8 Alejandría, año 388

Publicado el 16 de febrero de 2022, 20:43

Estaban ya a pocos pasos de la entrada cuando un escalofrío recorrió su espalda y notó cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Los porteros, unos individuos vestidos con túnicas ceñidas a la cintura, calzones ajustados y tocados con unos gorros de color rojo conocidos como pileus [2] , se mostraban meticulosos en el control del acceso.

—No me dejarán pasar —susurró al oído de su acompañante—. Será mejor que nos marchemos.

—No te preocupes y sigue adelante, todo está controlado. Hipatia vestía atuendo masculino y cubría su cabeza con un manto, como hacían algunos aurúspices, y un sombrero que ocultaba sus facciones, pero no resistiría un reconocimiento somero. Podría pasar por un hombre si no se fijaban en ella. Su acompañante se adelantó hasta los porteros y los saludó con familiaridad. Los tres asintieron deferentes y apenas prestaron atención a su acompañante.

Cuando cruzó el umbral tenía el corazón acelerado y la sangre golpeando en sus sienes. Bajaron una docena de escalones que conducían hasta un pequeño vestíbulo, pobremente iluminado; allí algunas personas departían en voz baja. Al fondo, tras otra escalinata labrada en la roca, se abrían unas puertas de bronce que daban acceso a un recinto más amplio. Se trataba de una especie de caverna que a Hipatia le pareció un antro más que un templo; era mucho más pequeño de lo que había imaginado. ¡Corrían tantos rumores acerca de aquellas reuniones secretas! En realidad, solo se trataba de eso, de rumores, porque, fuera de sus creyentes, nadie sabía lo que ocurría en sus celebraciones. Estaba convencida de que casi todo lo que se decía era fruto de la imaginación de quienes casualmente habían escuchado una frase o alcanzado conocimiento de un detalle y, a partir de ahí, hilaban toda una historia, alguna de ellas macabra.

El lugar estaba sumido en la penumbra, apenas rota por el resplandor de los candiles que colgaban en las paredes. Eso convenía a sus propósitos porque Claudio, su acompañante, le había insistido en que su identidad debía permanecer oculta en todo momento.

Claudio era uno de los tribunos de la legión Traiana Fortis, acantonada en Egipto. Hacía un año que había sido destinado a Alejandría, un ascenso en su carrera militar. Sus anteriores destinos habían sido lugares apartados. Primero un perdido campamento en la frontera oriental del imperio, donde menudeaban los enfrentamientos con los partos y los persas; allí alcanzó el grado de centurión. Más tarde fue trasladado al otro extremo del mundo, a Hispania. Estuvo cerca de diez años en varias guarniciones de la Bética. Trabó amistad con algunas familias de la zona y participó activamente en los cultos a Mitra, muy extendidos en el conventus Cordubensis, donde los devotos del Sol invictus habían levantado varios mitreos, uno de ellos cerca de la ribera del río Síngilis, un afluente del Betis, y otro en las afueras de Igabrum, una localidad de origen íbero donde había una ceca en la que se acuñaban áureos de oro, denarios de plata y ases de bronce.

Era un militar experimentado, a pesar de no haber cumplido los cuarenta años. Más allá de su vocación, se sentía atraído por diferentes ramas del saber y sus misterios, según él mismo le había contado a Hipatia, a cuyas clases asistía tres veces por semana para recibir sus enseñanzas sobre los secretos de las matemáticas; entre ellos había surgido una relación que Claudio deseaba ampliar más allá de la amistad, pero no encontraba en la joven la respuesta que anhelaba.

Hipatia no consideraba el matrimonio como un destino al que la mujer se encontrara obligada. Había rechazado no menos de media docena de pretendientes, varios de los cuales habían utilizado el procedimiento de pedirla a su padre sin hablar con ella. Eso bastaba para que los rechazase. ¡Ella no era una mercancía con la que su padre pudiese negociar o cerrar algún tipo de acuerdo! Si algún día ligaba su vida a la de un hombre sería porque se había enamorado de él.

