Segunda Parte VI INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA

Publicado el 30 de diciembre de 2021, 21:29

Porque el tema de la condición humana, en una moderna sociedad estructurada socialmente por el mercado, siendo un presupuesto básico, no es en el fondo el problema de la teoría política. Su tema exclusivo es el del poder. Y dentro de la inmensa variedad de poderes sociales, sólo se ocupa del poder político, del poder que llegan a tener unas personas sobre todas, no en virtud de sus cualidades o de sus capacidades subjetivas, ni porque sean poseedoras de medios sociales de influencia o de intimidación, sino exclusivamente por la posición que ocupan en la relación de mando estatal, por el cargo o función pública que desempeñan.

La diferencia entre los poderes sociales y el poder político es de orden abismal. Este segundo tiene, como último recurso para hacerse obedecer, el monopolio legal de la fuerza física, de la coacción legal y de la intimidación social. Esto lo hace muy peligroso. Pero también tiene, como primer recurso para hacerse apoyar y sostener, la posibilidad de beneficiarse a sí mismo y a sus partidarios con el dinero de todos, y con el monopolio de la distribución de cargos, honores y distinciones oficiales. Esto lo hace sumamente seductor.

Por ser tan peligroso y tan seductor, el poder político, sea cual sea su naturaleza, tiene siempre muchos partidarios. Son ellos los que, para justificar su adhesión o su conformismo, atribuyen a las personas encaramadas en el Estado, con razón o sin ella, ideas y cualidades ventajosas para todos. Y en la «euforia del poder» que embarga a los que se le aproximan, el Estado de los países mediterráneos encuentra su más sólido fundamento.

El poder tiene necesidad de recibir esas alabanzas. No como todo el mundo, por la satisfacción que produce en la propia estimación la estimación ajena, sino porque la propagación de esas alabanzas le permite durar en la posesión del Estado, sin tener que poner un policía al lado de cada ciudadano. De esta manera, haciendo la función de policía espiritual, nacen las ideologías del poder.

Toda la teoría política clásica, salvo el pensamiento utópico, ha sido una continua elaboración de ideologías del poder y del Estado. En consecuencia, la rebelión de la teoría política se produjo como reflexión sobre la naturaleza del poder, sobre la intensidad y extensión de su campo gravitatorio. En virtud del principio de intensidad, el poder de mayor peso atrae y atrapa en su órbita a todos los demás poderes, sociales o individuales. En virtud del principio de extensión, el poder único, por su intensidad, sólo se detiene en la frontera territorial con otro poder de análoga potencia. La unión de estos dos principios, en una persona o en un colegio de personas, se llama soberanía.

La rebelión contra la teoría política tradicional sólo podía consistir en una rebelión contra la soberanía. La falsa rebelión deja intacta la soberanía y cambia de soberano. A este tipo de seudorebeliones hemos dado en llamar revoluciones. Y no está mal el término escogido. Porque al final de las mismas volvemos a estar en el mismo sitio de subordinación planetaria, respecto al astro soberano que sustituyó al Rey Sol. Los ejemplos de Robespierre y Napoleón en la Revolución francesa, y los de Stalin y el Politburó en la Revolución rusa, ilustran la paradoja de los revolucionarios. Reemplazan el odio a las viejas tiranías por la adoración a nuevos tiranos.

La verdadera rebelión contra la soberanía absoluta -la del rey, la de una Asamblea de representantes o la de un comité de partido, da lo mismo- tenía que proponerse eliminarla o trocearla en poderes iguales para que no pudiera haber uno que fuera ya soberano. El afán liberador de la soberanía fue la causa final de la acción y la teoría anarquistas. El propósito divisorio del poder fue la causa eficiente de la acción y de la teoría democráticas.

Pero la opción anarquista, irreprochable en el terreno de las ideas, olvidó el presupuesto elemental de la condición humana. Los artesanos, unos individuos autónomos en su profesión y en su carácter, por el dominio de su oficio, creyeron que toda la Humanidad debía ser como ellos, y que ésta sería feliz si se suprimía toda forma de poder político o de autoridad soberana.

