Entre los cristianos sus pensamientos derivaban por otros vericuetos. Su sueño era acabar con aquel símbolo del paganismo. El Serapeo era un desafío a sus creencias. Allí se enseñaban ciencias peligrosas y sus maestros proclamaban que cada cual podía buscar la verdad siguiendo su propio camino. ¿Cómo podía afirmarse semejante barbaridad cuando solo había una verdad? Habían escuchado decir que sus filósofos difundían peligrosas ideas acerca de la fe y la razón, incluso afirmaban que la primera adormecía la segunda y lanzaban al hombre por el camino de la pereza, al no tener que realizar ningún esfuerzo. El mayor de sus deseos era asaltar el Serapeo y acabar con el veneno que difundían desde aquel nido de víboras.
Con la llegada del primer albor, mucho antes de que los primeros rayos de sol se proyectaran desde la zona de Eleusis y del Hipódromo, la actividad crecía en el campamento. Por el contrario, el silencio más profundo envolvía el Serapeo. Sus grandes puertas estaban cerradas y sus amplias terrazas aparecían desiertas. Daba la sensación de que el templo estaba vacío, que todos se habían marchado.
Cuando el prefecto, que se había retirado durante la noche a la comodidad de su palacio, llegó al campamento, se encontró con que el patriarca y su inseparable Cirilo ya estaban allí.
—El tiempo que les concediste ha concluido, prefecto. —Teófilo dirigióuna significativa mirada hacia los muros del templo—. No veo que esos paganos tengan la intención de cumplir las órdenes del emperador.
Como si fuese una respuesta a las palabras del patriarca, un ruido se escuchó por encima de sus cabezas, era el quejido de los goznes de las grandes puertas de bronce del templo que se abrían hasta quedar de par en par. Durante unos segundos no ocurrió nada, luego, en medio de un silencio expectante, apareció la figura del pontífice, revestido con todos los atributos de su dignidad. Pausanias encabezaba una abigarrada procesión formada por los directores de las diferentes secciones; le seguían sacerdotes, maestros, auxiliares, escribas, alumnos, sirvientes, devotos, heridos capaces de andar y los que no, en sillas y parihuelas, y la legión degentes que la víspera había buscado refugio tras aquellos muros imponentes. Descendían lentamente por la empinada cuesta, entonando cánticos en honor a Serapis.
El prefecto impartió una serie de órdenes a sus oficiales; los soldados abrirían un pasillo para permitir el paso franco a la muchedumbre que descendía del Serapeo. No se sentía cómodo con la presencia de Cirilo, el intransigente secretario y sobrino del patriarca con quien formaba una pareja que le producía un rechazo instintivo. No eran ellosquienes tenían que dar cumplimiento a los edictos imperiales, por muy interesados que estuviesen en que así fuese. Las intromisiones en los asuntos de gobierno de aquellos clérigos, que se consideraban poseedores de una verdad excluyente, eran cada vez más frecuentes. Sus exigencias aumentaban de día en día y actuaban con una altivez que rayaba en la soberbia. Sus actos contradecían la humildad que predicaban.
En el rostro del pontífice se adivinaba la dureza de la noche vivida, reflejaba un cansancio infinito. Pausanias, cuyo venerable aspecto causaba impresión, avanzaba con paso lento, pero firme, flanqueado por dos jóvenes sacerdotes. Detrás, formando una apretada fila, marchaban todos los directores, vestidos con las togas propias de su dignidad.
Poco antes de llegar a la altura del prefecto, el joven Filotas se adelantó con paso vivo, saludó al representante del emperador y le entregó un rollo de papiro. Antes de despedirse el director de la sección musical le comentó:
—Únicamente el cumplimiento de las órdenes imperiales nos ha llevado a abandonar el Serapeo. Considera que en su biblioteca se atesora parte importante del saber de muchos siglos y la experiencia de algunos de los hombres más sabios que han existido. Todo ello queda bajo tu custodia y responsabilidad.
Cirilo, que se había acercado sigilosamente, fue testigo de aquellas palabras. El secretario del patriarca no se molestó en disimular una burlona sonrisa.
Durante más de una hora el cortejo desfiló entre las largas hileras de soldados que llegaban hasta cerca del final del barrio de Racotis. Muchos trataban de ocultar el miedo que les atenazaba y otros trataban de contener el llanto que asomaba a sus ojos. Los menos miraban desafiantes a los parabolanos que, situados al otro lado del cordón militar, disfrutaban del momento; algunos golpeaban la palma de la mano con el extremo de la porra en un gesto cargado de agresividad. Tras ellos se agolpaba una muchedumbre expectante.
El saqueo fue terrible.
Cuando los soldados se retiraron —los oficiales reprimieron duramente las protestas de algunos de sus hombres que se quejaban por la pérdida de un botín fácil—, una turbamulta asaltó el último de los grandes templos de Alejandría. El símbolo de la confraternización del helenismo y las viejas creencias del Egipto faraónico fue arrasado. Mientras unos robaban todo lo que se había depositado allí de valor a lo largo de varios siglos, otros derribaban de sus pedestales las estatuas de Serapis y con grandes martillos las golpearon hasta dejarlas reducidas a polvo.
