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Publicado el 7 de febrero de 2022, 20:59

Teón caminaba henchido de satisfacción; lo acompañaba Hermógenes. Aunque el trayecto era largo, había decidido no utilizar la litera porque deseaba disfrutar de las últimas horas de aquel día inolvidable en que Alejandría había revivido los esplendores de un tiempo que parecía perdido. El acto del Ágora había desbordado las previsiones más optimistas.
Además, Teón tenía un motivo particular para sentirse feliz. Hipatia, con su temple, había recordado el viejo grito de libertad y al pronunciarlo había salvado el momento más delicado de la reunión. Era una heroína, su nombre sería recordado por los alejandrinos al menos durante tres generaciones. Mientras abandonaba el Ágora en silencio había revivido el momento en que recibió la noticia de que sería padre de una hija.
Rememoró aquella vez que, decepcionado, arrojó su arco y sus flechas. Confuso, no se explicaba qué pudo haber ocurrido y durante meses estuvo atribulado. Consideraba el nacimiento de Hipatia una maldición de los dioses, que lo castigaban por algún oscuro pecado. Él y Pulquería lo habían dispuesto todo para que naciese un hijo: la alineación de los planetas era la correcta, la posición de las dos constelaciones principales la adecuada y la fecha, la más propicia para engendrar un varón.
Al verla por primera vez le pareció fea y pequeña, además lloraba desconsoladamente. La sostuvo en sus manos y la alzó sobre su cabeza el tiempo imprescindible para cumplir el ritual con que se reconocía la paternidad. Después pasó mucho tiempo sin volver a verla: la niña le producía un rechazo instintivo. Tuvieron que transcurrir nueve meses para que cambiasen sus sentimientos hacia ella. Fue después de una noche de estudio en
que permaneció levantado hasta mucho después de la medianoche escrutando la posición del firmamento. Entraba el equinoccio de otoño y la noche era clara; a ello se sumaba que había luna llena y su posición la situaba muy cerca del plano de la eclíptica. Estaba seguro de que se produciría un ocultamiento del satélite y podría percibirlo todo con detalle, gracias a que estaba en su fase de plenitud.
Bajaba de la terraza satisfecho con sus observaciones, aunque cansado por las horas de vigilia. Un silencio agradable envolvía la casa y la luz de la luna bañaba el ambiente. Al llegar a la galería de los dormitorios escuchó un leve ruido, como un gorjeo perceptible en medio del silencio reinante. Se detuvo, aguzó el oído y descubrió que procedía de la primera habitación, cuya puerta estaba entreabierta. Entró de puntillas, se acercó a la cuna iluminada por la claridad de la luna y entonces la vio. La niña movía lentamente los deditos de las manos y los observaba detenidamente como si estuviese contando. La pequeña alzó la vista y lo miró; tenía unos ojos negros, grandes y bellísimos. Fue entonces cuando Hipatia le dedicó una sonrisa maravillosa y le tendió los brazos. No pudo evitar que se le formase un nudo en la garganta. Permaneció inmóvil, sintiendo cómo su corazón latía cada vez más deprisa; la niña insistía. Como nadie lo veía, tomó a su hija y la estrechó entre sus brazos. Así estuvo mucho rato. Sintió el latido de la vida, su propia vida. El cuerpo de la pequeña Hipatia era cálido y suave. Fueron unos momentos especiales, tenía sensaciones encontradas y sentimiento de culpabilidad.
Embargado por la emoción, perdió la noción del tiempo y cuando volvió a la realidad la pequeña estaba dormida. La depositó cuidadosamente en la cuna y
se quedó contemplándola, absorto. El brillo de la luna había desaparecido después de que se escondiese tras el horizonte y a las sombras de la noche siguieron los primeros resplandores de la aurora. Al alba Teón continuaba velando el placentero sueño de su hija. Salió de puntillas para no hacer ruido, aunque en la planta baja comenzaba la actividad. Al entrar en su alcoba, Pulqueria ya se desperezaba. «¿Qué tal tu luna?», le preguntó estirando los brazos. «Vengo de contemplar al sol de mi vida». Su esposa se espabiló extrañada. Miró a Teón a la cara y vio su rostro transfigurado. No tuvo que preguntarle, supo que había sucedido algo maravilloso. Después… después habían ocurrido tantas y tantas cosas…

Al astrólogo lo acompañaban media docena de criados, todos ellos armados. Nunca se sabía en qué rincón de la ciudad acechaba el peligro. El recorrido desde el Ágora había estado salpicado de paradas y detenciones en varias de las tabernas. La gente brindaba por lo ocurrido y… por Hipatia. Su padre tenía razón: se había convertido en una heroína. Teón bebió y disfrutó del momento. Su amigo Hermógenes, que siempre había postulado la moderación, bebía sin tasa. El médico estaba exultante después de una jornada como la que acababa de vivir.

