6 Alejandría, año 388 (185-200)

Publicado el 15 de enero de 2022, 0:16

La gente llenaba hasta el último rincón del Ágora. Una muchedumbre se agolpaba en la explanada que hasta hacía poco había sido el centro neurálgico de la ciudad, el lugar desde el que se tomaba el pulso a los acontecimientos. Allí se celebraban las asambleas, se hacían ofrendas públicas a los dioses, se discutía o se cerraban acuerdos comerciales. También era donde los sofistas, por unas pocas monedas, ponían a prueba su ingenio y divertían con tramposos razonamientos a quienes querían escucharles.
Muchos se apretaban sobre las barandillas que acotaban el espacio reservado a los participantes en aquella reunión pública en la que iba a intervenir un grupo de filósofos, astrólogos, matemáticos, astrónomos e historiadores, ligados casi todos ellos a las actividades del Serapeo, el impresionante templo y centro cultural que se alzaba en el barrio de Racotis, cerca de la orilla norte del lago Mareotis.
El acontecimiento había levantado gran expectación. Sus promotores lo habían concebido como un desafío a Teófilo, el sucesor de Atanasio en el patriarcado, después de los violentos enfrentamientos entre sus seguidores y los de otros candidatos a hacerse con la importante sede episcopal. Teófilo, ayudado por los monjes de la Tebaida, se había impuesto a sus contrincantes.
La respuesta a la convocatoria de los maestros del Serapeo había superado las expectativas más optimistas. Era cierto que los acontecimientos de los últimos meses habían caldeado mucho el ambiente. A través de los siglos, la plebe alejandrina siempre había dado muestras de estar pronta a asistir a cualquier acto que significase un desafío y eso era lo que aquel puñado de defensores de las viejas costumbres había organizado en el lugar más emblemático de la vieja Alejandría. Habían escogido el Ágora para hacer una denuncia pública de las actuaciones del patriarca Teófilo y del fanatismo de sus seguidores, dispuestos a imponer los rigurosos preceptos de su religión.
Aquel grupo de defensores de los tradicionales modos de vida y de la ancestral religión de sus antepasados deseaba manifestar con aquella reunión que Teófilo actuaba contra la legalidad, ante la pasividad de las autoridades imperiales, sobre todo de Alejandro, el nuevo prefecto. El lugar escogido era un símbolo para muchos alejandrinos, nostálgicos del pasado. Algunos de los templos que se abrían al Ágora habían vivido mejores tiempos: el aspecto de sus fachadas mostraba la incuria, derivada de la pérdida de proyección social y la falta de fieles; en alguno de ellos, la hierba crecía frondosa bajo los dinteles de sus magníficas portadas de piedra. El edificio que mejor revelaba el recuerdo de los esplendores de otro tiempo era la biblioteca. Había sufrido saqueos destructivos y padecido varios incendios, alguno de ellos intencionado; en su fachada eran perceptibles las huellas de la barbarie desatada contra aquel santuario de la cultura. Ahora, en muchas de sus salas medio vacías resonaba el eco de los pasos de sus escasos bibliotecarios. En algunos scriptoria, voluntariosos copistas trataban de reproducir algunas de las obras, en muchos casos ejemplares únicos, que atesoraban sus estanterías, cuyos huecos señalaban las graves pérdidas sufridas en sus fondos. Apenas había recursos para sostener una institución en la que en otro tiempo latía el pulso del conocimiento universal.
El Ágora estaba adecentada y limpia. La víspera se había baldeado la plaza y quitado las hierbas que crecían en los intersticios de las losas. Unos operarios cortaron varias higueras que se abrían paso entre las piedras de algunos edificios y trepaban por sus fachadas. Guirnaldas de boj adornaban la zona porticada, que presentaba un aspecto decoroso.
Una vez que los doce elegidos tomaron asiento en las sillas curules, buscadas en los almacenes donde se amontonaba el mobiliario de las antiguas instituciones públicas, Teón, valiéndose de un embudo para aumentar la intensidad de su voz, pidió a los asistentes silencio. Poco a poco, los gritos se convirtieron en murmullos que se fueron apagando.
Tras una breve invocación a los dioses, pidió a Anaxágoras que leyese el texto que invocaba el patriarca como soporte legal a sus actuaciones. Otra vez pidió silencio a los asistentes al escuchar algunos gritos contra Teófilo, coreados por un sector de los asistentes. Los ánimos estaban excitados.
