No fueron todos. La llegada a Jerusalén de un grupo tan numeroso, con ocasión de una fiesta para la que la Ley mosaica no exigía la peregrinación a la ciudad santa, habría llamado la atención y parecido —una vez que Jesús hubiera comenzado a exponer sus ideas— una gran provocación, tanto a los escépticos saduceos como a los fariseos más encendidos.
—En el fondo —dijo Jesús a Pedro —, a quien menos debo temer en este viaje es precisamente a los zelotas, que me empujan a él. La presencia de Judasentre nosotros es ciertamente peligrosa, porque quiere exponernos al odio de los otros partidos, pero al mismo tiempo nos da una cierta garantía.
Así, los que se pusieron en camino fueron solo Jesús, los doce apóstoles y algunos discípulos, que no habían querido en absoluto dejar de estar presentes en la expedición hacia la ciudad cuyo nombre evocaba la paz, pero en cuyo seno anidaban odios y mezquindades sin mesura, y donde en nombre de la ortodoxia se libraban enfrentamientos feroces sobre minucias de la Ley.
Jesús sabía que la gente tenía poco que compartir con saduceos y fariseos, pero sabía también que eran esos dos partidos los que gestionaban el poder. Sabía que para el pueblo la palabra saduceo era ya sinónimo de materialista, y que los fariseos, con sus manifestaciones seudorreligiosas, terminaban por ser objeto de burla; sin embargo, tenían en sus manos, por medio del Sanedrín, la administración de la justicia.
Mientras los grandes sacerdotes vivían como epicúreos, los sutiles doctores de la Ley se inventaban llamativas devociones que les obligaban a caminar arrastrando los pies o con los ojos cerrados para no ver a las mujeres, pero suyo era el dinero, suyas las tierras, y suya la tarea de estipular las normas de convivencia con los ocupantes. ¿Qué hubiera podido hacer, en aquel nido de víboras, un puñado de galileos pobres en dinero y cultura, sometidos al desprecio de los poderosos y al escarnio de los humildes? Sin embargo, Jesús sabía asimismo que Jerusalén era el centro del judaísmo, y que solo allí se ganaba o se perdía la guerra por el reino de los Cielos.
Dejaron las tibias temperaturas del mar de Galilea para dirigirse hacia el frío. Tenían unas buenas capas de lana, un buen calzado de cuero y un par de mulas que les había regalado Juana, mujer de un funcionario de Herodes. Cualquier otro habría cruzado el Jordán para descender a lo largo de Perea, evitando el contacto con los samaritanos, pero no así Jesús y los suyos, que ahora ya habían estrechado con aquella gente relaciones de amistad y eran acogidos con alegría en sus casas. Por eso bajaron hacia Siquén, donde Josué había reunido a las tribus de Israel poco antes de su muerte, y luego hacia Siló y Betel.
Llevaban caminando cuatro días, y estaban las murallas de Jerusalén ya casi a la vista, cuando les sorprendió la noche. Estaban cerca de Betania y decidieron entrar en ella, pero las puertas de las casas se hallaban cerradas o se cerraban a la llegada de los forasteros. Solo una, por cuyas ventanas salía una cálida luz, permaneció abierta.
Un hombre estaba sentado junto a la puerta y, cuando estuvieron cerca de él, comprendieron por qué no temía ni a la oscuridad ni a los hombres: la primera era más bien un alivio, pues ocultaba, al menos en parte, las horribles manchas blancas de la lepra, y los segundos tenían demasiado miedo al contagio para tratar de asaltarle o entrar a robar en su casa.
Tampoco algunos de los apóstoles consiguieron disimular un ademán de repulsión ante aquella enfermedad que representaba a sus ojos una impureza no solo física, pero hicieron de tripas corazón y siguieron a Jesús, que se había acercado a aquel hombre y le estaba preguntando tranquilamente:
—Dime, ¿cómo te llamas? ¿Te hace sufrir mucho tu enfermedad?
—Me llamo Simón —respondió el otro venciendo su asombro.
Y contó brevemente, como si no les diera importancia, los dolores que la lepra le causaba.
—Quizá yo pueda hacer algo por ti —dijo Jesús rebuscando en su alforja, pero la oscuridad le impedía ver.
—¡Marta, Marta! —gritó Simón levantándose—. Rápido, trae una linterna.
Inmediatamente, salió por la puerta una muchacha de quizá veinte años, graciosa y de aire diligente, que sostuvo una lámpara alzada para permitir a Jesús encontrar lo que buscaba. Poco a poco la mano del Nazareo hizo emerger varias cajitas redondas de madera, hasta que encontró la que buscaba y la destapó. Contenía una sustancia de apariencia blanda y blancuzca, de intenso olor, y Jesús untó en ella los dedos haciendo acto seguido ademán de querer extenderla sobre las llagas de Simón.
