Capítulo 16 Solemne cambio de bandera

Publicado el 30 de marzo de 2022, 23:20

En 1928, cuando nombraron a Franco director de la Academia Militar de Zaragoza, el futuro Caudillo escogió a su amigo Campins como subdirector. El 18 de julio Campins se mantuvo fiel a la República y, aunque después intentó arreglarlo, ya era demasiado tarde. Detenido y trasladado a Sevilla, Queipo de Llano lo ha sometido a un Consejo de Guerra que lo ha condenado a muerte.

Franco ha enviado varias cartas a Queipo rogándole que indulte a su amigo. La última, en la víspera del fusilamiento, la entrega en mano el primo y ayudante de Franco, Franco Salgado-Araujo, pero Queipo se muestra inflexible:

—No quiero abrir ninguna otra carta de su general que trate de este enojoso asunto, y dígale que mañana domingo será fusilado.

Al amanecer del 16 de agosto fusilan a Campins.

Ese mismo día Queipo recibe un telegrama de la viuda: «Inquietísima ruégole me dé noticias ocurrido a mi marido Stop Estoy hotel Florida Coso 92. Dolores Roda».

Diez días después Queipo envía otro telegrama al general Cabanellas: «Ruego comunique doña Dolores Roda de Campins que su marido general Campins falleció 16 corriente».

Poco después Franco recibe una carta de Dolores Roda:

 

Franco, Franco, ¿qué han hecho con mi marido? ¿Quién me lo ha matado? ¿Qué crimen ha sido el suyo? ¿A quién mató él? Ésos que le han matado (quienes sean) no lo conocen, no saben quién es. Usted si lo conoce. Usted sabe su valer como cristiano, como caballero. ¡Usted sabe quién es! Usted, que es hoy la primera figura de España, ¿no lo pudo salvar?, ¿qué pasó, Dios mío, qué?

Perdóneme, pero dígame algo. Yo estoy aquí sola, incomunicada, y acabaré por perder la razón de tanto pensar cosas que no puedo comprender. Dígame algo, se lo suplico. ¿Qué pudo pasar, qué? Matarlo otro hombre, ¡de los suyos! ¡No puede ser! Perdóneme y tenga caridad del mayor de los dolores que puede tener una mujer.

DOLORES RODA

 

Así que Queipo de Llano ha fusilado a Campins por desairar a Franco y, de paso, a su señora, que era amiga de la esposa de Campins. En su momento, Franco se tomará el desquite negando el indulto que Queipo de Llano y Cabanellas le solicitan para el general Domingo Batet. Ojo por ojo.

Franco y Queipo nunca se pudieron ver. En privado, Queipo llama a Franco «Paca la Culona». A medida que aumenta el poder de Franco disminuye el de Queipo de Llano, que pasa el resto de la guerra aparcado en su virreinato sevillano, donde gobierna y administra con buen juicio, aunque cuarteleramente. La guerra se traslada a Madrid y al norte (salvo la campaña de Málaga y alguna acción menuda en el sur).

Regresemos ahora al caliente verano de 1936. Mientras la ciudad de la gracia (Sevilla, naturalmente), honra la bandera bicolor restaurada, la columna Madrid, sangre, sudor y hierro, abandona Badajoz, que deja muy pacificada, y reanuda su avance triunfal hacia Madrid, remontando el Tajo, ya a un ritmo más lento porque el ejército de la República comienza a organizarse y a resistir. El gobierno de Madrid confía en detener a los rebeldes a la altura de Talavera, donde algunas unidades de confianza lo aguardan parapetadas en trincheras y defendidas por alambradas.

Durante un par de días, los republicanos ofrecen enconada resistencia, pero acaban cediendo ante el temor de verse envueltos («¡Nos copan!») por las temidas tropas africanas. Los nacionales ocupan la ciudad.

«El camino de Madrid estaba libre» (Líster).

Madrid está a setenta kilómetros, dos días de camino en términos militares.

Cae el gobierno Giral, último coletazo del Estado parlamentario y burgués, que se ahoga en la marea de sangre. Lo sustituye el gobierno de Largo Caballero, el fogoso líder ugetista denominado el Sargento por sus correligionarios. A partir de ahora, la República caminará a pasos agigantados hacia la dictadura del proletariado.