El viejo filósofo, antes de ponerse de pie, templó su voz con un trago de vino rebajado con agua. Carraspeó y leyó con tono vibrante que ganaba en intensidad conforme desgranaba los párrafos:
—«Queremos que todos los pueblos que son gobernados por la administración de nuestra clemencia profesen la religión que el apóstol Pedro dio a los súbditos de Roma, que hasta hoy se ha predicado como la predicó él mismo, y que es evidente que profesan el pontífice Dámaso y el obispo de Alejandría Pedro, hombre de santidad apostólica. Esto es, según la doctrina apostólica y la doctrina evangélica creemos en la divinidad única del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, bajo el concepto de igual majestad, en una santísima Trinidad. Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta norma, mientras que los demás los juzgamos dementes y locos y sobre ellos pesará la infamia de la herejía. Sus lugares de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero, de la venganza divina y después serán castigados por nuestra propia iniciativa, que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial.
»Dado el tercer día de las calendas de marzo en Tesalónica, en el quinto consulado de Graciano Augusto y primero de Teodosio Augusto».
El final de la lectura fue acogido con gritos de la concurrencia:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
El padre de Hipatia, que asistía al acto desde una terraza próxima, pidió una vez más silencio y respeto, acompañando sus palabras con gestos apaciguadores de sus manos.
Sinesio, el brillante matemático que impartía clases en el Serapeo y uno de los principales impulsores del acto, no esperó a que Teón le concediese la palabra. Era de temperamento vehemente, algo que lo perdía en numerosas ocasiones.
—¡Teófilo no puede acogerse a ese edicto imperial para justificar sus actuaciones! Sus secuaces incendiaron el teatro porque, según afirmaba el anterior patriarca, las actrices se exhibían impúdicamente en el escenario y, sobre todo, porque hombres y mujeres se reunían en un mismo sitio, lo que daba lugar, según su febril imaginación, a toda clase de promiscuidades. Luego vino el fin de los juegos circenses, invocando razones parecidas. ¡Así nos quedamos sin representaciones, sin luchas de gladiadores y sin carreras!
Un rugido de desaprobación surgió de la muchedumbre. El incendio del teatro había dado lugar a numerosos enfrentamientos callejeros en las semanas siguientes, pero el cierre del circo fue mucho más grave.
—Las luchas de gladiadores eran algo detestable, Sinesio —señaló Anaxágoras, que aún no había tomado asiento.
—Es cierto —concedió el irritado matemático—, pero coincidirás conmigo en que las cosas pudieron hacerse aquí como en Constantinopla, donde se prohibieron las luchas, pero se han mantenido las carreras que gozan del favor del pueblo, que acude en masa al hipódromo. ¡El objetivo de Teófilo no es terminar con un espectáculo sangriento, es acabar con costumbres que él rechaza y condena en su afán de imponer las rígidas normas de su religión!
La gente jaleaba al matemático, cuyo vozarrón no necesitaba de artilugios para hacer llegar sus palabras hasta los últimos rincones del Ágora.
—¿Cómo se explica el cierre de las termas? —Sinesio estaba cada vez más encolerizado—. Afirma, sin tener en cuenta que la separación de sexos estaba reglamentada en sus horarios de funcionamiento, que son lugares de promiscuidad. ¡El muy ignorante las ha comparado a grandes burdeles, afirmando que a ellas concurrían hombres y mujeres que se desnudaban sin pudor!
—Está claro que el texto firmado por Teodosio en Tesalónica es, ciertamente, un ataque a la libertad de las creencias —comentó Hermógenes, el anciano médico, dando un tono de serenidad a sus palabras—. Pero lo que en esas líneas se señala de forma expeditiva es su condena a ciertas interpretaciones de algunas sectas de los galileos. Está dirigido a poner algo de orden en sus rencillas internas. Señala que esos tres dioses de los cristianos, que ellos refunden en uno…
—¡Una locura irracional! —lo interrumpió Sinesio.—… son iguales en cuanto a su divinidad —prosiguió el médico sin alterarse—. Los que no acepten esos postulados serán considerados herejes y sobre ellos lanza amenazas muy serias.
—¡Cómo es posible que el patriarca invoque ese edicto imperial para justificar el incendio! —bramó Sinesio, una vez más.

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