Pero este dio un paso hacia atrás.
—¡Espera! —exclamó—. ¿Qué haces?
—No temas —le dijo Jesús—, no es más que un ungüento hecho con semillas de una planta originaria de la India.
—No es por mí por quien temo —dijo el otro sonriendo—, sino solo porque te contagies al intentar socorrerme. Yo tengo muy pocos riesgos que correr, y me queda muy poco de vida.
Jesús dio un paso hacia delante para acercarse a Simón, y comenzó tranquilamente a ungirle.
—En el país del que procede la planta —explicó—, usan este ungüento para curar tu mal, a menudo con excelentes resultados. Pero debes prometerme que si te curas te acordarás de mostrarte a los sacerdotes, para que puedan constatarlo, y harás para tu purificación la ofrenda que prescribe Moisés.
Pronto hubo terminado, y entonces añadió:
—Y ahora, no en pago por esta cura, sino como muestra de tu generosidad, te pido hospitalidad para mí y estos compañeros míos. Nos bastará con un poco de pan y el cobertizo de los animales.
—¡Pero qué dices! —gritó el leproso—. Nadie me ha tratado nunca como lo has hecho tú, y ¿he de darte cobijo entre los animales? Ven, venid: mi casa no es grande, pero nos apretaremos, y la mesa mía y de mis nietos puede aún ofrecer, por fortuna, una buena comida a los amigos.
Y diciendo esto les cedió el paso, y todos siguieron a Marta con su linterna y a un chico y una chica que desde hacía un buen rato se habían asomado al umbral y observaban con asombro toda la escena.
—Yo —dijo el joven cuando Jesús pasó por su lado— creo saber quién eres. Desde hace algunos meses se habla mucho de un galileo que recorre el país anunciando el reino de los Cielos y curando a los enfermos, acompañado por un grupo de discípulos que saben también hacer obras milagrosas. Alguien dice que es el Mesías anunciado por las Escrituras. ¿Eres tú ese hombre, Jesús de Gamala?
El Nazareo le sonrió y posó una mano sobre uno de sus hombros.
—Soy yo —respondió— y tú eres Lázaro, según he oído, pero ¿cómo se llama esta otra hermana tuya que me mira como si viniera de otro mundo?
Lázaro rio.
—Se llama María, y está siempre un poco en las nubes.
Pronto la mesa estuvo lista, pero por obra casi exclusivamente de la hermana mayor. En efecto, María estaba sentada a los pies de Jesús para escucharle hablar, de modo que en un determinado momento, Marta, ocupada en las tareas domésticas, se adelantó y dijo:
—Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude.
Pero Jesús le respondió:
—Marta, Marta, te inquietas y te afanas por muchas cosas, pero algunas son más necesarias que otras y María ha elegido la más importante. No me pidas, pues, que le diga que te ayude, y ponte también tú a escuchar.
Así, ante la abundancia de comida y de vino, Jesús invitó a los comensales a no acumular tesoros terrenales sino espirituales.
—No os preocupéis por lo que habéis de comer —dijo— ni por lo que habéis de vestir. ¿No es la vida más que alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni guardan en graneros, y el Padre celestial las alimenta.
Lázaro intervino riendo.
—¡Pero no son más que aves! —gritó.
Justamente este es el quid de la cuestión —replicó Jesús—. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros, con sus preocupaciones, puede prolongar su vida de un solo codo? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Aprended de los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan como Marta, y sin embargo os aseguro que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana es arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?
Pero esta última expresión que los apóstoles le habían oído usar tan a menudo, dirigida a la gente pero también a ellos y con acento severo, esta vez tenía un tono bromista, afectuoso. En aquella cena las palabras corrían ligeras, sazonadas de bromas y carcajadas que se hicieron más fuertes aun cuando Leví Mateo sacó estilo y tablilla para tomar sus habituales notas. Fuera estaba la fría noche invernal de Jerusalén, pero en aquella casa crecía solo la tibieza y la alegría de una nueva amistad.
A la mañana siguiente, Jesús ungió de nuevo las llagas de Simón y le dejó lo que quedaba de la cajita, y hubo de aceptar que María derramase sobre él, en la cabeza, un ungüento perfumado. Luego, mientras los vecinos venían a que les contaran aquel encuentro tan desacostumbrado, el Nazareo se encaminó con los suyos a cubrir los quince estadios que aún le separaban de su meta.
