—Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas y ciervas del campo, para que no despertéis ni inquietéis a mi amada hasta que a ella le plazca.
El canto, acompañado por una cítara, se había elevado de improviso procedente de algún rincón de palacio, y los cuatro hombres acostumbrados al poder y a la crueldad guardaron silencio para escuchar. Dos de ellos, Pilatos y Adunco, no comprendían el hebreo, pero la melodía y el tono emocionado de aquella voz eran suficientes para atraerles, y uno de ellos, Pilatos,palideció cuando Afranio le tradujo al griego las palabras. Su mirada se deslizó hasta la puerta más allá de la cual Claudia yacía sin fuerzas. Los remedios del médico griego no le proporcionaban alivio alguno, y otros médicos no habían sabido sugerir otros remedios: ahora se pasaba los días guardando cama sin casi tomar alimento o bebida, cada vez más exangüe y fantasmal, cada vez más distante, cada vez más bella.
—Es un cántico hermosísimo —dijo Herodes— y tu cantor tiene una voz espléndida.
El prefecto hizo un gesto de negación.
—No es mi cantor —dijo—, ni siquiera sé quién es ni de dónde viene, y ciertamente no le he autorizado yo a cantar.
Hizo una indicación con una mano y un centinela salió silenciosamente de la estancia, y al cabo de unos minutos el
canto cesó.
—Lástima, es de veras un canto hermosísimo —repitió Herodes—. Continúa así, me parece: «Como lirio entre los cardos es mi amada entre las doncellas».
Afranio se disponía a decir algo, pero Caifás, al que los centinelas estaban en ese instante presentando armas, se le adelantó desde el umbral:
—Te equivocas, tetrarca, pues continúa con: «¡Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven a mi lado!».
Al oír aquellas palabras de amor, que le recordaban el fracaso del suyo, Pilatos sintió que aumentaba dentro de él todo el odio que sentía por aquella gente, acrecentado por la imposibilidad de un desquite cualquiera. ¡Amor! ¡Paz! El Imperio quería paz. Tiberio quería paz. Incluso Sejano quería paz. ¿Es que no llegaría nunca el tiempo de la venganza?
Con la mano vendada, que ya le dolía, hizo un gesto de saludo vago y poco respetuoso al sumo sacerdote.
—Has llegado tarde, Caifás. En otro tiempo, cuando mi llamada iba acompañada de una amenaza de ejecuciones, eras más diligente en responder a ella.
El hombre vestido de negro inclinó la cabeza, en un amanerado signo de respeto que enmascaraba a duras penas un rencor tan intenso casi como el de Pilatos.
—Te pido perdón, prefecto, pero te aseguro que he venido lo más deprisa posible. Me dieron tu mensaje cuando estaba ultimando los preparativos para la fiesta de la Dedicación del Templo, y no podía dejar todo sin despertar sospechas en los otros miembros de la comunidad.
En realidad, para estar allí al final de la mañana el sacerdote se había visto obligado a viajar toda la noche: se le notaba en el rostro el cansancio, y las cortinillas del carruaje no habían podido evitar que el polvo del camino le ensuciase la larga barba negra. Se dejó caer en un asiento al lado de Herodes, dirigiendo al mismo tiempo una señal de saludo a Afranio, y solo entonces se dio cuenta de que estaba presente también un desconocido. Miró a Pilatos con expresión interrogativa.
—Un amigo venido de Roma —respondió el prefecto usando la misma fórmula que ya había empleado con el tetrarca—. Y aparte de un amigo —continuó—, un experto en situaciones difíciles, cuyo consejo nos será sin duda muy útil.
Adunco hizo con la cabeza un signo de agradecimiento por la presentación, y Caifás se encogió de hombros: que mandaran todos los espías que quisieran, por una vez estaban del mismo bando. Y si además era de veras un experto, mejor aún: el plan era prometedor, pero la situación no tenía nada de fácil, como demostraba la convocatoria del prefecto.
Entró un esclavo trayendo refrescos y fruta, de la que se aprovechó sobre todo Caifás. Los otros esperaron a que el sacerdote se hubiera quedado satisfecho, ante la mirada impaciente que el prefecto le echaba de vez en cuando interrumpiendo la lectura de algunos documentos. Herodes, dando por descontado que aquel romano debía de ser persona importante, pedía a Adunco noticias de la capital y sobre la salud de Tiberio, por quien, le recordaba al huésped con el ruego de que se lo recordara a Tiberio, sentía tanta gratitud y devoción que le había dedicado la ciudad en la que había establecido su residencia. Adunco respondía con vaguedades, pensando en los detalles picantes que estaría en condiciones de revelarle sobre la estancia romana de su adorada mujer Herodíades cuando aún era la mujer de su hermanastro Filipo. Afranio, en cambio, había cogido de la faltriquera un collarcito de cuentas de ámbar que hacía pasar mecánicamente entre los dedos, en un ejercicio que evidentemente le propiciaba la meditación.
