De la obligación de respetar la vida, el bienestar o la dignidad ajenas, ¿no se desprenderá también el deber de defenderlas cuando estén amenazadas, y tanto más cuanto más grave y próxima sea tal amenaza? Y ese deber ¿no llegará a incluir el de arriesgar el bienestar o hasta la vida propia en situaciones excepcionales? La respuesta negativa se arrimará entonces al tópico de costumbre: Yo no tengo madera de héroe.
1. El más enterado sentenciará que esos que se sugieren son actos heroicos y que tales actos, por muy valiosos que sean, en modo alguno resultan obligatorios. De ellos se hablará más adelante. De momento dejaré constancia de que el rechazo de ese gesto extraordinario y del riesgo que comporta se considera algo absolutamente natural: como alguien ha dicho, vivimos tiempos en los que el ideal de la supervivencia ha desplazado al del heroísmo.
Si hoy la invocación del deber ya suena mal, ¿para qué mencionar siquiera lo que está más allá del deber? Se diría que, como no es obligatorio, ya vale menos; lo no exigible no es ni siquiera admirable, sino más bien ofensivo por el temible desafío que lanza a nuestras conciencias. Quién más, quién menos, se jacta de ser alguien a quien no se le pueden pedir gravosos esfuerzos ni grandes empresas. Solicitarlo no sólo iría más allá del derecho; sería también una falta de tacto o un vicio moralista. Al héroe ya no se le mira con admiración; cada vez más se le mira con cierto resentimiento, pero sobre todo con sospecha. No es un tipo de fiar por lo mucho que nos exige y nos humilla. Hay como una conjura de los antihéroes o de las personas normales. Y es que lanuestra es una sociedad contraria a sacrificar hoy satisfacciones individuales con vistas a objetivos algo más lejanos y colectivos.
2. No es extraño, pues, que la cobardía se entienda como la reacción más esperable y que acudamos a subterfugios varios para justificarla. Solemos exagerar el peligro experimentado como la raíz del miedo que nos impidió haber mantenido un comportamiento más decidido. Hay temores que invitan a ponerse la venda antes de que asome siquiera la ocasión de la herida. En caso de vivir en una sociedad atemorizada por una banda terrorista, por si acaso, se repite a menudo que cada uno de nosotros somos víctimas potenciales del terror organizado, que sobre todos nosotros se cierne una parecida probabilidad de ser blancos de un atentado mortal. Además del descrédito de las víctimas reales, se intenta así exculpar el escaso compromiso demostrado por estas otras víctimas imaginarias. No menos llamativa es la facilidad con que la opinión pública acepta cualquier apelación al estado de necesidad como pretexto para volcarse en el obsesivo cuidado de la seguridad personal. Una vez más Hannah Arendt ya nos había puesto en guardia contra «la ingenua creencia de que la tentación y la coacción son una misma cosa, y que a nadie debe pedirse que resista la tentación».
Pero la cobardía es mala consejera y, lo sepa o no quien la padece, su conciencia culpable tiene que hacerse perdonar. Para ello nada mejor, en primera instancia, que dar de lado sin distinción cuanto pudiera conferir a ciertas empresas humanas la altura moral suficiente como para exponernos a molestias o peligros por ellas. Si se presupone que no hay causa legítima alguna, tampoco habrá oportunidad para que comparezca el propio coraje o sea reprensible su ausencia. El remiso a intervenir puede quedarse tranquilo. Esta ética de tan bajo rasero equipara interesadamente el valor de los argumentos que sustentan ideales políticos opuestos; desprecia de antemano a todos.
Democracia o despotismo étnico son igual de detestables si la lucha pública que demandan, para defender la una o resistir al otro, pone en riesgo la vida propia o alguna ajena. Tiene que desconfiar por principio y por igual de las grandes palabras con que se revisten las causas colectivas, para así ahorrarse su examen: no vaya a ser que la indiscutible fuerza persuasiva de alguna de ellas le amargue la retirada.
3. Según la convención en materia moral, un acto heroico no es obligatorio, sino optativo; mientras su acción es digna de alabanza, su omisión no se vuelve merecedora de reproche. Por estar más allá de la llamada del deber, pueden solicitarse pero no exigirse. Desde la primacía vigente de los deberes negativos, todo lo que exceda de ellos será un exceso de deber y por eso mismo un no deber. Ahí están esos ejemplos notables de conducta que encarnan héroes y santos, actos excepcionales reservados para unos pocos escogidos. Esta clase de acción se llama supererogatoria, es decir, la que da más de lo debido.
Pero todas estas definiciones caen sólo bajo una de las perspectivas adoptadas por el discurso normativo y el juicio moral: la deóntica, que se expresa en términos de deberes u obligaciones y derechos. Para discernir la paradójica naturaleza de los actos supererogatorios hay otra perspectiva moral indispensable, la axiológica, que atiende más a las disposiciones, valores, virtudes e ideales del sujeto. A fin de cuentas, la moral es una combinación de reglas de conducta y de ideales de excelencia. Desde esta nueva mirada, hay otros deberes que nacen de la conciencia acerca de la conducta mejor, del propósito de una vida más plena, y dan lugar a los actos meritorios. Por ahí resulta que estos actos pueden presentar un carácter al menos recomendable para el sujeto y ya no cabe esperarlos tan sólo de personas fuera de lo común, sino también de las más comunes. En definitiva, su omisión puede serle reprochada a su sujeto en tanto que desdice de su valor moral y lo rebaja.
Un fenómeno bien conocido hablaría en favor de esta tesis: la notable frecuencia con que tendemos paradójicamente a excusarnos de defraudar las llamadas a lo más costoso. Paradójicamente, por cierto, pues se diría que la conciencia de culpa por dejar de hacer algo será justa siempre que el acto en cuestión sea obligatorio, pero no cuando traspase ese límite, o sea, cuando no es en puridad un deber. En este último caso, las excusas con que indirectamente confesamos esa supuesta culpa carecen de sentido y estarían fuera de lugar por ser justificaciones que nadie podría reclamarnos. Y, sin embargo, a menudo las ofrecemos. Nos preocupa que, ya sea nuestro propio yo moral u otros individuos moralmente significativos para nosotros, desaprueben un tanto nuestra conducta. Tal vez porque quien se abstiene de ese plus que exige lo muy valioso está dejando de hacer algo para lo cual posee razones morales que no puede desoír…
Lo que todo ello al fin descubre es que disponemos de dos clases de juicios morales. Los relativos al deber se pronuncian sobre la bondad o maldad de actos particulares; los propios de la virtud, en cambio, aluden a la condición virtuosa o viciosa de las disposiciones y motivos del sujeto. Mientras la ética del deber se centra en la norma, la de la virtud se refiere al carácter del sujeto al que invita a la acción. Quien cumple con sus deberes, pero no da un paso más cuando fuera preciso, no sería ciertamente una persona inmoral, pero sí poco virtuosa.
Rehusar por sistema la eventual llamada de lo supererogatorio implica que el valor moral del sujeto decrece; no por lo que hace, sino por eso en lo que se convierte cuando deja de hacer. Por encima de satisfacer un mínimo moral, la ética de la virtud nos solicita el esfuerzo de llegar a ser cierta clase de persona: no sólo una «buena persona», sino una persona mejor todavía.
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