La barbarie de los asaltantes destruyó instrumentos de peso y medida de alta precisión. Mapas murales del mundo conocido y representaciones del firmamento en los momentos de los equinoccios y los solsticios, recreados con exactitud matemática, desaparecieron para siempre. La misma suerte corrió el valioso instrumental quirúrgico de que se servían sus médicos y las maquetas de ingeniosas máquinas. Todo fue pasto de la devastación y del fanatismo de quienes consideraban aquel lugar como la antesala del infierno.
Por orden de Cirilo se protegió la biblioteca. Un nutrido grupo de parabolanos cerró el paso de las turbas a las salas donde se guardaban los papiros y pergaminos que constituían uno de los mayores tesoros del templo. Los monjes se mantuvieron firmes durante los tres días con sus correspondientes noches que duró el pillaje hasta que se acabó con todo. Luego quedó una guardia permanente.
Unos días más tarde, los alejandrinos se vieron sorprendidos con el anuncio que unos pregoneros voceaban en plazas y esquinas: la celebración de un gran espectáculo en el Estadio, sin especificar de qué se trataba. El lugar llevaba cerrado muchos años, sumido en la incuria y el abandono.
La víspera de la fecha señalada comenzó a circular una noticia increíble.
—¡Las carretas bajan del Serapeo!
—¡Se cuentan por docenas!
En la Vía Canópica y en los más apartados barrios las conversaciones giraban en torno a lo mismo: la larga hilera de carretas que bajaba del arrasado templo.
No se trataba de uno de los frecuentes bulos que circulaban por la ciudad; era cierto. Desde el amanecer docenas de carretas tiradas por bueyes subían hasta las ruinas del templo, allí eran cargadas con los fondos de la biblioteca, sin el menor cuidado. Muchos rollos, envejecidos por el paso del tiempo, crujían al romperse, aplastados por el peso. Para los porteadores lo más importante era apretar la carga para hacer los menos viajes posibles. Los transportaban hasta el Estadio donde eran amontonados de cualquier manera, hasta que formaron con ellos una verdadera montaña en el centro de la pista de carreras.
A la caída de la tarde las gradas del Estadio estaban abarrotadas. Grandes antorchas iluminaron el escenario cuando, con la llegada del crepúsculo, un cortejo de clérigos presididos por el patriarca anunció que estaba próximo el comienzo del espectáculo. Unos individuos rociaron con una mezcla de pez y aceite de oliva la base de la descomunal pirámide que se alzaba en el centro del recinto, alcanzando más de quince codos de altura. Después, docenas de parabolanos se acercaron portando antorchas encendidas. A una orden de Cirilo, que actuaba como maestro de ceremonias, prendieron la pira. En pocos minutos, lenguas de fuego que ascendían hacia el cielo alumbraron con resplandores siniestros la oscura noche que caía sobre Alejandría.
Entre la muchedumbre eran muchos los que lanzaban gritos de aliento a los incendiarios y los aplaudían con devoción. Para ellos el que las llamas se elevasen era signo inequívoco de que estaban llevando a cabo una acción grata a los ojos de Dios. Otros, por el contrario, asistían atónitos al triste espectáculo que se ofrecía ante sus ojos y guardaban silencio, sin acabar de dar crédito a lo que veían. En aquella gigantesca pira se estaba consumiendo a toda velocidad la constancia, el tesón y el sacrificio de miles de personas que con su trabajo habían procurado arrancarle sus secretos a la naturaleza, hacer más llevadero el esfuerzo de la humanidad o proporcionar alivio y consuelo a los enfermos y afligidos; de la mayor parte de las obras que estaban ardiendo ni siquiera se guardaría memoria de su título.
Desde la terraza de su casa Hipatia y Teón asistían consternados a aquel holocausto de la sabiduría, cuyo resplandor llegaba desde el otro lado de las murallas. Un dolor insoportable afligía su pecho, conscientes de que un mundo estaba agonizando. La hija de Teón renovó aquella triste noche su compromiso de no rendirse sin presentar batalla.
—Quienes queman libros pueden quemar cualquier cosa, incluso a laspersonas. Les ocurrió a ellos cuando los quemaron por ser fieles a sus ideas. No hemos aprendido mucho en estos trescientos años. Ellos están haciendo lo mismo —comentó Hipatia con las lágrimas arrasando sus ojos.
—Han elevado sus creencias a la categoría de única verdad y destruyen todo lo que no coincide con ella. —Teón puso un brazo sobre el hombro de su hija—. Ni siquiera permiten el debate entre ellos mismos. Recuerda lo que tuvo que hacer Papías para poner a salvo algunos escritos porque en ellos laten otros pensamientos, otras creencias, quizá algunas verdades.
Hipatia recordó aquellos textos que leyó a toda prisa en pocos días, hacía ya cuatro años. Conservaba los códices en un nicho de la biblioteca.
—Cuando pasen los siglos no quedará recuerdo de esas obras que el fuego está devorando.
—¡Están reduciendo a cenizas los esfuerzos de docenas de generaciones! —exclamó Hipatia con lágrimas en los ojos y la vista fija en el resplandor que teñía de rojo la noche de Alejandría.
Dejó escapar un suspiro y abandonó la terraza.
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