A lo largo de las paredes del templo corrían dos bancos labrados en la misma roca, muchos de cuyos asientos ya estaban ocupados. Todos eran hombres. Claudio le indicó que se sentase en un rincón apartado, aunque no tuviese la mejor visión del ritual. En el ambiente flotaban los murmullos de los devotos de Mitra, la deidad de origen iranio, extendida desde hacía siglos hasta los más apartados rincones del imperio por mercaderes procedentes de la región del Éufrates y el Tigris y sobre todo por los legionarios.

El mitraísmo formaba parte de las religiones aceptadas en el panteón romano. Era un culto mistérico que celebraba sus ritos de forma secreta.Esos secretos eran los que habían dado lugar a múltiples rumores. Sus principios eran arcanos conocidos solo por los iniciados. Los devotos pasaban por diferentes grados de iniciación hasta alcanzar el último nivel, el séptimo.

—¿Cómo se llaman los que se inician en los rituales? —le preguntó Hipatia con un hilo de voz.

—Se les llama corax —susurró el general a su oído.

—¿Por qué ese nombre?

—Porque el cuervo es un animal muy querido para Mitra, es el mensajero. Se encuentra ligado al planeta Mercurio —explicó Claudio.

Hipatia observó cómo en la pared de enfrente estaban representados tres planetas: Mercurio, Venus y Marte. Los identificó por sus colores y dedujo que los dos últimos corresponderían a otros tantos grados.

—Tú estás en el sexto grado, ¿no?

—Sí, soy un heliodromos.

—¿Qué planeta le está asociado?

—El Sol.

—Eso no es un planeta, es una estrella —protestó Hipatia.

—Es cierto, pero creo que deberías permanecer callada, como habíamos acordado. No tentemos a la suerte, si alguien te descubre…

Se concentró en la hornacina que se abría al fondo. Había una escultura donde el dios, ataviado como los individuos que controlaban la entrada, sacrificaba un toro, hundiendo un puñal en su cuello. La herida manaba abundante sangre que un perro y una serpiente acudían a beber. No entendía muy bien el significado. Un detalle llamó su atención: un escorpión picaba al animal en los testículos.

—¿Por qué un escorpión pica los testículos del toro? —preguntó, olvidándose del consejo de Claudio.

—Porque busca su semen, el principio de la vida. El sacrificio que realiza el dios…

—¿Cómo que el semen es el principio de la vida?

Hipatia había elevado la voz más de lo debido y atrajo la atención de algunos devotos.

Claudio les dedicó una sonrisa, después miró a Hipatia llevándose su dedo índice a los labios. El peligro pareció conjurado.

—Te he dicho que permanezcas en silencio o levantarás las sospechas de todo el mundo —la reprendió el militar, pero ella no le hizo caso, aunque el tono de su voz era ahora un susurro:

—Si piensas eso, estás equivocado.

—¿Por qué?

—Porque el principio de la vida está en el útero femenino. Ahí está la fertilidad y es donde se desarrolla la vida.

—Yo solo he respondido a la pregunta que me has hecho —se defendió Claudio, que por nada del mundo deseaba polemizar.

—Pero tu respuesta carece de fundamento, la fuente de la vida está en la mujer. —Hipatia dejó escapar un suspiro—. Ahora me explico por qué el culto a Mitra es cosa exclusiva de hombres y por qué prohibís a las mujeres acceder a vuestros misterios y rituales.

—Vas a conseguir que nos metamos en un lío —protestó Claudio de nuevo.

El templo estaba lleno cuando al filo de la medianoche apareció el oficiante de la ceremonia. Vestía una túnica en cuyo pecho aparecía un sol radiante bordado en oro y llevaba cubierta la cabeza con una adornada tiara, que recordaba a las de los antiguos faraones. Inclinó la cabeza ante la representación del Mitra tauroctonos y bisbiseó una plegaria antes de dirigirse a los fieles que se habían puesto de pie y guardaban un respetuoso silencio.

—Hermanos, estamos reunidos para glorificar al Invictus, al que venció a la muerte después de morir, al que volvió a la vida para dárnosla. Estamos reunidos para rendir el culto debido a Mitra, nuestro creador y señor.

—Amén —respondieron a coro los reunidos.

—Realizaremos el sacrificio en su honor para obtener el perdón de nuestros pecados y solicitar su asistencia en el momento del tránsito al más allá.