Invitados por amigos y también por desconocidos, se habían detenido en casi todas las tabernas que había en el recorrido, algunas de las cuales eran sombríos tugurios donde encontraba asiento la mala vida de la ciudad. El recorrido se había prolongado tanto que hacía rato que la noche había caído cuando aún estaban a dos manzanas de su casa, por lo que dos de los criados se habían adelantado para proveerse de unas antorchas. Al volver una esquina, un individuo surgió de las sombras y se acercó a Teón. Era una figura inquietante, con aspecto de pordiosero; unos pasos más atrás de él había otros dos individuos de parecida catadura, aunque más jóvenes. Los criados de Teón ya estaban en guardia, las espadas habían aparecido en sus manos. Aquel extraño individuo se acercó a Teón que, temeroso, dio un paso atrás.

—¿No me recuerdas?

El astrólogo pensó que se trataba de un demente. Dos de sus criados ya amenazaban al desconocido con sus espadas, a pesar de que su actitud no era violenta. El estrafalario personaje era enjuto de cuerpo, tenía una larga barba que alcanzaba su cintura y estaba completamente calvo. Teón pensó que se trataba de uno de los seguidores de Clodio el cínico, que habían adoptado algunos de los comportamientos de su maestro.

—¿No me recuerdas? —insistió el desconocido—. ¿Tanto he cambiado?

Fue Hermógenes quien exclamó:

—¡Papías!

Teón clavó su mirada en los ojos del individuo que tenía delante y, por fin, lo identificó.

—¡Papías! —repitió sorprendido—. ¡Cómo… cómo es posible! ¡Pero bueno…! ¡Yo te hacía perdido en un apartado lugar del desierto! ¡Vosotros, envainad las espadas! —ordenó a sus criados—. ¡Y tú cuéntame, cuéntame! ¿Qué haces en Alejandría?

—He venido a verte.

Teón miró a los otros dos individuos, que permanecían a una prudencial distancia.

—¿Vienen contigo?

—Son monjes de mi cenobio. —Se volvió hacia ellos y les indicó que se acercasen—. Este es Eutiquio y éste, Apiano.

Ambos hicieron una respetuosa inclinación de cabeza.

—¡Qué sorpresa, Papías! ¿Te acuerdas de Hermógenes?

— ¡Y de sus purgantes!

Teón abrazó al monje, el cual después saludó al médico.

—Supongo que ha de ser algo muy importante para que hayas abandonado tu cubil —comentó jocoso el padre de Hipatia.

Papías se limitó a responder afirmativamente y Teón se dio cuenta de que no deseaba hablar en presencia de testigos. Llegaron a la casa del astrólogo y allí se despidieron de Hermógenes. Teón ordenó que tres de sus criados lo escoltasen y que otros tres se encargasen de los dos monjes que acompañaban a Papías. Apenas llevaban equipaje, solo unos toscos zurrones de piel de cabra.

—Agradezco tu hospitalidad, pero no pernoctaremos aquí. Nos han dado asilo en la iglesia de San Pedro, la que está junto al Dicasterion. Estaremos en Alejandría el tiempo imprescindible.

—Bueno, ¿me dirás ahora qué te ha traído por aquí?

Papías miró a izquierda y derecha, como si temiese que alguien más pudiese escuchar sus palabras. Teón se percató de su incomodidad y, tomándolo por el brazo, lo condujo hasta una estancia apartada donde podían hablar con tranquilidad y sin que el monje albergase temores. Hizo una larga exposición que Teón escuchó en silencio; de vez en cuando asentía con ligeros movimientos de cabeza.

—Como comprenderás, la situación es muy delicada. La presión es cada vez mayor y quienes esperábamos que después de Atanasio la situación se relajase, estábamos equivocados. La llegada de Teófilo al patriarcado ha empeorado las cosas. Es incluso más intransigente. Lo peor de todo es que en mi cenobio también soplan aires de dogmatismo. Hay un núcleo de monjes que rechazan cualquier planteamiento que no esté recogido en los textos que Atanasio determinó como los únicos verdaderos; eso supone la exclusión de los demás.

—También aquí la crispación aumenta cada día —señaló Teón—. Los seguidores del patriarca, que cada vez son más numerosos, han protagonizado frecuentes enfrentamientos. Solo ven por sus ojos. Se ha cerrado el teatro, se han prohibido los espectáculos en el circo y también se ha proscrito el uso de las termas. Están dispuestos a que todo el mundo acate sus creencias y adopte sus modos de vida.

—¡Todo eso es una locura!

