He aquí otro lugar común para escapar de nuestras responsabilidades. ¿Quién no habrá argüido en uno u otro momento, cuando se la han solicitado, que mi intervención (o contribución) no serviría de nada? La ventaja de esta estratagema estriba en ganar placidez a fuerza de traspasar la responsabilidad a otros más poderosos y eludir así comprometerse en una situación que no admite soluciones fáciles. Nos tienta entonces decir que sólo el Gobierno o algún otro poder irresistible podrían cambiar las cosas, pero no el propio sujeto en su manifiesta impotencia.
1. Esta evasiva, tan corriente, es un ejemplo de la fijación de la gente por los resultados: a menos que podamos obtener alguna gratificación de participar en el éxito, no queremos participar en la batalla. Emparentada con esta justificación, quien prefiere no ser actor puede también rehusar su ayuda presente a causa de alguna experiencia desagradable o dolorosa sufrida a raíz de un compromiso anterior. De suerte que, como aquello entonces no funcionó o le produjo ciertos sinsabores, ya no hay nada que esté en sus manos volver a hacer en esa materia.
Pongámonos en los supuestos más trágicos, aquellos en los que toda resistencia parece del todo inútil y condenada al fracaso. Pues bien, también entonces habrá que seguir luchando, hasta sin esperanza. La carencia de expectativas de éxito, que en ocasiones —cuando tal expectativa es demasiado improbable— podría explicar nuestra resignada abstención, no siempre justifica por completo el abandono de la labor de resistencia. Lo primero sería procurar reducir el daño, ciertamente, pero enseguida también revelar mediante el propio intento de que estamos ante un mal y que ese mal nos desafía a erradicarlo, sea cual fuere su hipotético desenlace. Al fin y al cabo, nuestra obligación moral es la de combatir, no la de vencer. Impresiona la enseñanza contenida en una preciosa anécdota que cuenta Norman Manea: «“¿Por qué continúas predicando, si sabes que no puedes cambiar a los malvados?”, le preguntaron a un rabino. “Para no cambiar yo”, fue su respuesta». Es algo que provoca la burla de quienes tildan despectivamente de «testimonial» toda palabra o conducta en la arena política para tacharlas así de ineficaces. Faltos del sentido del deber, ignoran también el poder práctico del ejemplo.
Pero aceptemos asimismo que la lucha estuviera condenada al anonimato y al olvido de los heroicos resistentes. Ni siquiera entonces cabría afirmar que la oposición al mal no sirve de nada. Hay en el mundo demasiada gente —escribió Hannah Arendt— para que el olvido sea posible. Como siempre quedará alguien para contar la historia, nada podrá ser jamás «prácticamente inútil», por lo menos a la larga. ¿Y qué pasaría si con toda seguridad la empresa fuera del todo inútil y condenada a la desmemoria? ¿Habría por ello que desistir de la protesta o deberíamos mantenerla con igual empeño a fin de dar testimonio siquiera ante este único testigo que sería entonces uno mismo?
2. Por aquí se presenta ese alegato según el cual que me abstenga o no, apenas hay diferencia (para no referirnos a ese otro más extremoso de
que, de haber intervenido, las consecuencias habrían sido aún peores). Es una excusa que ofrece demasiados flancos débiles. Por de pronto, si soy capaz de salvar a una sola persona de la muerte o de la miseria, el hecho de que no pueda rescatar a otros muchos es irrelevante frente al valor moral de redimir al menos a aquella persona singular. A veces los problemas enormes producen una parálisis irracional de la imaginación, como si pensar en términos de millones de vidas nos vetara comprender la importancia de una sola. Pero es que además mi conducta pasiva de ciudadano resignado puede ser decisiva en el resultado que está en juego. Hay casos en que rige un umbral absoluto; por ejemplo, cuando se trata de elecciones en las que un solo voto puede suponer la victoria o la derrota completas del candidato de mis preferencias. O bien situaciones en que se da un umbral de discriminación. Ocurre allí donde el acto de una sola persona empuja ligeramente a las circunstancias en un determinado sentido favorable o desfavorable, pero cuya contribución puede ser demasiado pequeña para ser percibida en caso de que sus efectos queden esparcidos a lo largo y ancho de toda una comunidad. La acción ha sido tal vez decisiva, pero no se nota.
Y entre los reparos frente a quienes todavía argumentan en favor de la indiferencia entre acción y omisión habría que enunciar, en fin, una especie de «principio de divisibilidad». Este principio dice que, allí donde el daño sea una cuestión de grado, las acciones que no alcancen unas cotas significativas serán malas en la medida exacta en que ayuden a precipitar ese daño. Valdría aplicar este mismo cálculo a las omisiones. Cuando cien dejaciones como la mía son necesarias para provocar una diferencia perniciosa detectable, ¿no habrá que concluir que me corresponde al menos alguna responsabilidad por esa centésima parte del perjuicio producido?
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