—Amén.

Por una puerta lateral, que Hipatia no había visto, aparecieron cuatro individuos vestidos con amplias túnicas. Los dos primeros sostenían un gallo por las alas; el animal estaba inmóvil, probablemente bajo los efectos de un narcótico. Otro portaba una bandeja con un cuchillo y el cuarto llevaba en sus manos una copa de barro. El de la bandeja ofreció el cuchillo al Pater, quien lo empuñó y, elevando la mirada hacia la representación del planeta Saturno que decoraba una pequeña bóveda, sujetó al gallo por la cabeza y le cortó el cuello de un tajo certero. La sangre fue recogida en la copa. A Hipatia le llamó la atención la precisión de todos los movimientos; apenas se perdieron algunas gotas de sangre, a lo que colaboró el adormecimiento del animal sacrificado.

Una vez desangrado los asistentes murmuraron una plegaria, mientras los acólitos se retiraban, salvo el de la copa que permaneció al lado del Pater. Cuando éste la tomó en sus manos el ayudante cogió de una hornacina una bandeja cubierta con un paño; al destaparla, Hipatia vio que estaba llena de galletas. Muchos asistentes desfilaron ante él; tomaban una de las galletas, la mojaban en la sangre de la copa y se la comían. Hipatia permaneció inmóvil, impresionada por la ceremonia, mientras observaba a Claudio que, con mucho recogimiento, respondía a las invocaciones del oficiante.

—¡Mitra invicto, ayúdanos a imitar tus virtudes!

—Amén.

—¡Mitra poderoso, ayúdanos a vencer el mal!

—Amén.

—¡Mitra bondadoso, ayúdanos a hacer el bien!

—Amén.

—¡Mitra inmortal, ayúdanos a alcanzar la otra vida!

—Amén.

—¡Mitra celestial, que tu intercesión nos ayude a superar las dificultades!

—Amén.

—¡Mitra tauroctonos, que tu ejemplo en la búsqueda de la verdad, nos ayude a encontrarla!

—Amén.

Después el silencio se prolongó varios minutos, antes de que el Pater despidiese a los asistentes, aunque algunos permanecieron en sus lugares. Hipatia tampoco se movía.

—¡Tenemos que salir! —la apremió Claudio.

—¿Y ésos?

—Son los Pater, los que han alcanzado el séptimo grado.

—¿Por qué se quedan?

—Porque solo ellos pueden participar en el banquete ritual.

—¿Qué es eso?

—Hipatia, por favor, tenemos que salir. ¡Nos están mirando!

Una vez en la calle Claudio resopló.

—Has tentado demasiado a la suerte y eso no es bueno.

—Lamento haberte puesto en un aprieto y te pido disculpas, pero cuando dijiste lo de que el semen es el principio de la vida, no pude contenerme. Ahora entiendo mucho mejor algunas cosas.

—¿Qué cosas?

—Que el culto a Mitra esté tan extendido entre los soldados. Es un dios cazador, que mata a un toro en combate cuerpo a cuerpo. Es un dios que exhibe su masculinidad hasta límites irracionales. Aunque eso no diferencia su culto de otras religiones, cuyos principios están reñidos con el ejercicio de la razón.

—El hombre necesita creer en algo que sea más poderoso que él.

—Ése es un consuelo estúpido, además no sé por qué dices el hombre. ¿Y las mujeres? Aunque no merece la pena que te lo pregunte: tenemos vetado acceder a vuestros templos y asistir a vuestras celebraciones. Por cierto, ¿cómo has conseguido que los guardianes de la puerta nos franquearan el paso?

—Me debían un favor y ahora me lo han devuelto.

Hipatia y Claudio se habían alejado un centenar de pasos del mitreo. A una respetuosa distancia los seguía una escuadra de soldados que, mientras su jefe satisfacía la curiosidad de la profesora, habían matado el tiempo en una taberna cercana. La noche era apacible, invitaba al paseo y la conversación. Tomaron por una calle que discurría paralela al canal de Canopo que moría en el puerto interior, el que se abría al lago Mareotis. Era un lugar solitario y mal iluminado, pero también el camino más corto para llegar a la Vía Canópica, donde la luminosidad era mayor gracias a los fanales del alumbrado público, los candiles de los establecimientos que permanecían abiertos toda la noche y las farolas que alumbraban las puertas de algunas mansiones.