Cuando le pareció que el sacerdote había comido y bebido lo suficiente, Pilatos echó sobre la mesa sus legajos y resopló:
—Y ahora, Caifás, hablemos de ese Jesús tuyo.
Al oír mencionar aquel nombre, Antipas dio un salto.
—¡Cómo, Jesús! ¿Te refieres a Jesús de Gamala, Jesús el Galileo? ¿Mi Jesús, en suma?
—Precisamente a él, tetrarca —intervino Afranio con malicia—, precisamente a ese Jesús que desde hace algunos meses no ha hecho más que atraer multitudes de súbditos tuyos a pocos estadios o incluso a pocos pasos de tu residencia.
—¿No creerás, griego —dijo Antipas en un arranque, si no de realeza, sí al menos de altanería—, que me estás contando cosas nuevas?
Pero en seguida se impuso la naturaleza blanda del soberano. Se levantó, fue hasta el ventanal que daba a la terraza, y se detuvo allí a mirar quién sabe qué.
—No sabía qué pensar —dijo al fin—. Oía hablar de todos esos sucesos casi milagrosos, los enfermos curados, los muertos resucitados, y no sabía qué pensar. Alguno me decía: «Ha aparecido Elías». O bien: «Ha resucitado uno de los antiguos profetas». Y otros me decían que Juan el Bautista había resucitado de entre los muertos. Pero yo…
Se volvió de golpe, mirando a los demás con una expresión de dolor y retorciéndose las manos.
—Pero sé muy bien que una orden mía hizo que a Juan le cortaran la cabeza —dijo—. ¿Quién puede ser este de quien oigo contar tales cosas?
—Puedes incluso no creerlo, tetrarca —dijo Pilatos sin disimular el desprecio que sentía por ese hombre—, pero se trata de un amigo tuyo.
—¿Amigo mío? —vociferó Antipas, y la voz se le hizo estridente—. Pero ¿crees que no sé que me trata de zorro, y que hace todo lo posible para no encontrarse conmigo?
—No me asombra —dijo Caifás, que empezó a comer otra pieza de fruta—, yo en su lugar haría lo mismo.
—Pero ¿cómo se las arregla? —preguntó el soberano—. ¿Cómo consigue escapar siempre a los hombres que mando a buscarle? ¿Quién le avisa?
—Le avisamos nosotros, Antipas —respondió Pilatos—. O mejor dicho, los hombres de Afranio, que cuando ven llegar a los tuyos corren a decirle: «Parte, Jesús, aléjate de aquí, porque Herodes te quiere matar».
Estupefacto, Antipas cayó sentado y se quedó así, boquiabierto. Adunco miró divertido y un poco asqueado al mismo tiempo a aquel hombre conocido por su indolencia e indecisión, que había heredado de su padre solo la pasión por construir grandes edificios o incluso ciudades y una lujuria desenfrenada. Tampoco en la crueldad, el más fácil de los vicios, había conseguido estar a la altura de su padre, hasta el punto de que incluso un predicador improvisado, galileo para más señas, se le escapaba.
Finalmente, Antipas recuperó el aliento.
—Un amigo mío —masculló.
El prefecto sintió que el picor en las manos aumentaba, como si midiera el odio y el desprecio que reprimía en su interior. Hizo el gesto que reclamaba al esclavo con la jofaina de sus abluciones, y el centinela se alejó unos breves instantes para transmitir la orden.
—Digamos un aliado tuyo —dijo Pilatos comenzando a quitarse las vendas de lino—, un hombre que apunta a tus mismos objetivos, no, mejor dicho, a nuestros mismos objetivos, a los tuyos, a los míos y a los de Caifás, aunque movido por motivos muy distintos. ¿Por qué no se lo explicas tú, sumo sacerdote? Entre vosotros los judíos la comunicación es sin duda más fácil.
Caifás expuso brevemente al tetrarca la intención de aprovechar el mensaje de paz del Nazareo para mantener serenos los ánimos. Obviamente el plan no podía ser expuesto a los cuatro vientos, ni se podía esperar que avanzara sin encontrar obstáculos y posiciones fuertemente contrarias a una convivencia pacífica entre conquistados y conquistadores, pero parecía que la cosa funcionaba; se contaba con el placet de Roma, y por eso había que hacer todo lo posible para que Jesús pudiera continuar anunciando su buena nueva.
Y tal —intervino Pilatos— es el motivo de esta reunión. Nuestro hombre podría correr riesgos, porque ha decidido ir a Jerusalén.
Caifás se puso en pie de un salto, airado.
