VII TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA

Publicado el 26 de enero de 2022, 0:46

Como toda teoría, también ésta pretende tener valor universal. Aunque el sistema de la democracia moderna, por ser de orden representativo, presenta rasgos e instituciones que la separan de la democracia directa de los antiguos, la concepción de la teoría pura es unitaria porque ambos tipos de democracia, siendo distintos en la forma, responden a la misma finalidad política y tienen, en la libertad de acción, la misma causa eficiente.

Y, además, la combinación particular de los principios que dan forma a esta teoría ofrece una síntesis tan universal del poder democrático que tiene validez no sólo para comprender la causa teórica de su ausencia en Europa, sino para explicar incluso las formas democráticas del futuro. Que se diferenciarán sin duda por la cantidad de poderes a controlar en sociedades cada vez más plurales, pero no por el método de control, ni por la clase de libertad política que garanticen, en definitiva.

La democracia es un sistema político que no se implanta en la sociedad partiendo de cero, ni se ensaya en laboratorios sociales antes de ser experimentado como régimen de poder en el Estado. En tanto que producto de la voluntad colectiva, los pueblos sólo lo han generado cuando, libres de temores interiores, perdieron la confianza y se rebelaron contra las formas tradicionales de gobierno y de dominación. Por ello surgió en la historia como novedad política, como una necesaria innovación ante el horror y el fracaso de lo déjà vu.

La democracia aparece como último recurso de la necesidad de vivir colectivamente con ingenuidad, tras continuas desilusiones de ingenuidades más peligrosas. Porque ilusionarse con los demás siempre demanda no mirarse a uno mismo con lacerante agudeza. Y poner serena confianza en el porvenir requiere, en los pueblos, haber sufrido repetidas y variadas decepciones de sus experiencias tradicionales.

Es inconcebible vivir la vida social, y no digamos la vida política, sin ingenuidad. Son ingenuas las personas gentiles, las que creen y confían en su gente, en su nación. La ingenuidad política es tan inevitable como la que «prestan los oídos a las voces de la carne» (Shakespeare). Todos los tipos de sociedad política han necesitado contar, y ninguno de ellos ha sido decepcionado, con una fuerte dosis de ingenuidad en los sujetos. Tanto mayor cuanto mayor ha sido la personalización del poder. La democracia es la formación política que requiere, por ello, menos ingenuidad.

Pero por ser voluntario, por ser un acto y no un hecho, ese raro producto del espíritu humano depende por completo de expectativas morales y materiales que hacen nacer en los hombres el querer y el poder gobernarse ellos mismos en una comunidad nacional. Nadie puede querer lo que no se imagina que puede hacer. Querer no es poder. Se quiere la democracia cuando se puede realizar.

La pasión natural que espiritualiza a cualquier relación de poder entre los hombres es la de igualdad. Al máximo poder espiritual que se pueda concebir corresponde la máxima igualdad espiritual en el sometimiento. Todos los hombres son iguales ante el poder de Dios y el poder de la Naturaleza. Y la historia prueba que a mayor igualdad social, mayor necesidad de autoridad. La desigualdad establece cascadas de jerarquías que hacen llegar mansas las corrientes sociales de obediencia a la Autoridad.

Se nos hace creer que un sentimiento instintivo de la igualdad fundó la primitiva idea de justicia. Pero la ideología de la igualdad, la necesidad de sentirse iguales, triunfó precisamente cuando el sentido de la igualdad instintiva acabó, cuando el Estado emergió de los privilegios energéticos de unos hombres sobre otros. Los hombres necesitan ser iguales en sus conciencias personales, cuando no lo son en sus condiciones sociales. La religión y las ideologías de la igualdad tienen asegurado el porvenir.

La pasión igualitaria se apacigua con el poder absoluto de uno y la servidumbre de todos, o con el poder de nadie y la libertad universal. Pero la pasión cultural de la que depende la relación ideal de poder entre los pueblos y entre los hombres es la libertad. Al máximo poder concebible corresponde la máxima libertad. Que socialmente no está, como es fácil de entender, en la posibilidad de someter a otra voluntad, sino en la capacidad de no estar sujeto a la de otro. El hombre más fuerte del mundo, al decir de Ibsen, es el que está más solo. Porque la libertad primaria consiste en el hecho continuado de no estar sometido, en palabras de Locke, «a la voluntad inconstante, incierta, desconocida o arbitraria de otro». Y la forma genuina de esta libertad es la independencia.

Si los individuos pudieran llegar a ser tan autónomos como los pueblos, para alcanzar una vida buena nunca habrían necesitado otro tipo de libertad que el adecuado para obtener su independencia. Por ello, los pueblos y las ciudades fueron libres antes que sus miembros individuales.

El Estado, inventado en todos los tiempos y lugares por los mismos motivos materiales y por las mismas razones espirituales, es el tipo de respuesta organizativa que encontró la comunidad nacional para garantizar su libertad de acción, su independencia. Aquella clase de virtud homérica contra la que nada podían hacer el valor físico o la energía moral de los héroes era la fortaleza de los dioses. El Estado nació como fortaleza de la comunidad.

Hasta aquí todo parece sencillo. Mientras la comunidad es pobre y no produce excedentes no siente la necesidad de organizar de modo permanente su defensa. Y cuando la invención neolítica de la agricultura de regadío trae la riqueza y la esclavitud, la distribución del agua y del grano necesitó acudir al criterio de la fuerza común del poder político, porque los hombres carecían de una idea innata de justicia para «dar a cada uno lo suyo».

Lo «suyo» presupone un sistema anterior de reparto de papeles sociales que sólo el nacimiento en una «buena casa», la fuerza superior o el engaño ideológico pudieron establecer. El Estado nace así por la doble necesidad de defender y asegurar la riqueza nacional, frente a los descontentos con su distribución interior y a los apetitos de pillaje de comunidades enemigas.

Y todo se complicó desde que la libertad de acción del Estado, para ser efectiva, tuvo que suprimir la libertad de acción de los particulares sometidos a su imperio territorial. La pasión de la dominación, en los hombres del Estado, que es una constante de la naturaleza humana, necesitó vencer o doblegar con la fuerza física o moral a las pasiones rivales. Y para durar en el señorío tuvo que convencer, además, a las pasiones de igualdad y libertad que inquietaban a los dominados.

Las fuerzas sociales que crearon el Estado, se puede imaginar sin dificultad, no fueron las clases indigentes, sino las poseedoras del saber y del poder, aliadas con las productoras de excedentes agrícolas. La clase sacerdotal fundó la obligación universal de obedecer al Estado en nociones de tipo religioso. La voluntad de los dioses y los mitos gentilicios de las familias fundadoras de las ciudades dieron el poder a las dinastías de los imperios fluviales y a las aristocracias de las urbes.

Pero en el siglo V a. C., una civilización mediterránea, agotada de tantas luchas intestinas por detentar el poder tradicional, identificó la independencia y libertad de la ciudad con la de todos los ciudadanos libres. Y éstos retuvieron en sus manos el poder de la ciudad, mediante un imaginativo y nuevo sistema de control popular del poder político al que llamaron democracia.

Los celos y sospechas que nacían de la ingenuidad política tantas veces violada, se acallaron con la presencia del pueblo en la Administración del Estado. Pero la nueva libertad no fundó un nuevo Estado. La Libertad del pueblo no asumió responsabilidad alguna por el tipo de sociedad que existía, ni se propuso cambiarlo. Se limitó a fiscalizar de cerca al gobierno y usar el nuevo poder de suprimir las normas hirientes para la mayoría, cambiándolas por otras que merecieran la aprobación de su instinto o de su mentalidad.

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