No debemos juzgar a nadie

Publicado el 17 de febrero de 2022, 20:54

Seguro que no faltará quien a menudo se pregunte, o pregunte a otro en cuanto éste se descuide: ¿y quién eres tú para juzgar a nadie? Nuestra atmósfera moral proclama a todas horas que el valor más celebrado es la presunta virtud de no valorar. Semejante abstención representa a menudo todo lo contrario de prudencia o altura de miras; certifica más bien la completa dimisión del sujeto civil y moral. Su principal versión será la indiferencia y, con ella, la irresponsabilidad de negarse a aquilatar responsabilidades propias y ajenas. Tan tentadora negativa pretende ahorrarse el empeño y el riesgo de ponerse a dirimir de qué parte está lo razonable y de cuál la sinrazón, dónde se halla más la justicia o la injusticia. No habrá que extrañarse de que, anulados los juicios, reinen sin rival los prejuicios.

 

1. Algo previo deberá decirse de la naturaleza y funciones del juicio, y aviso al lector que lo haré inspirándome en Hannah Arendt. Pensar no equivale a conocer, porque busca más el sentido y la comprensión que la información, antes ponernos en armonía con el mundo que hacer cosas en él. Pero el pensar encarnado desemboca por fuerza en el juzgar. La facultad de juzgar particulares se distingue de la de pensar en que ésta opera con representaciones de cosas que están ausentes, mientras que aquélla se ocupa de cosas singulares y a la mano. De suerte que el pensar transcurre en la soledad de la conciencia, pero el juzgar realiza el pensamiento en el mundo de los hombres.

Juzgar es, pues, conferir inteligibilidad al mundo; nuestra orientación en él demanda emitir sin cesar esa clase de juicios prácticos por los que distinguimos lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Actuamos, es decir, intervenimos en lo particular, porque antes somos capaces de juzgarlo. Pero ésta es asimismo una capacidad básica para compartir el mundo con los demás. Frente a la naturaleza solitaria del pensar, el juicio presupone pluralidad de sujetos, y ello obliga al pensamiento a ponerse en lugar de los demás y postular un acuerdo potencial con ellos.

Ahora bien, mientras los argumentos del conocimiento son demostrativos, los juicios u opiniones no pasan de persuasivos: se caracterizan por «la esperanza de llegar, por último, a un acuerdo con el otro». De ahí que el juicio haya de considerarse la más política de nuestras capacidades mentales. Revalorizar la opinión es lo mismo que revalorizar la política, porque el debate es la esencia de la vida política y la verdad segura, en cambio, rechaza el debate.

 

2. Naturalmente, no pensar conduce a no juzgar. A la inversa también cabe decir que tras la difundida y en apariencia respetuosa voluntad de no juzgar suele ocultarse, entre otros motivos, un temor al pensamiento. Sea como fuere, hoy día mantiene plena vigencia la conocida observación arendtiana de que en todos los rincones del mundo reina una total unanimidad en torno a que «nadie tiene derecho a juzgar al prójimo». Juzguemos, pues, tendencias generales o amplios grupos, pero nada de mencionar nombres propios. Y es que «demuestra refinamiento hablar en términos generales, en cuya virtud todos los gatos son pardos y todos nosotros igualmente culpables». Es cierto que hoy a todos se nos pide emitir opiniones para los mass media, desde luego, pero sin tomarnos el trabajo de fundarlas ni afrontarlas con razones, aun cuando fueran los mayores dislates. Digamos mejor entonces que lo propio del presente es la negativa general a sentirse íntimamente comprometidos con los propios juicios y a concederles el papel político que desempeñan. «El hombre-masa se caracteriza por (…) la incapacidad de juzgar o incluso distinguir».

No es igual, claro está (y esta posición ya es sólo mía), juzgar algo que juzgar a alguien, si bien ambos juicios suelen remitirse el uno al otro. Juzgar a alguien es juzgar las ideas, unos actos particulares o la trayectoria de ese alguien. Pero no nos arrogaremos la facultad de juzgar el fondo último de su conciencia ni tampoco, ya sea nuestro juicio favorable o condenatorio, de pronunciarlo de una vez para siempre ni que reduzca a la persona a ser nada más que eso que ahora estimamos o reprobamos. Del otro lado, en estas materias morales y políticas ponerse a juzgar algo entraña, se quiera o no, exponerse a juzgar a alguien: cuando menos a los defensores y a los detractores de ese algo, se trate de una conducta, un proyecto o un régimen político.

Ya sólo por ello se entiende que haya ciudadanos reacios a manifestar en público su parecer a propósito de una situación objetiva que al final podría perjudicar a algún sujeto amable… o temible. A mí no me comprometa, se escudarán. La renuencia a juzgar se ampara, asimismo, en la aparente modestia disuelta en el prejuicio de que todos somos por el estilo y que, por tanto, debemos evitar los reproches a éste o aquél. Nadie pudo comportarse de modo distinto a como lo hizo, los juicios de responsabilidad individual resultan superfluos. Se trata de un método bien conocido para acabar pregonando a lo más una especie de culpa colectiva, que bien poco nos cuesta, a fin de que nadie en particular cargue con responsabilidad alguna.

Para disuadir de juzgar se lanza contra quien ose hacerlo la acusación de interesado subjetivismo, y tanto más cuanto más directamente envuelto en el caso esté el sujeto. De modo que la víctima y los más comprometidos en la denuncia del mal quedan invalidados para emitir el juicio correcto, mientras que quienes lo contemplan a distancia y con toda clase de precauciones serían por lo visto los llamados a juzgar con mayor rigor. Esa estrategia defensiva suele combinarse con la reacción opuesta, esto es, con el repudio de todo parecer pronunciado por los que no han vivido los sucesos en primera persona.