—¡No, eso no es posible! ¡Es demasiado pronto, es demasiado peligroso! ¿Cómo habéis podido permitírselo?
Lleno de curiosidad, Adunco esperó la reacción del prefecto a aquella falta de respeto. Observó que, a pesar del bronceado, el rostro de Pilatos se ponía muy blanco, y que sus manos, inmersas en el agua balsámica, se apretaban en un puño. Transcurrió un largo momento de silencio durante el cual se vio que también Caifás palidecía, espantado por su misma reacción. Aquella intensa palidez invadió la mueca de cansancio que tenía en el rostro dibujando un contraste mortal con el negro del cubrecabeza y de la barba, y el sumo sacerdote del Templo de Jerusalén tomó el aspecto de una grotesca máscara de muerte.
Pilatos pareció contentarse con el espanto que había provocado a Caifás, y se dirigió a Adunco:
—Explícaselo tú —dijo—, explícale por qué hemos podido permitírselo.
—En realidad no podemos hacer otra cosa que permitírselo —dijo el viejo comisario—. Queremos que convenza a la gente de que permanezca en paz, y la gente debe comprender que esta posibilidad existe, que las belicosas soluciones propuestas por los zelotas y también por los esenios no son las únicas y tampoco las mejores. En consecuencia, si ahora le detuviéramos por la fuerza haríamos que el edificio se viniera abajo, todos dirían en seguida que la suya era una pura ilusión, y que la única manera de tratar a los romanos es la de los zelotas: el puñal o la rebelión. Por eso hemos intervenido siempre cuando los hombres del tetrarca trataban de arrestarle.
—Oh —dijo Antipas con un ademán de despreocupación hecho con la mano—, en realidad yo solo sentía cierta curiosidad por hablar con él.
—No lo dudo —observó irónicamente el prefecto—, pero vistos los fastidios originados por tu última conversación con Juan el Bautista, he preferido actuar de manera que tu curiosidad no fuera satisfecha. De ahora en adelante, si quieres hablar con Jesús nadie te lo impedirá, pero ya sabes que deberá ser un encuentro amistoso, a cuyo término tu interlocutor deberá seguir con la cabeza sobre el cuello.
El tetrarca, con una expresión enfurruñada, se encogió de hombros y se puso a jugar con el collar que llevaba al cuello, para dar a entender que se consideraba ofendido y que para él aquella conversación había terminado ya. Pero los otros no se preocuparon por ello: estaban convencidos de que Antipas seguiría escuchando con atención para no correr el riesgo de hacer algo en contra de los deseos del prefecto de Judea. Era un soberano de paja y lo sabía: cualquier llamarada de rebelión de sus súbditos podría quemarle, pero sin duda le quemaría más aún una desobediencia directa al poder que le había puesto en el trono. En el caso presente, además, el acuerdo entre las fuerzas de ocupación y la más poderosa familia sacerdotal de Jerusalén constituía una tenaza que le aplastaría como a una nuez. Para consolarse, pensó en el cuerpo de Herodíades y suspiró, y de nuevo suspiró pensando en el cuerpo danzante de Salomé, la joven hija de Herodíades.
—Naturalmente —continuó Adunco dirigiéndose a Caifás—, personas próximas a nosotros han tratado de disuadirle, pero sin conseguirlo. Un agente de Afranio, que había venido a Cesarea para contar que Jesús había mandado por ahí a apóstoles y discípulos a hacer una especie de aprendizaje, tras volver a Cafarnaún se encontró con que esta decisión estaba ya tomada. Inmediatamente montó a caballo para darnos aviso.
El sacerdote se pasó las manos por la enredada barba.
—Es peligroso —dijo—, muy peligroso.
—No termina ahí la cosa —dijo Afranio—. Mi hombre nos contó que en realidad Jesús no tenía ninguna intención de ir a Jerusalén ahora, para la fiesta de la Dedicación. Dijo claramente que no se sentía en disposición, que era demasiado pronto.
—Probablemente —dijo Caifás—, pensaba esperar a la Pascua, y mientras tanto afianzar su fama.
—Probablemente —concedió Afranio—, pero alguien se las ha arreglado para que se viese obligado a adelantarlo todo. Puedes imaginarte quién.
—Los zelotas, obviamente —dijo Caifás.