Poco antes de desembocar en la avenida tres bultos surgieron de las sombras y se acercaron a la pareja. Los legionarios se pusieron en guardia, temiendo que fuesen ladrones de los que pululaban por los lugares solitarios al acecho de una oportunidad en forma de caminantes solitarios o parejas despistadas.

—¡Es ella! —gritó una de las sombras.

Los soldados avanzaban con las espadas desenvainadas.

Claudio se adelantó hacia el individuo que había identificado a Hipatia, interponiéndose entre él y la joven. Los otros dos, al ver acercarse a los soldados, alzaron las manos.

—Es nuestra ama, hace horas que la buscamos por todas partes.

Hipatia lo identificó.

—¡Cayo! ¿Qué haces tú aquí?

—¡Buscarte, mi señora! ¡Llevamos toda la noche! ¡Tu padre esta muy preocupado!

A Hipatia, después de las emociones de la jornada, ni se le había pasado por la cabeza que su ausencia fuese a provocar tanto desasosiego. Había abandonado el Ágora para encontrarse con Claudio, cambiar su atuendo por uno masculino y acudir al mitreo. Sintió una punzada de culpabilidad.

—¿Dónde está mi padre?

—No lo sabemos, mi señora. Andará con alguno de los grupos que recorre la ciudad en tu busca o tal vez haya regresado a casa.

—¡No había pensado en que mi ausencia produjera tanta preocupación!

—¿No se lo habías dicho a tu padre?—preguntó el tribuno.

Hipatia lo miró fijamente.

—¡Tengo dieciocho años! ¡Me dijiste que guardase silencio acerca de mi visita al mitreo! ¡Estos días apenas lo he visto, dedicado como estaba a la preparación del acto en el Ágora! ¿Te parece suficiente motivo? —Hipatia suspiró—. Lamento haberle hecho pasar este mal rato. Vamos rápido, no quiero prolongar su angustia un minuto más, pero la culpa no es solo mía. ¡Tú, Cayo, adelántate y di a mi padre que ya voy!

 

Hipatia había acortado su clase, confirmando a sus alumnos la impresión de que estaba ausente. Algo revoloteaba por su mente, como indicaba el que apenas se había mostrado interesada en sus preguntas. Despidió a Claudio que, como siempre, remoloneaba antes de marcharse.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó mientras ella, con delicadeza, lo conducía hasta la puerta.

—Me duele la cabeza, nada de lo que debas preocuparte. Espero que me traigas la solución a ese problema para la próxima clase.

Subió rápidamente a la sala de estudio, donde se encerraba para trabajar sin que nadie la molestase. Abrió el códice por la página que había marcado con una señal y se enfrascó en la lectura. Llevaba dos días en que, aparte de dormir, comer con frugalidad y atender a lo más inexcusable de sus obligaciones, siempre estaba leyendo aquellos papiros. Se sumergía en sus páginas y perdía la noción del tiempo; de vez en cuando anotaba alguna observación en un pliego. Había aprendido la lengua copta de dos esclavas que la habían criado; una deellas sabía incluso leer y escribir, y sela enseñó al tiempo que sus maestros la instruían en el griego y el latín.

La tarde declinaba cuando concluyó la lectura. Cerró el volumen y acarició el cuero de sus tapas. Se puso de pie, tensó su cuerpo llevándose las manos a la cintura y se desperezó, como si saliese de una ensoñación. «¡Qué gente más extraña!», farfulló para sí.

Salió a la terraza y contempló el jardín; su enorme extensión hacía que la zona más próxima a la vivienda estuviesededicadaa plantas ornamentales y el fondo a huerto, donde se cultivaban verduras para el consumo de la casa. Vio a su padre y al monje con quien ya había sostenido dos fuertes discusiones, cuyas últimas consecuencias habían sido aquellas lecturas. Estaban sentados bajo un emparrado y departían relajadamente. Cambió su vestido y se aderezó el peinado sin pedir ayuda. Diez minutos después estaba bajo el emparrado, junto a su padre y Papías.