No pensaron que, aparte de los diversos intereses y caracteres adquiridos por el condicionamiento social y la tradición, hay en todas las personas una distinta propensión, probablemente de origen genético, a mandar o a ser mandado. El anarquismo no es una teoría realista. Es una utopía sin lugar en la historia de los hombres. La creencia de que hubo una época prehistórica de anarquismo primitivo ha sido desmentida por la investigación antropológica de la escuela de Cambridge. Los fundadores de esta ciencia confundieron, en sus primeras observaciones etnológicas, la falta de signos visibles de autoridad, en ciertos pueblos matrilineales o gentilicios, con la falta absoluta de autoridad.

No quedaba, pues, otra opción para liberarse de una soberanía única e indivisible que la de dividir y separar los poderes del Estado, estableciendo entre ellos un equilibrio de poder muy parecido al que la soberanía territorial produce entre Estados vecinos de parecida potencia. Milton y Locke lo atisbaron.

Pero la rebelión de la moderna teoría política comenzó con una pequeña frase de Montesquieu. Después de afirmar que la libertad política sólo se encuentra en los gobiernos moderados donde no se abusa del poder, añadió: «Pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites... Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder» (El espíritu de las leyes, libro XI, cap. IV).

Y para que el poder detenga al poder es necesario que ninguno de ellos pueda prevalecer o preponderar sobre el otro, que ninguno sea soberano. ¡Qué lejos está Montesquieu de Locke! ¡Qué avanzado con relación a su época! La Revolución inglesa había separado el poder ejecutivo, prerrogativa del monarca, del poder legislativo conquistado por el Parlamento, pero dando siempre a este último la preponderancia sobre aquél. Montesquieu encuentra la libertad política en el equilibrio del poder, en la balanza de poderes. Los rebeldes colonos de América escucharon la moderna voz de Montesquieu. Los revolucionarios franceses, la antigualla de la teológica voluntad general y de la
soberanía popular de Rousseau.

La teoría de la democracia ha sido ajena a un quehacer, como el europeo, fascinado por la soberanía. Los colonos rebeldes de Norteamérica inventaron la democracia para no tener que vivir atemorizados o inseguros ante la soberanía ilimitada de un Parlamento, como el inglés, que no sólo les negaba la igualdad de trato con los ciudadanos de la metrópoli, sino que había osado proclamar que la mayoría podía aprobar cualquier ley que estimara conveniente. La teoría de la democracia nace para impedir la soberanía del Parlamento, es decir, la soberanía de la mayoría.

Cuando la Monarquía constitucional sucumbió y dio paso al sistema parlamentario basado en la soberanía popular, tanto en el Reino Unido como en las Repúblicas del continente, se extendió la rara creencia de que ya no era necesario limitar el poder político, porque al emanar éste de la voluntad popular había dejado de ser peligroso para el pueblo. Limitar la soberanía ilimitada de los Parlamentos, de las mayorías surgidas del sufragio universal, les parecía tanto como atentar a la soberanía del pueblo.

En la cuna del parlamentarismo todavía se oía decir a hombres de Estado, en fecha tan avanzada como 1885, estas lindezas que la opinión liberal aprobaba: «Cuando el gobierno estaba representado únicamente por la autoridad de la Corona y los puntos de vista de una clase determinada, puedo comprender que el primer deber de los hombres amantes de la libertad fuese restringir aquella autoridad y limitar los gastos. Sin embargo, todo ha cambiado. Ahora el gobierno es la expresión organizada del deseo y la voluntad del pueblo, y bajo tales circunstancias debemos dejar de considerarle con recelo. El recelo es producto de épocas pretéritas, de circunstancias que han desaparecido hace tiempo. Hoy nuestra tarea consiste en extender sus funciones y ver de qué manera puede ampliarse útilmente su actuación» (Joseph Chamberlain, discurso de 28 de abril en el club Eighty).

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios