La vida es el valor supremo

Publicado el 22 de enero de 2022, 21:53

Uno de los alegatos más recurrentes en boca del sujeto moral de nuestros días es el del valor supremo de la vida. Todos los demás valores —la libertad y la igualdad, por ejemplo— deberán estar subordinados al valor incondicional de la vida, que no habrá de sacrificarse a ningún otro y al que habría que sacrificar todos los demás.

 

1. Empecemos por advertir: la vida a secas no es un valor, sino un bien y, como tal bien, el soporte y condición de todo valor; en este caso, de los valores morales y políticos. La vida humana se vuelve valiosa por ser no sólo vida, sino específicamente humana, es decir, digna o libre, veraz, comunitaria, etc. Son la libertad o la justicia o la amistad las que
dotan de valor a la vida humana; no es la vida sin atributos lo valioso, sino lo que hacemos con ella, los contenidos con que la llenamos, los espacios de bien, verdad y belleza que en ella abrimos. Poner la mera vida por encima de los valores es suponer a la vida valiosa al margen de ellos. O sea, considerarla valiosa en tanto que pura vida biológica: sin haber conquistado aún su humanidad, sin haber desarrollado sus virtudes y excelencias.

Es cierto que, siendo el hombre como excepción entre los seres sometidos a la necesidad el único ser libre o dotado de posibilidades, la vida del hombre puede humanizarse. Admitamos ya sólo por ello que la vida humana es por sí misma valiosa, pero se trata de un valor potencial que se hará más o menos actual en la medida en que incorpore aquellos valores. Vivir como humanos significa inventar, aceptar o cuestionar valores (o contravalores), vivir conforme a (o contra) ellos. Y algunos de tales valores serán lo suficientemente elevados como para que la vida de un hombre —desde luego, la de uno mismo; bajo ciertas condiciones, la de otros— pueda exponerse a su sacrificio con el fin de no perder, recuperar o aumentar esos valores. De
modo que no hay duda de que preservar la vida representa por lo general para los hombres una preferencia inmediata o un deseo «de primer orden», pero nuestra autonomía moral o humanidad se juega en los deseos «de segundo orden», que nacen de nuestra capacidad evaluadora y con los que ponemos en cuestión o en su debida jerarquía nuestros impulsos espontáneos. La supervivencia será para el ser humano un fin, pero no un fin absoluto. Al escribir que «la vida no es nada, pero nada vale más que una vida», Malraux se equivocaba. Vale más una vida buena.

 

2. El dogma del valor supremo de la vida, sin matiz ni cautela algunos, encarna paradójicamente la expresión suprema del nihilismo contemporáneo: nada vale. Pues si la vida del hombre fuera ya el valor por excelencia, entonces no habría propiamente valores. En ese caso nuestra vida sería compatible con cualesquiera valores, con cada uno y su contrario, a condición de que sirvieran para asegurar la mera existencia. Tan sólo importaría la vida; no habría lugar al juzgar y preferir moral, sino al sobrevivir. Así es como la máxima aspiración de los seres humanos no rebasaría el mínimo común denominador de todos los seres vivos. La moral queda canjeada por la biología y, para colmo, se declara que la fidelidad a esa llamada biológica es el comportamiento más digno de los sujetos morales.

La vida por sí misma o al servicio de ideales más altos que la vida, he ahí el dilema que encaramos. Algunos pensadores han considerado que las épocas decadentes de la historia se caracterizan por hacer de la vida su principal obsesión. A juicio de Hannah Arendt, de lo que aquí se decida depende nada menos que el futuro mismo de la ética. Y es que toda ética presupone que la vida no es el sumo bien para los hombres y que en ella está siempre en juego algo más que el mantenimiento y la reproducción de los seres vivos. Eso puesto en juego puede ser desde la grandeza y la fama o la salud de la ciudad, hasta la salvación del alma, la libertad o la justicia. En cuanto esas metas expresiones de virtudes y valores —se subordinaran a la mera continuidad de uno mismo—, del mundo o de la especie, «esto no significaría sino que toda ética o moral dejaría simplemente de existir».

Más aún, insistir en la supremacía del valor de la vida puede facilitar los peores males. Creíamos que la vida es el bien más alto y la muerte el máximo horror, escribe la última pensadora, pero «hemos sido testigos y víctimas de horrores peores que la muerte sin poder descubrir ideal más elevado que la vida [… ni] ser capaces de jugarnos la vida por una causa». En realidad, la vida humana civilizada se hundiría como se llegase a extender la creencia de que la nuda vida vale mucho más que cualquier valor profesado hasta entonces. Ya no podríamos hablar de cultura cuando todos los valores se han venido abajo frente a la supervivencia, un objetivo nada valioso mientras no sea otra cosa que «la apología de la existencia a cualquier precio (…), un vegetar masivo que conduce al envilecimiento general» (Kertész). Todo lo cual no es más que la mera deriva lógica de la lección que muchos extraen de la lucha por la supervivencia, a saber, que nuestra primera obligación consiste en aceptar la vida sin ninguna reserva. Pues eso entrañará forzosamente aceptarla en cualesquiera de sus formas, incluidas las inadmisibles. Son muchos los que, ante los atropellos sufridos por unos u otros, concluyen que es más sensato cooperar que resistir. Esa racionalidad de la supervivencia convierte a la razón en enemiga de la moralidad.

Tal vez así se comprenda que lo más pernicioso del terrorismo, por referirme a un protagonista bien conocido entre nosotros, no estriba en despreciar las vidas humanas. Su maldad principal estriba en que —por el veneno y el miedo que inocula— pervierte de raíz nuestras intuiciones prácticas, pone cabeza abajo la escala de valores y mancilla lo que hace valiosa nuestra vida individual y colectiva. Bajo la amenaza del terror, ya nada vale más que la mera vida.

 

3. De modo que el derecho a la vida resulta el primero sólo en tanto que fundamental, puesto que sin él no habría lugar a ningún otro derecho. No es poco, pero tampoco es todo. Su anterioridad será así temporal y lógica, mas no se trata de una prioridad cualitativa o una prevalencia moral. Por eso es falso sostener sin matices que antes y por encima de todos los derechos y libertades civiles, está el derecho a la vida. Tal cosa sería tomar la condición del valor por el valor mismo e incluso por el máximo valor; el bien subjetivamente más preciado como el objetivamente más precioso. El derecho a la vida precede ciertamente a los demás derechos, porque éstos tienen que suponer aquél; pero ese particular derecho a la vida sólo se llena de sentido gracias a los otros. Este derecho fundamental es, a fin de cuentas, el derecho a la vida digna, a una vida que se despliega más allá del mínimo vital.

Para entenderlo mejor, bueno será no confundir los derechos y los deberes de cada uno con respecto a su propia vida o con respecto a la ajena. El derecho más básico es el derecho de los otros a la vida, y de ahí mi deber más primario de no atentar contra ella. Y como yo también soy otro para los demás, mi derecho básico a la vida engendra el deber básico de los demás a respetarlo. Pero esto último no quiere decir que mi derecho y mi deber más básico respecto a mí mismo sean el mantenimiento de mi vida. A fin de cuentas, hay causas, como el respeto de los derechos de todos, que justifican arriesgar la propia vida. Así es como el derecho a la vida, en tanto que vida digna o propiamente humana, incluye la posibilidad de aceptar la propia muerte para salvaguardar ese valor. Sólo quien sabe cuánto vale la libertad puede poner en peligro su vida para tratar de liberarse y liberar a otros de la servidumbre.

Por eso la conciencia moral no nos prohíbe abrazar causas legítimas que en ocasiones extremas podrían arriesgarnos a morir o matar por ellas. Como así fuera, es de temer que nos solicitara igualmente dejar de vivir como humanos, o sea, como seres que invocan razones y valores por los que guiarse y justificarse. Tal cosa sería descender a un nivel natural o premoral de la acción humana, un talante que lleva a muchos —según consignó el clásico—, con tal de vivir, a renunciar a las razones que dan valor a la vida: et propter vitam vivendi perdere causas.

Porque la tentación innegable de ese sujeto estriba en prescindir paulatinamente de todos los demás derechos a fin de salvaguardar este otro primordial; en estar dispuesto a sufrir la peor indignidad con tal de preservar la supervivencia. Eso es precisamente lo que el déspota o el terrorista escuchan con nitidez en muchas de nuestras rituales declaraciones de condena de sus matanzas: que, salvo a la vida, podemos renunciar a todo. Que nadie me pida arriesgar un pelo por el honor o la salvación de nadie, porque mi derecho a la existencia es absoluto y está más allá de cualquier otra consideración. He ahí la apoteosis de la propia seguridad con exquisita conciencia.

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