—He leído esos textos.

—¿Todos? —se sorprendió el monje.

—Todos.

—¡Solo han transcurrido dos días!

—Algunos son cartas, apenas un centenar de líneas. En total, unas quinientas páginas.

—Exacto —corroboró Papías, que seguía extrañado porque la joven las hubiese leído en tan poco tiempo.

Teón ofreció a su hija una copa de limonada.

Hipatia la rechazó.

—¡Es excelente!

—No, gracias.

Le interesaba más la conversación con aquel monje amigo de su padre.

—Aunque tienen un sustrato común, se trata de materias diversas.

Papías asintió.

—¿Qué opinión te merecen?

—La variedad hace que mis opiniones difieran de unos textos a otros. En cualquier caso, rechazo que el conocimiento intuitivo sea superior al de la razón.

—La intuición es superior cuando se utiliza para el conocimiento interior —refutó Papías.

—Nada hay superior al conocimiento racional —replicó ella.

—No en el caso de la búsqueda de Dios. El mejor camino para encontrarlo está en nuestro interior, en nuestra mente y en nuestra alma. Si averiguamos el origen de los pesares que nos afligen, del gozo que nos alegra, si encontramos las raíces del amor o del odio, nos encontraremos a nosotros mismos, que es tanto como encontrar a Dios.

—¿Equiparas conocimiento a divinidad?

—Sí. El yo y lo divino son cosas iguales.

—Eso significa que para Teófilo eres un hereje.

Hipatia esperaba una reacción cargada de vehemencia, pero se equivocó. Sin alterarse, Papías le respondió tranquilamente:

—Simplemente soy gnóstico.

—¿Buscas el conocimiento?

—Así es, el conocimiento de la realidad última de las cosas.

—Los cristianos afirman que eso es una herejía —insistió Hipatia.

—Soy tan cristiano como quienes afirman que somos herejes; nos detestan y pretenden silenciarnos, porque ser cristiano es sentirse discípulo de Cristo. Lo que ocurre es que el Cristo en el que yo creo es diferente al de ellos.

—Me gustaría que me explicases eso.

—Yo creo en un Cristo de amor y de iluminación, no de pecado y arrepentimiento. No lo considero como un Hijo de Dios distinto de la humanidad, sino que forma parte de la humanidad. Uno de sus discípulos más próximos dejó escrito que Jesús dijo —Papías cerró los ojos como si le ayudase a recordar las palabras exactas—: «Yo no soy tu amo. Porque has bebido, te has emborrachado del arroyo burbujeante que yo he medido. Aquel que beba de mi boca se volverá como yo. Yo mismo me volveré él y las cosas que están escondidas le serán reveladas».

—Eres un ser extraño, Papías. Mi padre me ha contado que eras un excelente escriba, que tenías una clientela selecta y que de la noche a la mañana te retiraste al desierto.

El rostro del monje se iluminó con una sonrisa.

—Tu padre exagera. Es cierto que era escriba y que me ganaba bien la vida, pero la decisión de retirarme del mundo no se produjo de la noche a la mañana, estuvo muy meditada.

—¿Por qué lo hiciste?

—Ya te lo he dicho, busco encontrar la verdad que hay en la raíz de las cosas.

—¡Eso también lo busca la filosofía! —exclamó Hipatia.

Papías se encogió de hombros.

—Puedes llamarlo como quieras.

Ahora Hipatia aceptó la limonada que antes había rechazado. Su padre llenó la copa; ella se mojó los labios y percibió su agradable acidez. Estaba impresionada con aquel monje que parecía un pordiosero. Conocía a algunos cristianos con los que podía discutir sosegadamente, exponer argumentos y rebatirlos. Pero la imagen que tenía de los monjes que vivían en los cenobios del desierto era de gente cerrada, dogmática, incapaz de escuchar. Desgraciadamente ésa era la gente de la que se había valido Atanasio para imponer sus inflexibles puntos de vista y que ahora Teófilo utilizaba para sus propósitos. Esperaba que Papías respondería a ese esquema, pero acababa de comprobar que estaba en un error.

—Hay otra cosa que me ha llamado la atención.

