liberal del gobierno parlamentario, caeremos en la cuenta de que son la versión republicana y popular de las dos prerrogativas de la Corona en la Monarquía constitucional: el derecho de nombrar al ejecutivo y a los jueces, y el de poner un veto suspensivo o definitivo a las leyes de la Asamblea.

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