En Madrid cunde el pánico: «Estamos inermes ante los matarifes. Aníbal ad portas! —anota el profesor Salustiano Pérez Lomas en su diario—. Sólo que Aníbal no logró entrar en Roma y los rebeldes sí que entrarán en Madrid a menos que ocurra un milagro».

El milagro ocurre. Cuando todo parece perdido, Franco toma la decisión más controvertida de la guerra: en lugar de dirigirse a Madrid desvía sus tropas hacia el sureste para socorrer a los nacionales sitiados en el Alcázar de Toledo.

En términos militares, esta decisión es francamente torpe, pero en términos políticos prueba la astucia de Franco, que prolonga la guerra para afianzar su poder en el bando nacional.

Los gubernamentales, por su parte, otorgan al general Miaja el mando de una columna que sale de Valencia y arrebata Albacete a los sublevados. Después, sin gran oposición, avanza sobre el valle del Guadalquivir en dirección a Córdoba y Sevilla. No obstante, Miaja se detiene, cauto, temeroso quizá, a cuarenta kilómetros de Córdoba para sanear su retaguardia y afirmarse en los pasos de sierra Morena. Allí se estabiliza el frente.

El fotógrafo húngaro Robert Cappa asiste a los combates y escaramuzas. Entre sus fotografías se hará famosa la titulada «Muerte de un soldado republicano en Cerro Muriano, 5 de septiembre del 36»: un hombre alto y seco, amojamado y moreno, vestido con mono blanco, correajes y cartucheras negros, calzado con esparteñas, acaba de recibir un balazo y cae de espaldas flexionando las rodillas, como si estuviera sentado en el aire, el brazo extendido, todavía tocando su fusil con la punta de los dedos.

Peter Härtling, en su ensayo El soldado español, piensa que esa foto ha unido para siempre al muerto y al fotógrafo. ¿Qué sabían el uno del otro? ¿Cómo llegaron a encontrarse? Medita Härtling sobre el destino de los héroes taciturnos de Malraux, de Hemingway, la desmitificación idealizada en una especie de confuso manierismo romántico. La muerte, el supremo sacramento del guerrero, que al final se encuentra con ella y se perpetúa en una foto como de novios, ¡viva la muerte!

Esta fotografía, que se ha convertido en la imagen gráfica de la guerras del siglo XX y lo que va del XXI , es probablemente falsa. El hombre fulminado por la bala pertenece a un grupo de milicianos que se prestó jovialmente a escenificar para el fotógrafo húngaro el asalto a las posiciones enemigas. En el reportaje vemos que dos de los milicianos que posaban caen sucesivamente alcanzados por sendos balazos exactamente en el mismo palmo de tierra, a un metro de distancia del objetivo del fotógrafo. Demasiada coincidencia para ser verdad. El famoso muerto de la camisa blanca se ha identificado como el miliciano Federico Borrell García, natural de Alcoy, de veintidós años de edad.

Nuestro tiempo, como cualquier tiempo antiguo, se nutre de mentiras, de engañosas imágenes preparadas. El miliciano de Cappa sigue representando la imagen de la guerra, y esa verdad puede más que su posible mentira.

En el resto de España, las columnas resultan menos operativas. De Castellón sale una, integrada por guardias civiles y milicianos, con destino a Teruel, pero al llegar a Puebla de Valverde los guardias fusilan a unos cuantos izquierdistas significados y se pasan, con armas y bagajes, al bando nacional.

—No te puedes fiar de nadie —comenta Bernardo Afán a su primo.

—Y de los guardias, menos —conviene el ujier—. A la Guardia Civil había que haberla fusilado cuando empezó la guerra: todos facciosos.

En Barcelona, tras la euforia libertaria de los primeros momentos, se constituye una columna de seis mil anarquistas de la CNT al mando de Durruti. Se dirigen a Zaragoza, ciudad de raigambre libertaria que ha quedado en manos de los nacionales. Otra columna formada por unos miles de ugetistas se dirige hacia Huesca. «Íbamos como a una romería, felices y contentos en nuestro entusiasmo al grito de “¡A Zaragoza, a liberarla!”», recuerda Celestino Menta.