—¿Qué?

—En uno de esos… ¿evangelios?

—Evangelios —ratificó el monje.

—Creo recordar que su autor es un tal Felipe.

—Entre esos textos hay un Evangelio de Felipe.

—En ese Evangelio aparece una mujer al lado de vuestro Cristo que tiene un extraordinario protagonismo.

—Es cierto, se llamaba María Magdalena.

—Sin embargo, por lo que tengo entendido, casi ha desaparecido por completo. Es como un sueño perdido.

Papías dejó escapar un suspiro e Hipatia concluyó:

—Un sueño que no tiene cabida en la religión que predican Teófilo y los suyos. Una religión controlada por los hombres y en la que las mujeres han sido relegadas a un papel casi servil.

—Están empeñados en tergiversar la verdad. Algunos pretendemos preservar ese sueño al que te has referido.

—¿Crees que en ese proceso de eliminación de la mujer ha influido el mitraísmo?

Papías acarició varias veces su larga barba.

—¿Por qué lo dices?

—Porque tengo la impresión de que el cristianismo ha tomado muchos elementos de las creencias de esa religión.

—No sé casi nada de esa religión, sus seguidores hacen todo con mucho secreto. ¿Te basas en algo concreto?

—Mitra murió y resucitó, como vuestro Cristo, y la exclusión de la mujer en sus creencias es total.

—El cristianismo no excluye a la mujer.

—Pero frente al papel que, por lo que he leído, tenía esa María Magdalena, la realidad actual es muy diferente.

—En eso he de darte la razón. Aunque yo no estaría tan seguro de que la causa de ese cambio se deba a influencias de la religión de Mitra, como pareces sugerir. Existen otras diferencias muy importantes con el cristianismo.

—Dame un ejemplo.

—El cristianismo no ve con buenos ojos la astrología, mientras que tengo entendido que los seguidores de Mitra otorgan gran importancia a los astros y su influencia en la vida de las personas.

—¿Es tan importante para los adoradores de Mitra la influencia de los astros? —preguntó Teón.

—Sí.

—He oído tantas cosas… En cualquier caso me parece algo sumamente interesante.

—La Iglesia, por el contrario, rechaza todo lo relacionado con esos asuntos, aunque, quizá, sería mejor decir que los empieza a rechazar. —Papías miró al cielo y comprobó la posición del sol—. En fin, se hace tarde.

El monje se puso de pie y preguntó a Teón:

—¿Has tomado ya una decisión? No puedo permanecer mucho más tiempo en Alejandría.

—¿Una decisión sobre qué? —Hipatia miró a su padre.

—Papías quiere que esos textos, que te han absorbido estos días, queden depositados en nuestra biblioteca.

—¿Los dejarías en nuestra casa?— le preguntó al monje.

—Sí.

—¿Por alguna razón?

—Temo que puedan desaparecer y se pierda su contenido. El patriarca Teófilo sigue la línea de Atanasio y destruye todo escrito que no se acomode a sus planteamientos.

—¡Eso es una locura! —exclamó Hipatia—. No comparto casi nada de lo que se dice en esos papiros, pero quienes aceptan esos principios tienen derecho a hacerlo.

Papías dejó escapar un suspiro.

—Si todos pensásemos como tú, mi querida Hipatia, el mundo sería un lugar más acogedor. Por desgracia, quienes tienen el poder no suelen ser tan abiertos. Los cristianos fuimos salvajemente perseguidos por defender nuestras creencias. Nos crucificaron, nos quemaron, nos arrojaron a las fieras en el circo para tratar de exterminarnos. Hoy, el poder de la Iglesia no para de crecer y lo utiliza para acabar con quienes no comparten sus dogmas.

—Pero en este caso, los textos que destruyen contienen su propia doctrina.

—Quienes ejercen el poder afirman que no es su doctrina. Consideran que su contenido es un veneno mucho peor que los principios de las viejas religiones. Para ellos son textos heréticos y temen más a los herejes que a los paganos. Corre el rumor de que el expurgo realizado por Atanasio en su patriarcado se quiere extender por todas partes. Se habla de una reunión de obispos y patriarcas con ese fin. Algo parecido a lo que se hizo en Nicea para combatir la posición de Arrio acerca de la divinidad de Jesús.

