Capítulo 15 La matanza de Badajoz / Capítulo 16 Solemne cambio de bandera

Publicado el 15 de marzo de 2022, 23:53

La columna Madrid, ahora al mando del teniente coronel Juan Yagüe, hombre de confianza de Franco que se distinguió en 1934 durante la represión de Asturias, se interna por tierras extremeñas, dejando tras ella un reguero de sangre. En cuatro días avanza ciento veinte kilómetros, pero al llegar a Badajoz encuentra a miles de milicianos parapetados detrás de las viejas murallas. Los manda el coronel Puigdendolas.

Yagüe va a tomar la ciudad al asalto, a estilo legionario. Según la costumbre arenga a sus tropas: «¡Viva España! ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército!», grita.

Al amanecer del día 14 de agosto, los legionarios y los moros atacan Badajoz, en tenaza, por el sur (Castejón) y por el este (Yagüe), mientras un Junker enviado desde Sevilla sobrevuela la ciudad, lo que amedrenta a los defensores, bajos de moral, y enardece a los atacantes.

Los legionarios y los moros asaltan la muralla por las brechas que abren los cañonazos. Desde los muros, las ametralladoras y los fusiles les causan numerosas bajas.

A media mañana, algunos oficiales y soldados de la defensa aprovechan la confusión para pasarse a los nacionales. Cerca del mediodía los hombres de Castejón arrollan las defensas por el sur (según otra versión, algunos defensores derechistas les facilitan el paso) e invaden la ciudad y la van tomando calle por calle hasta la catedral, último bastión de la resistencia.

Mientras tanto, por un error de coordinación, Yagüe se empeña en asaltar la brecha de la Puerta Trinidad («la brecha de la muerte»). Los milicianos rechazan tres asaltos de la Legión. Yagüe ignora que el sacrificio de sus hombres es inútil dado que, mientras él se empeña en tomar la muralla, las tropas de Castejón están ocupando el centro de la ciudad. En el segundo asalto, el teniente Eduardo Artigas «queda gloriosamente ciego por un balazo que le cruza los ojos» [37] .

Los legionarios y los moros toman Badajoz y la tratan como a una aldea rifeña: asesinan y saquean. «Ninguna fuerza humana era ya capaz de contener la ciega pasión del legionario combativo, al que la pérdida de sus camaradas sacó de quicio la razón y el sentimiento —escribe el testigo Juan José Calleja—. Acaba de cualquier forma y posición, ya con bombas de mano o a la bayoneta, con el cuchillo en la boca o con pistolas ametralladoras.» [38]

A todo hombre que tenga un hematoma en el hombro derecho, la señal del retroceso del fusil, lo fusilan en el acto, junto con los militares leales a la República y buena parte de los carabineros capturados.

«En la calle hay una enorme algarada —anota el oficial Alberto Serrano—. Grupos de legionarios y moros son obsequiados en las casas. De cuando en cuando unos tiros. Es que son descubiertos algunos rojos. En las calles se apilan montones de cadáveres. Terminado todo lo mío voy a ver si ceno.» [39]

En las calles sembradas de cadáveres, los moros instalan tenderetes en los que malvenden el producto del saqueo: enseres, telas, máquinas de coser, relojes, sortijas.

En total, los atacantes han perdido a cuarenta y cuatro hombres y tienen varios cientos de heridos. Las cifras de bajas de los defensores de la ciudad es incierta. Durante un tiempo circuló la especie de que Yagüe había encerrado a milicianos o simples sospechosos de simpatizar con la izquierda en las corralizas de la plaza de toros, de donde los fueron sacando al ruedo para que una ametralladora emplazada en un palco acabara con ellos. La propaganda republicana hablaba de unos nueve mil muertos. Parece que la cifra real de fusilados andaría en torno a los mil doscientos, cuyos cadáveres fueron apilados y quemados en el cementerio.

 

Capítulo 16

 

Solemne cambio de bandera

 

Sevilla, 15 de agosto de 1936

Mientras la sangre riega las calles de Badajoz, Sevilla se engalana para la festividad de su patrona, la Virgen de los Reyes, y para el solemne restablecimiento de la bandera tradicional española, la roja y gualda, la de la monarquía.

Franco se siente feliz por varios motivos. El ejército que ha tomado Badajoz es el suyo, el que se levantó en África, lo que fortalece su posición en la carrera por la jefatura nacional. Por otra parte, va a restaurar, oficialmente, la bandera bicolor monárquica como enseña de la España nacional opuesta a la republicana. La gente de derechas, especialmente los monárquicos, nunca aceptó bien el cambio de bandera impuesto por la República. Ya lo decía la cancioncilla:

 

Me está jodiendo el morao
Que está junto al amarillo
Debajo del colorao

 

Eso favorece a Franco también porque sus dos competidores más directos, Mola y Queipo, tienen un pasado republicano que enturbia sus carreras, mientras que él, dentro de su calculada ambigüedad, nunca se ha manifestado contrario a la monarquía. «Por otra parte, el acto en sí representa un desacato a la Junta de Defensa, cuyo presidente, el general Cabanellas, ante los hechos consumados, se ve obligado a firmar, dos semanas más tarde, y muy a su pesar, el decreto por el que se restablece la bandera bicolor.» [40]

El cardenal Ilundain recibe a Franco y a su incondicional Millán Astray en el aeródromo sevillano. Queipo, que simpatiza poco con Franco, excusa su presencia: «Si Franco quiere verme ya sabe dónde estoy».

Franco toma nota, pero disimula el desaire.

Tres coches negros charolados conducen a Franco y a su comitiva al palacio Yanduri.