—¿Quieres decir que compartes mis planteamientos?

—El Jesús en el que yo creo es muy diferente al de Teófilo. Estoy en contra de sus excesos.

—También los enfrentamientos de sus seguidores han sido frecuentes con otros grupos de cristianos. Aunque desde que el emperador promulgó el edicto de Tesalónica, que los consideraba herejes, su número ha decrecido.

—Ésa es la razón por la que acudo a ti.

—¿Bromeas?

—En absoluto.

—No te comprendo.

—Los que estamos fuera de lo que empieza a llamarse la ortodoxia somos cada vez menos y nuestra posición es cada vez más débil. Circulan rumores acerca de la celebración de un concilio en el que los planteamientos de Atanasio se convertirán en un dogma que ningún cristiano, si desea tener ese nombre, puede rechazar. Así las cosas…

—Sigo sin entenderte— lo interrumpió Teón—. Sabes que tienes todo mi respeto y consideración, pero vuestras rivalidades internas me tienen sin cuidado.

—Déjame terminar.

—Disculpa.

—¿Te has planteado las consecuencias de esas actitudes?

—La verdad es que no, ya te he dicho que no me interesan vuestras disputas.

—¡Tú eres un filósofo, Teón! ¡Amas el conocimiento! Eres un hombre interesado por la ciencia.

—En eso estamos de acuerdo.

—Entonces, has de saber que serán muchos los textos que se perderán, que desaparecerán sin dejar huella. La posteridad ni siquiera sabrá que existieron. ¡La destrucción de todo escrito que no concuerde con los puntos de vista de gentes como Atanasio y Teófilo será una realidad en muy pocos años!

—¿Y qué quieres que haga? ¡Bastante tenemos con defender otro tipo de legados sobre los que también se cierne esa amenaza!

—Con poco esfuerzo puedes hacer mucho. Por eso he venido a verte.

Teón lo miró a los ojos.

—¿Qué quieres?

—Que nos ayudes a preservar nuestro patrimonio de la destrucción.

—No sé. ¿Qué podría hacer yo? — preguntó el astrólogo, encogiéndose de hombros.

—Te suplico que me escuches con atención.

—Te escucho.

—Los dos monjes que me acompañan…

Cuando Papías hubo concluido, Teón se quedó mirándolo fijamente.

—¿Para eso has hecho tan penoso viaje?

—Si accedes a nuestra petición, habrá merecido la pena.

Teón, en lugar de darle una respuesta, le formuló una pregunta:

—¿Cuántos años tienes?

El monje puso a prueba sus conocimientos.

—Mi madre decía que nací el año en que acabó de construirse la nueva Constantinopla. Haz la cuenta.

Teón efectuó el cálculo, sabía que la ciudad terminó de construirse en el 330.

—¿Rondas los sesenta años?

—Algo menos. Hace medio siglo que llegué a Alejandría y más de veinte años que decidí retirarme al desierto.

—Nunca supe por qué lo hiciste. Eras un prestigioso escriba y no te faltaba clientela.

—Vivía en un mundo sin esperanzas y el cristianismo me las dio.

Teón se acarició el mentón.

—¿Has estado hoy en el Ágora?

—No, ¿por qué?

—Por nada, por nada. —El astrólogo acompañó su negación con un movimiento de cabeza.

—Hemos llegado esta tarde. Acudí a tu casa y me dijeron que estabas en el Ágora. Cuando caminábamos a tu encuentro nos topamos contigo. ¿Qué respondes a mi petición?

En ese momento sonaron unos fuertes golpes en la puerta.

—¿Qué ocurre? —gritó el astrólogo, molesto por la interrupción.

Era Cayo, quien ya ejercía funciones de mayordomo.

—Perdona, mi amo, pero es muy tarde y el ama Hipatia no ha regresado a casa.

—¿No estaba aquí cuando llegué?— Una arruga apareció en la frente de Teón.

—No, mi amo.

—¿Por qué no se me avisó entonces?

—Creíamos que venía contigo, un poco más retrasada. Como algunos criados no habían llegado… —se excusó.

—¡Habían acompañado a Hermógenes!

—Eso lo ignorábamos.

—Cuando ellos han regresado, al ver que Hipatia no venía con ellos he dado órdenes de que saliesen a buscarla.

—¿No la han encontrado?

—¡No, mi amo, no aparece por ninguna parte!

Papías no conocía a Hipatia, él se había retirado del mundo antes de que ella naciera. Ni siquiera sabía que Teón tenía una hija.

—¿Es tu hija?

—Sí, mi única hija.

Las palabras de Pausanias acudieron a su mente como un mal augurio: «Dile a Hipatia que tenga mucho cuidado».

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