Hipatia miró a su padre.

—¿Tienes alguna duda para satisfacer los deseos de Papías?

—Quiero conocer tu opinión.

Hipatia lo tenía claro, en un asunto como aquél no albergaba dudas. Ella respetaba ideas y creencias alejadas de sus planteamientos. Su padre sabía, por ejemplo, que no compartía sus principios acerca de la influencia de los astros en la vida de las personas, pero los respetaba. Era conocido su rechazo a las creencias de los patriarcas, pero conocía a numerosos cristianos cuyas actitudes eran muy diferentes de las de Atanasio o Teófilo. Algunos de sus alumnos eran cristianos.

—Pienso que esos textos deben ser preservados, y si para ello es necesario que permanezcan en esta casa, formarán parte de nuestra biblioteca.

—¡Tu deseo acaba de cumplirse, Papías! —exclamó Teón poniéndose de pie—. Esos códices se quedarán en esta casa.

—Mi agradecimiento es infinito. No tenía muchas opciones a las que recurrir. Preservadlos como un pequeño tesoro porque son pocas las copias que existen, y procurad que no sean muchos quienes sepan de su existencia.

—Creo que tu agradecimiento debe ser para mi hija. Si ella hubiese opinado en sentido diferente…

—Será un placer ayudar a conservar ese sueño del que hemos hablado.

Papías mostró a Hipatia su agradecimiento y se despidió. Su misión en Alejandría había terminado y en Xenobosquion su presencia era necesaria. Los enfrentamientos habían prendido entre los monjes de su comunidad y las disputas eran cada vez más frecuentes.

Una vez solos, Hipatia preguntó a su padre:

—¿Por qué has condicionado tu respuesta a conocer mi opinión?

—Porque después de tu intervención en el Ágora, en esta casa no se tomarán decisiones que no cuenten con tu asentimiento. ¡Esta casa tiene una dueña por méritos propios!

—¡Padre!

Teón alzó su mano con el dedo índice apuntando hacia arriba y sentenció:

—¡No volará una mosca si tú no lo has decidido!

—Pero…

—¡No hay peros, Hipatia! Esa decisión está tomada.

Su padre pensó que era el momento de decirle algo que llevaba tiempo dando vueltas en su cabeza.

—Tengo que proponerte algo.

A Hipatia la sobresaltó el tono; temió que le dijera que a sus dieciocho años era tiempo de pensar en el matrimonio.

—¿Qué clase de propuesta? —preguntó inquieta.

—¿Te gustaría enseñar matemáticas en el Serapeo?

Hipatia se quedó inmóvil.

—¿Quieres repetirlo?

—¿Te gustaría enseñar en el Serapeo?

No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Dar clase en el Serapeo era la culminación de una carrera, la máxima aspiración de quienes ejercían la docencia en Alejandría. En sus aulas daban clase los más prestigiosos físicos, astrónomos, médicos, filósofos, astrólogos y matemáticos. En aquel monumental santuario fundado por Ptolomeo I hacía casi setecientos años se rendía culto a Serapis, una combinación de dos de las grandes divinidades del panteón egipcio: Osiris y Apis, que los griegos asociaban a Zeus y Hades. Aquel híbrido grecoegipcio, representado por un hombre barbado que sostenía un cesto sobre la cabeza, se convirtió en el dios tutelar de Alejandría, la más griega de las ciudades egipcias y la más egipcia de las ciudades griegas porque en ninguna otra parte del mundo se daban la mano ambas culturas como lo hacían allí.

Sus iniciales funciones religiosas se fueron extendiendo a otros ámbitos. La creación de su biblioteca dio impulso a las actividades culturales y trescientos años después de su fundación era ya un santuario al que se habían añadido múltiples dependencias, donde se impartían enseñanzas y acudían peregrinos de los más apartados lugares. El Serapeo había llenado, en gran parte, el vacío dejado por la destrucción y decadencia de la gran Biblioteca.

Su respuesta fue abrazarlo. A Teón se le escapó una lágrima. Estaba haciéndose viejo.

 

[2] El gorro frigio. 

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