La restauración de la bandera se va a celebrar en el ayuntamiento. La plaza Nueva está atestada de público, el pueblo de Sevilla endomingado, colchas en los balcones, señoritas de mantilla, muchas camisas azules, muchas boinas rojas, mucho caqui militar, mucho calor, banderas, pancartas, vendedores de helados… Ven llegar a Franco, que vive su gran día; a Millán Astray, con su manga doblada y su parche en el hueco del ojo, y al cardenal Ilundain, gordo, con su vestido púrpura y su rotundo anillo archiepiscopal. Aclamaciones de la multitud. El alcalde Ramón de Carranza, marqués de Sotohermoso, terrateniente y mayorista de pescado, los recibe oficioso, vestido de esmoquin, a la puerta de la Casa Consistorial, de cuyos balcones cuelgan paños festivos. Saludos. Parabienes. Las autoridades ascienden por los amplios peldaños de mármol observados por los ojos fríos de las esculturas que exornan la escalera. El salón de respeto los acoge entre sus muros entelados y decorados con retratos al óleo de antiguos próceres.

Es la hora de comenzar la ceremonia y a Franco le gusta la puntualidad, pero falta Queipo. El díscolo general se hace esperar diez eternos minutos. Por fin, desciende de su automóvil. Nuevas aclamaciones de la multitud a las que Queipo responde con saludos.

Queipo asciende por la escalinata con lentitud solemne. Penetra en el salón, donde lo esperan impacientes. El alcalde, nervioso, invita a pasar al balcón.

El gentío prorrumpe en vítores cuando aparecen en la fachada principal Franco, bajito y algo gordo, Queipo, alto y espigado, Millán Astray, tuerto, el cardenal Ilundain, gordo, y el alcalde Carranza. Saludan. La plaza redobla sus vítores y aplausos.

Con gesto patricio, Queipo solicita silencio. Ajusta el micrófono —los altavoces chirrían—, desdobla unas cuartillas y lee declamatoriamente, con la afectada entonación propia de la época, un farragoso discurso que ha pergeñado con voluntad de estilo.

—¡Soldados, ciudadanos de Sevilla! En este ambiente de patriotismo que aquí se respira y enfervoriza el alma, estamos reunidos para dar satisfacción a nuestros anhelos de ver ondear la gloriosa bandera roja y gualda que veneraron generaciones de antepasados…

El tornadizo general, que siempre se confesó republicano (y quizá por eso la República favoreció su carrera), el que se unió a la rebelión sin dejar de proclamarse fiel a la República, a la que había que rescatar de las garras del Frente Popular, olvida sus convicciones y arremete contra la bandera tricolor republicana:

—Una de las mayores torpezas que cometió el gobierno de la República —prosigue su discurso— fue modificar los sagrados colores de la bandera nacional, introduciendo en ella el morado, que nadie sabe por qué (a mí, al menos, no se me alcanza) la razón que tuviera para variarlo. (…) Yo voy a tratar de demostrar que este color morado que se puso en la bandera de la República no tiene valor de ninguna clase; es más, es un color que todo hombre honrado, todo caballero español debe rechazar…

Queipo se mete en camisa de once varas y demuestra su incultura enciclopédica al comentar las antiguas banderas, tema que a todas luces ignora, remontándose al antiguo Egipto y a Roma, hasta llegar al morado de la bandera republicana, que, según él, procede de la banda que llevaban los concejales madrileños. Finalmente, para rematar, cita la copla popular que dice:

 

Colores de sangre y oro
Son los de nuestra bandera.
No hay oro para comprarla
Ni sangre para vencerla.

 

El público, entregado de oficio, interrumpe repetidamente para ovacionar y jalear al general, pero las personas de más juicio, entre ellos Franco y Millán Astray, intercambian miradas cómplices y sonríen disimuladamente cuando lo ven perdido en el berenjenal de su oratoria huera y campanuda.

Concluido el discurso, y la ovación prolongada que lo celebra, se iza solemnemente la bandera roja y gualda que a continuación besan «frenéticamente» (así lo describirá ABC al día siguiente) Franco, Queipo, Millán Astray y el alcalde Carranza.

A continuación, Franco pronuncia un discurso discreto en el que alaba «la bandera roja y gualda, que es la que está en el corazón de la inmensa mayoría de los españoles —una voz en la plaza grita: “¡De todos!”— (…) la bander roja y gualda es la insignia de una raza, de unos ideales, de una dignidad, de una religión (…) es el oro de Castilla y la sangre de Aragón…».

Finalmente le toca hablar a Millán Astray, bien oiréis lo que dirá:

«¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio, que voy a ser muy breve! —promete—. ¡Sevillanos! ¡Legionarios sevillanos! Ya habéis escuchado al glorioso general Queipo de Llano los orígenes de esta enseña gloriosa…». Yo sólo voy a glosar el lema de la Legión.

El fundador de la Legión elogia a los africanos que están salvando a la Patria y convoca a los sevillanos, especialmente a los obreros (sic), para que coreen al unísono la divisa de la Legión:

—¡Viva la Muerte! ¡Viva la Muerte! ¡Viva la Muerte! ¡Viva España!

El público corea los gritos con fervor patriótico.

Mientras Sevilla aclama a los generales alzados en la plaza Nueva, a pocos metros de allí, en un calabozo de Capitanía, medita sobre su suerte el general Miguel Campins Aura.

[37] Iniesta Cano, Memorias, Planeta, Barcelona, 1989, p. 125.

[38] Francisco Espinosa, La columna de la muerte, Crítica, Barcelona, 2003, p. 92.

[39] Ibid., p. 92.

[40] Carlos Blanco Escolá, La incompetencia militar de Franco, Alianza Ed., Madrid, 2000, p. 248.

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