No hay que ir a buscarlas. Lo frecuente es hallarnos en múltiples situaciones en que somos testigos cercanos de daños que unos cometen y otros padecen. En trances semejantes, y acuciado quizá por cierta vergüenza, el testigo puede resolverse a mediar en la situación intolerable, pero sin que nadie pueda achacarle que está más con unos que con otros. Todos tenemos una parte de la verdad. Lo que hace entonces es ocupar un punto imaginario supuestamente a medio camino entre el agresor y el agredido, que resulta invariablemente útil al agresor. La víctima, desde luego, experimenta a este individuo «neutral» como uno de los peones al servicio de su enemigo. El propósito expreso de tal equidistancia es servir de coartada a ese testigo cauteloso, pero su efecto indirecto indudable es la complicidad en el mantenimiento del daño. Pasemos rápida revista a algunas de sus maniobras más socorridas.
1. ¿No está claro que se trata de un ejercicio arbitrario? El punto de partida implícito es calificar de centrado el lugar que uno mismo escoge y, desde ahí, dictaminar que los extremos son los otros, cualesquiera otros según el caso. Es el truco de que eso que se ha presupuesto de antemano —lo acertado de su posición— aparezca luego como resultado esforzado de moderar los extremos e introducir sensatez en el conflicto. En este ejercicio, ciertamente, no se debería llamar equidistancia a situarse mucho más cerca de un extremo que del otro, pero es una osadía que se permite quien dispone a su antojo del tablero de juego. La equidistancia misma es trasladable a voluntad y susceptible de simular la conducta que en cada momento convenga.
Esta autoasignación de una posición centrada puede ser un nuevo subterfugio del victimismo. Ya el mero hecho de que a menudo le lluevan las críticas desde ambos frentes lo exhibe el equidistante como señal inequívoca de estar en lo justo. Sirve de magnífica añagaza para no entrar a debatir con ninguno de ellos. El ideal tolerante de muchos estriba en esa impúdica equidistancia que se cree ecuánime por tratar igual a los desiguales: a los que argumentan y a los cerriles, a las víctimas lo mismo que a sus perseguidores o a los cómplices de éstos, a los que ponen los muertos y a los que recogen los frutos de la matanza.
2. Es aquí donde nos topamos con la halagadora hipótesis del reparto universal de la verdad. Puesto que juzgar significa discernir, sortear este discernimiento equivale a negarse a ponderar las proporciones de verdad y error contenidas en las posturas públicas enfrentadas y sus responsabilidades respectivas. La verdad está repartida —así reza la letanía—, todos tenemos una parte de ella y nadie puede alardear de poseerla por entero. A poco que se rasque este tópico, lo más probable es que esconda el prejuicio de que acerca de lo justo o injusto no hay lugar ni a la pretensión de verdad ni tampoco a la aproximación a ella. De la verdad práctica sólo existirían fragmentos dispersos por aquí y por allá. Claro que, extirpada de raíz la fea costumbre de juzgar, ¿cómo resolver el cuánto de grande o pequeña es esa presunta porción de verdad que cada cual atesora? ¿Cómo aquilatar las dosis de justicia o injusticia que nutren cada uno de los conflictos públicos y, por tanto, en qué dirección habría que encaminarse para dar con su remedio más deseable? ¿Les tocará a todos los pareceres corregirse por igual, a todas las partes ceder lo mismo en estos trances? Conceder graciosamente de entrada a todo el mundo alguna verdad es la confortable maniobra del ciudadano evasivo para eludir el trabajo de ponerse a buscarla.
A todas estas, se añade por lo bajo que nadie puede creerse juez competente para dilucidar en qué consiste esa verdad y en qué grado la posee cada uno. De suerte que al final no se zanja nada, todo queda abierto al criterio o al feeling de cada cual. El sujeto se tranquiliza al suspender un pronunciamiento nítido que, en tales conflictos, podría salirle caro. No importa que el precio que todos paguemos por ello resulte más caro todavía. Pues el caso es que ordenamos los juicios teóricos según el fundamento razonable que a nuestro entender los soporta. Pero, en lo tocante a juicios prácticos (morales, políticos), que a nadie se le ocurra insinuar entre ellos jerarquía alguna conforme al grado de verosimilitud y calidad argumental que encierren. En estos tiempos de fingido igualitarismo semejante empeño sería un pecado imperdonable.
3. Y el prejuicio último dice que ese equidistante es virtuoso porque la virtud ocupa el término medio: in medio est virtus. Las posturas contrarias están al parecer igual de alejadas del punto central, representan posiciones igual de equivocadas respecto de la verdad, de la equidad o de lo conveniente. Todo ello conecta de inmediato con los prejuicios de las masas, y más aún de las masas democráticas, aun cuando también provenga de una mala interpretación de la doctrina clásica en que cree sustentarse.
Por supuesto, siempre hay algo de bien en el peor mal y cierta porción de mal en el bien más preciado. Pero el caso es que la moderación puede muchas veces ser un vicio o la peor respuesta ante lo que sin duda merece una apasionada réplica. O, lo que es igual y ya sabía Aristóteles, a menudo la virtud está más cerca de un extremo (un vicio aparente) que de otro, de manera que no puede en modo alguno ser tachada de equidistante. Por la misma razón por la que la temeridad es más parecida y próxima a la valentía, también en situaciones de agresión y atropello la ira del afectado sería mucho más virtuosa que su mansedumbre. Siempre, en todo caso, habrá que huir de la neutralidad cuando toca pronunciarse por una de las alternativas en juego y rechazar la elección cuando proponga opciones inadmisibles.
En resumidas cuentas, hay que cuidarse de cometer la falacia del término medio. Dante ya reservó uno de los rincones más espantosos de su infierno a quienes, en tiempos de crisis moral, procuran preservarse neutrales. Mejor que neutrales, cuentan que decía Unamuno, habría que llamarles neutros.
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