Y es que quien descubrió las pinturas rupestres de la famosa cueva de Altamira no fue otra que la pequeña María, hija del erudito Marcelino Sanz de Sautuola. Una mañana de 1879, mientras el padre interesado en buscar objetos prehistóricos que había visto en la Exposición Universal de París miraba por el suelo, la hija se dedicó a observar las paredes y el techo de la cueva. En ese momento se cuenta que le dijo a su padre:
—¡Mira, papá, hay bueyes en el techo!
El hombre alzó la vista y observó numerosos bisontes de un rojo sangre, con los detalles y el perfil en negro. Unos saltaban, otros dormían y otros mostraban la lengua fuera como si hubieran huido de algún enemigo.
Los científicos franceses al principio creyeron que era una falsificación, hasta que se descubrieron otras cuevas en Francia también con pinturas rupestres, y no les quedó más remedio que retractarse, aunque ocurrió cuando Marcelino ya había muerto devastado entre calumnias y tachado de mentiroso.
Esta es la llamada Capilla Sixtina del Paleolítico, o de la prehistoria. Una o varias personas entraron en esta cueva hace más de 15.000 años y pintaron figuras de animales como los famosos bisontes y la cierva, y numerosas formas abstractas cuyo significado aún desconocemos.
Los hombres y las mujeres de la prehistoria decoraban las paredes con figuras de animales que representaban la fauna que habitaba durante la Edad de Hielo, un periodo donde los glaciares cubrieron el norte de Europa y zonas montañosas como los Pirineos. Estas pinturas debían de tener alguna intencionalidad, posiblemente simbólica, ya que a las figuras de animales les acompañan manos, puntos, líneas y símbolos sexuales femeninos.
Según los estudios antropológicos, estos símbolos están relacionados con visiones que se tienen tras la ingesta de alucinógenos, posiblemente por los guías espirituales que realizarían estas pinturas y a los que se les conoce como chamanes o brujos. Aunque también se cree que algunos de estos dibujos —como las manos estampadas en la pared— serían mensajes entre diferentes grupos.
La cueva de El Castillo, muy cercana a Santander, fue habitada por neandertales y por los Homo sapiens, es decir, por nuestra especie, y aquí encontramos numerosos símbolos como el famoso techo que contiene unas treinta y dos manos de diferentes individuos. En medio de un camino hay una estalagmita, una columna de calcita que se forma desde el suelo, que fue retocada en tiempos prehistóricos y cuando se ilumina por detrás aparece la sombra del llamado hombre-bisonte, un híbrido cuyo significado aún se desconoce.
¿Qué significaban las pinturas para la gente de la prehistoria? ¿Por qué eligieron lugares concretos dentro de las cuevas? Estas y otras muchas preguntas no tienen de momento respuestas.
UNA MODELO PREHISTÓRICA
Durante la prehistoria aparecen por toda Europa unas figurillas de mujeres, la mayoría sin rostro, en hueso y en piedra. Son de pequeño tamaño, por lo que los grupos las portarían de un lugar a otro; algunas incluso tienen marcas de haber sido atadas con una cuerda, por lo que posiblemente se usaran a modo de colgantes.
No sabemos su significado pero todas siguen un mismo patrón: caderas anchas, vientre marcado y senos grandes. Este patrón se corresponde con una simbología de abundancia y fertilidad. Tenemos que tener en cuenta que estas comunidades debían sobrevivir al clima adverso de la Edad de Hielo, tenían que arriesgar sus vidas luchando contra los leones cavernarios o los lobos, tenían que cazar animales que triplicaban su tamaño como los megaceros —una especie de ciervo— o los bisontes.
Estos habitantes debían de rendir culto a un tipo o idea de divinidad femenina, a un concepto de fertilidad y abundancia, necesario para poder sobrevivir. No solo tenemos muestras en pequeñas esculturas, también se han encontrado grabadas en las cuevas junto a otros símbolos femeninos como las vulvas.
CALENDARIOS SOLARES
Con la llegada de la agricultura y la ganadería, nuestros antepasados tuvieron la necesidad de controlar el tiempo, los días y las estaciones. Querían saber cuándo debían plantar, cuándo cosechar y cuándo se iniciaba el frío invierno, y para ello se fijaron en el cielo. La élite religiosa aprendió no solo que la luna iba cambiando su forma según avanzaba el mes, sino que comenzó a fijarse en la duración de los días, detectando los solsticios de verano e invierno y los equinoccios de primavera y otoño.
Aunque parezca paradójico, la llegada de la agricultura significó muchas veces hambre y miseria, ya que aun controlando los días, no podían predecir el tiempo, ni medir la calidad del suelo para cultivar y no podían dominar las plagas de insectos. Tener o no una cosecha no solo dependía de los días. Por este motivo es muy posible que crearan una religión y un sistema de distracción de la población en torno a los ciclos solares.
Mientras había hambrunas o no era tiempo de cosechas, la élite ordenaba construir o levantar grandes monumentos con bloques de piedra denominados megalitos. A veces estos se usaban de tumbas colectivas —sobre todo en tiempos tempranos—, pero después las construcciones pasaron a funcionar como un calendario, así que se
colocaban de tal manera que una o varias de las piedras se iluminaban o señalaban un punto concreto con su sombra durante algunos días al año al amanecer o al atardecer coincidiendo con los solsticios o equinoccios.
Existen numerosos casos en Europa —el más conocido es el de Stonehenge—, pero en España también hay ejemplos como son los dólmenes de Antequera. Estas comunidades debían arrastrar, mediante un sistema de cuerdas y troncos por el suelo, bloques de más de siete metros de altura y de hasta de ciento ochenta toneladas de peso, y colocarlas en vertical por medio de rampas y zanjas. Estos dólmenes también tienen orientaciones hacia los equinoccios y solsticios, como por ejemplo el dolmen de Viera (Antequera), que ilumina su interior durante el equinoccio de otoño.
CUANDO LA SAL VALÍA MÁS QUE EL ORO
La sal era, durante la prehistoria y la Edad Antigua, un elemento indispensable para la conservación de los alimentos. Este preciado elemento no se extraía a través de las salinas que podemos ver en las zonas costeras, sino de minas. Llegó a ser tan valioso que durante la época de los primeros celtas era considerado mucho más valioso que el oro, por eso se conoce comúnmente como el oro blanco de la prehistoria.
Daba poder y prestigio y era un artículo de lujo que no todo el mundo podía permitirse, ya que no solo servía para la conservación de los alimentos, sino que se hacían tintes —como el preciado púrpura— y permitía la unión del oro y de la plata en la orfebrería. También tiene propiedades antisépticas, por lo que sirvió, además, como medicamento.
Este elemento ha sido de gran utilidad para conocer de primera mano a los celtas, pues si nos trasladamos a las minas de sal que hay en Austria podemos ver objetos orgánicos conservados, como piel con la que hacían los sacos para transportar la sal o zapatos.
El número de minas aumentaría y se descubrirían otros medios para conseguir la sal: la evaporación del agua del mar o la ignición, como se ha observado en Fuente Camacho, Granada.
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