Desde el punto de vista militar, las columnas son un desastre: los milicianos discuten las órdenes de sus jefes, las decisiones se toman en asamblea, las operaciones se planean entre líderes libertarios sin idea de táctica ni de instrucción. Si acaso, se dejan aconsejar por algunos oficiales de carrera, aunque siempre desconfiando de ellos, no sea que los metan en una ratonera. Entre los militares de carrera abundan los golpistas emboscados que simulan ser de izquierdas hasta que encuentran la ocasión propicia para pasarse al enemigo. Para terminar de arreglar las cosas, entre las putas liberadas del barrio Chino de Barcelona, que no renuncian a su antiguo comercio, y algunas milicianas tan abnegadas que creen su deber patriótico yacer con los camaradas, la incidencia de enfermedades venéreas entre los anarquistas es tan preocupante que Líster opta por meter a las milicianas en camiones y reexpedirlas a la retaguardia. Mientras tanto, los sanitarios no dan abasto: permanganato, cánula hacia los adentros y el grito en el cielo.

Este entusiasmo revolucionario por el amor libre deja algunas pruebas memorables como hemos referido anteriormente. Entre los papeles encontrados a los sitiadores del Alcázar de Toledo figura un vale expedido y sellado por un jefe de milicias que reza «Vale por cinco porvos con la Lola», seguramente en recompensa por alguna hazaña del beneficiario. Eso es hacer la revolución. A la mierda las medallas y condecoraciones pequeñoburguesas.

El entusiasmo de los anarquistas que se dirigen a Zaragoza decrece a medida que se aproximan a la ciudad del Pilar, debido a las dificultades logísticas, a la falta de equipo y a la inoperancia de unos mandos improvisados y ayunos de ciencia militar. Tan sólo logran estabilizar el frente en Aragón. Parte de su fracaso se puede atribuir a la indiscreción con que informan al enemigo de la composición y despliegue de sus fuerzas a través de los avisos insertos en los periódicos: «Pedro Sánchez, del “Batallón Los Libertarios”, en Barbastro, saluda a su amigo Pepe García, Salud y Revolución», «Tomás López, del “Batallón de Hierro”, en Siétamo, saluda a sus compañeros de Hospitalet».

Fracasan las columnas vascas que parten de Bilbao y San Sebastián. También fracasan las columnas nacionales que intentan socorrer desde Galicia a sus correligionarios sitiados en Oviedo.

Dos expediciones navales enviadas desde Barcelona y Valencia ocupan Ibiza y Formentera para la República, pero la enviada para recuperar Mallorca fracasa.

En los frentes se enciende la guerra. En la retaguardia republicana, la revolución le arrebata sus bienes a los potentados y se los entrega a los parias de la tierra. Los más avanzados intentan abolir el dinero. «En Fraga —se ufana un anarquista—, si llegara Rockefeller con toda su fortuna no podría pagarse ni un café. El dinero, vuestro dios y servidor, ha sido abolido y el pueblo es feliz».

Las colectivizaciones anarquistas triunfan por doquier, especialmente en Cataluña. Cooperativas obreras se hacen cargo de las fincas y de las fábricas, cuyos propietarios han huido. Se impone el salario único interprofesional, otra utopía libertaria.

En el sur, Granada es un bastión rebelde casi rodeado por las milicias leales. El frente está a catorce kilómetros de la ciudad y su única comunicación con el resto del territorio nacional es el ferrocarril de Bobadilla y la carretera de Córdoba, que está batida por la fusilería enemiga entre Loja y Archidona. El día 14 de septiembre los falangistas que guardan la avanzadilla de la carretera de Jaén en la venta de Juanito, donde culmina la cuesta de las Cabezas (hoy, el lugar está sumergido bajo las aguas del pantano de Cubillas), ven aproximarse un coche negro con las siglas CNT-FAI pintadas en la carrocería a grandes brochazos. Aprestan los fusiles y en cuanto el coche llega a su altura le dan el alto. Demasiado tarde, el chófer comprende que ha equivocado el camino. En el asiento de atrás viaja una mujer joven y bella ataviada con mono de miliciano. Desciende del vehículo y antes de que nadie pueda impedirlo se lleva una pistola a la sien y se descerraja un tiro. El chófer explica, abatido, que la muchacha suicida es la famosa periodista de Mundo Obrero Lina Odena, que se dirigía a Colomera para escribir un reportaje sobre las milicias malagueñas.

La muerte de Lina Odena se destaca en la prensa de uno y otro lado. Para la República es una heroína y una mártir; para los rebeldes, una asesina que un mes antes vació el cargador de su pistola en la cabeza del sacerdote Manuel Vázquez Alfaya, en Motril.

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