Él caminaba en cabeza, con Pedro a la derecha y Judas a la izquierda, luego venían los dos hijos de Zebedeo que, como de costumbre, disputaban a los otros las posiciones más próximas a Jesús, luego Simón el Zelota, Tomás llamado Dídimo y todos los demás. Cerraban la fila cuatro o cinco jóvenes discípulos siempre dispuestos a bromear y a pelearse, de modo que uno destacaba entre ellos casi más por su aire serio que por la rubia melena. Cruzaron algunos campos, atravesaron un recinto rocoso donde habían sido excavados unos majestuosos sepulcros, y fueron al Monte de los Olivos, desde donde se ofrecía a su vista Jerusalén.
El fulgor de los tejados de oro del Templo los deslumbró. Para un hebreo, por más contrario que fuese al modo de vida de la capital, por más que pudiera compararla con Sodoma, era imposible llegar a la vista del Templo de Jerusalén sin sentir un arrebato de emoción. Aquel edificio —nacido como tantos de las grandiosas concepciones constructivas de Herodes, y la más grandiosa de todas ellas— era casi nuevo, es más, algunas de sus partes no estaban aún terminadas, pero representaba una perfecta continuidad con los dos que le habían precedido: el no menos grandioso de Salomón, cuyas ruinas se veían en el Monte Moria, y el erigido tres siglos después, al regreso del cautiverio de Babilonia. Aunque ya no contenía el Arca de la Alianza que Moisés había construido por orden de Yahvé, el edificio herodiano albergaba más de mil años de historia de un pueblo y de su relación con Dios, y traía a cada uno, como si fuesen suyos personales, los recuerdos de aquellos sucesos trágicos y gloriosos.
Reanudaron la marcha y franquearon las murallas por la puerta Probática, así llamada porque por allí pasaban las ovejas destinadas al sacrificio. Justo cuando llegaban ellos estaba entrando un rebaño, porque era el primero de los ocho días de la fiesta llamada de la Dedicación o también de las Luces. Como cada año, en efecto, a partir del vigésimo quinto día de Kislev, se celebraba la reapertura y purificación del Templo, acaecida casi dos siglos antes por obra de Judas Macabeo después de la profanación y del saqueo debidos al rey seleúcida Antíoco IV Epifanes, y durante ocho días enteros en las casas se mantenían encendidas unas linternas.
Pedro retuvo a Jesús tirándole de la manga y le obligó a detenerse, de modo que el grupo se hizo a un lado y dejó pasar a los animales.
—¿Qué sucede, Simón? ¿Qué quieres decirme? —preguntó Jesús cuando el coro de balidos se fue perdiendo delante de ellos.
El pescador meneaba la cabeza sin decir palabra, pero finalmente, con una expresión de incomodidad en el rostro, se decidió a decir:
—Nada, nada, solo que no me hacía ninguna gracia entrar junto con las ovejas del sacrificio.
Los otros rieron y Jesús más que nadie, pero abrazando a Pedro para darle ánimos, luego prosiguieron. Allí al lado estaba también la piscina rectangular en la que las ovejas eran lavadas, rodeada por cuatro pórticos y atravesada a medias por un quinto. Bajo aquellos pórticos yacía siempre una gran cantidad de lisiados, ciegos, cojos o paralíticos, que esperaban a que el agua se moviese.
Ello sucedía porque la piscina se alimentaba de una fuente intermitente de agua caliente, pero se decía —y aquellos pobres desgraciados lo creían firmemente, con la fuerza de la desesperación— que un ángel del Señor que descendía de vez en cuando agitaba el agua de la pileta, y que el primero que se zambullera después del movimiento del agua se curaría cualquiera que fuese su mal.
Leví Mateo y Pedro incitaban a Jesús a proseguir, y Andrés le recordaba que lo mejor que se podía hacer era ir en seguida en busca de Juan el Sacerdote, pero Jesús se limitó a
ignorarles. Se detuvo bajo los pórticos para hablar a los lisiados y para aliviar en lo posible sus dolencias con el contenido de su alforja. Solo después de ello se adentraron en la ciudad, cuyas calles tortuosas y estrechas iban llenándose de gente.
Pronto estuvieron al pie de la fortaleza Antonia, a cuya entrada cuatro legionarios de estatura imponente y de poderosa musculatura montaban guardia, mientras algunos oficiales vigilaban el paso desde lo alto de las torres. En efecto, la fortaleza servía de cuartel general de las fuerzas de ocupación y al mismo tiempo de centinela del Templo, porque nadie podía llegar sin pasar por delante de aquel espléndido edificio que era fortaleza, palacio, cuartel y prisión al mismo tiempo.
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