Pero el caso es que apenas hay instancias de las que podamos juzgar por experiencia inmediata y, aunque las hubiera, no siempre los testigos directos son dignos de confianza. Se añadirá todavía que cualquier intento de juzgar al prójimo encierra una suerte de indebida arrogancia. Ahora bien, repliquemos con Hannah Arendt: «¿Quién ha mantenido nunca que al juzgar una mala acción estoy presuponiendo que yo en su lugar sería incapaz de cometerla?». Y, en el supuesto de que yo también la hubiera cometido, añadirá, ¿estaría obligado por eso a un perdón que no juzga o el perdón debe más bien seguir siempre a la justicia, que exige inexcusablemente juzgar?

 

3. Basta recordar la naturaleza del juicio para entender a fondo la gravedad de esta tendencia moderna tan arraigada a eludirlo. Lo que ésta revela es la «reticencia o incapacidad para relacionarse con los demás mediante el juicio (…). Ahí radica el horror y, al mismo tiempo, la banalidad del mal». Un mal que no se juzga es un mal banal, y tanto que ni parecerá un mal siquiera.

Hannah Arendt localiza la fuente de los peores males de la acción política en el rechazo a juzgar. Sin ejercicio del juicio, que por su propia naturaleza se dirige e invita al juicio de otro, no hay comunidad posible ni mundo común; tampoco cabe ya confianza en alcanzar alguna idea de bien y de mal que podamos compartir. Quien se abstiene de evaluar busca en realidad aislarse de los demás, de su compañía tanto como de sus opiniones. El daño será entonces a la vez posible y normal porque, al renunciar a juzgarlo, el individuo renuncia también a superar las limitaciones singulares o subjetivas propias de ese juicio. No existe así nada malo que pueda parecerlo a los ojos de todos; nadie propiamente lo comete, porque eso queda al parecer de cada cual, y, si no hay que exponerse a juzgarlo, menos aún habrá que denunciarlo.

Pero debería quedar meridianamente claro que este abstenerse de juzgar suele traer consigo otros juicios morales que se ignoran. Cuando alguien pontifica, por ejemplo, que donde esté la política de nada sirven los reclamos morales, que todos los contendientes creen tener buenas razones para avalar su conducta y que así todas ellas se contrarrestan…, esa persona no ha parado ni un momento de juzgar. Eso sí, de juzgar en abstracto para eludir juzgar en concreto. Tal renuncia entraña al fin la negativa a actuar, la evasión del compromiso contra el mal a la vista. No se requiere un gran arrojo para condenar la violencia terrorista en general. Cuesta mucho más una condena que entre a contrastar los ideales políticos invocados por los victimarios y quienes les amparan, lo mismo que a medir las razones de las víctimas, porque ello nos expone a tropezar con amigos y enemigos.

De esa renuncia se desprenden todavía otras consecuencias bastante obvias. Que uno se guarde para sí su propio juicio, naturalmente, no impide ni debilita el juicio del adversario. Más bien lo afianza a fuerza de no afrontarlo. Proponerse no juzgar tampoco logra su cometido, sino a lo sumo que nuestros juicios —que, siquiera tácitos, van a proseguir— sean en adelante inconscientes y acríticos. Por lo demás, suspender el juicio propio acerca del explícito juicio ajeno le otorga a este último la ventaja de que ahora campe a sus anchas y sin temor a ser contradicho. No lo maldecimos, luego venimos a bendecirlo.

Y puesto que son estos juicios prácticos y las emociones que engendran los que orientan la praxis, nuestra rendición no hace más que reforzar la conducta contraria. Es a propósito de su círculo de amigos cuando el diagnóstico de Arendt resulta todavía más esclarecedor. Ellos no eran responsables de la llegada de los nazis, desde luego, pero impresionados por su triunfo fueron incapaces de oponerles su propio juicio condenatorio. Ahora bien, «sin tener en cuenta la renuncia casi universal (…) al juicio personal en las primeras fases del régimen nazi, es imposible entender lo que realmente ocurrió». No estaría de más aplicarnos el cuento en lo que nos convenga.

 

4. ¿Cómo entender entonces el consejo evangélico «no juzguéis y no seréis juzgados»? No, desde luego, como esa calculada reserva de evitar meterse con nadie para que nadie se meta con uno. Desoigamos también esa llamada a abstenerse del juicio cuando en modo alguno procede del respeto al otro o de la debida prudencia ante el error siempre posible, sino de la militancia en pro del relativismo moral. El mandato evangélico se entenderá mejor como la exhortación a aplicar un mismo rasero a todos («porque con la medida con que midáis se os medirá a vosotros»). Es decir, cuidaos a la hora de juzgar a otro y poned todas las precauciones debidas para no pronunciar sobre el prójimo veredictos injustos…, pues seréis juzgados con el mismo patrón. Supuesto este cuidado, y situados en el espacio de la política, el talante democrático demanda de los ciudadanos prepararse a juzgar acerca de conductas y del bien o mal comunes, para así vivir en una sociedad bajo permanente examen público de sus opciones colectivas.

Todo sugiere que no hay consigna más adecuada al ciudadano que ésta: iudicare aude!, «¡atrévete a juzgar!».

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