El sacerdote se detuvo un instante y luego, dirigiéndose hacia Pilatos, añadió:
—Comprendo el motivo de esta reunión. Antipas tendrá que ordenar a los suyos que dejen en paz al Nazareo, y lo mismo harás tú con la cohorte de guarnición en Jerusalén; Afranio y este amigo venido de Roma se ocuparán de protegerle de los zelotas, y yo tendré que decir a los guardianes del Templo que hagan la vista gorda si predica en voz demasiado alta. Pero sobre todo…
Apoyó la frente en una mano, con los ojos tapados por los dedos, de modo que no se podía saber del todo si estaba meditando o si había cedido al sueño. Pilatos extendió las manos al esclavo, que se las lavó delicadamente con el pan de Alepo y acto seguido se las enjuagó, y de nuevo se las envolvió en las vendas. Había pasado ya la hora de sexta, y más allá de las cortinas de lino que velaban los ventanales podía intuirse en la terraza el ajetreo de los sirvientes que se afanaban en preparar la mesa, aunque nadie, en la estancia, parecía pensar en la comida.
—Pero sobre todo —prosiguió de improviso el sacerdote descubriendo los ojos—, habrá que tener cuidado con los saduceos. No será fácil, no será fácil.
Esta vez el prefecto no se contuvo.
—¡Qué demonios dices, Caifás —gritó poniéndose en pie de un salto—, es tu gente, y la idea es tuya! ¿Qué has hecho en estos meses, mientras yo la ponía en práctica? ¿Te has quedado contando el dinero de las ofrendas con las que tú y los tuyos estafáis a vuestro pueblo? ¿A cuánto has vendido los corderos que hay que sacrificar? ¿Y las tórtolas? ¿Y las palomas?
El sacerdote apretó con las manos los brazos del asiento hasta que se le pusieron los nudillos blancos. Aunque sus intereses políticos coincidían, negociar con Pilatos era siempre un mal trago, y más aún cuando el prefecto tenía razón. Pero tampoco él, Caifás, andaba errado del todo, e hizo un esfuerzo para sobreponerse y explicarlo con calma.
—Escúchame, Hegemón —dijo quedamente—, deja que te exponga mis razones. Es cierto que la idea es mía, o mejor dicho, de Anás y mía, y que en gran parte a nosotros corresponde apañárnoslas para que llegue a buen fin entre los de nuestra clase. Pero no podemos hablar abiertamente a todos los miembros del partido porque nuestra organización no es tan férrea como para garantizar la discreción indispensable. Además, la mayor parte de nosotros quiere tener poco que ver con la gente corriente a la que Jesús representa, y menos aún con los galileos, que están considerados unos ignorantes incapaces de hablar con un acento decente y, por si fuera poco, también unos locos fomentadores de desórdenes.
Pilatos se dirigió a los otros tres fingiendo una expresión de sorpresa:
—¿Lo estáis oyendo? El sumo sacerdote nos propone un plan para asegurar la paz en el país, un plan maravilloso, nos asegura, aunque se base en las ideas de un plebeyo ignorante y loco, pero luego viene a contarnos que no puede hacer nada por el éxito de su plan, ya que sus amigos patricios no quieren ni oír hablar de ello. Tienen razón, ¿quién podría estar dispuesto a escucharle? Solo un simple como el prefecto de Judea.
La cabeza de Caifás dijo que «no, no, no», desesperadamente.
—No creas que no he hecho nada, Hegemón —imploró el sumo sacerdote—, he hablado, he escuchado, he sembrado, y algo, allí donde el terreno era más fértil, he cosechado. He picado alto, entre los jueces del Sanedrín, y en algunos he encontrado una buena acogida, por ejemplo, entre Nicodemo, hijo de Gorión, a quien tú conoces porque es uno de los más ricos patricios de Jerusalén. Otro que ve muy bien el resultado político de un mensaje de paz
es José de Arimatea, y naturalmente está el viejo Gamaliel, que es un maestro de la escuela de Hillel y por ello, pese a ser un fariseo, comparte muchos de los puntos de vista de Jesús. Pero necesito tiempo, debes darme tiempo.
El prefecto se levantó y, apretándose las manos debajo de las axilas, echó a andar hacia la terraza, se sentó a la mesa y vació de un trago la copa de vino que el esclavo le había servido. El tetrarca y el sumo sacerdote no sabían qué hacer, pero Afranio y Adunco se levantaron tranquilamente y se reunieron con él. Los tres comenzaron a servirse trozos de cordero, y a comer con pan de un plato de puré de garbanzos en el que, entre el perejil espolvoreado, brillaba un hilo de aceite de oliva: un plato fenicio que figuraba entre los preferidos de Pilatos.
Entonces también Herodes Antipas y Caifás se reunieron con ellos y comenzaron a servirse con apetito de los varios manjares, y la atmósfera se calmó hasta el punto de que el primero se atrevió a decir a Pilatos:
—Hegemón, ese cantor tuyo…
El prefecto se encogió de hombros en señal de indiferencia, pero llamó con un gesto al centinela y le dijo que fuera a buscar al desconocido artista. Unos minutos después, desde un lejano rincón del palacio, subió el sonido de la cítara, y ante el asombro de todos las voces que se alzaron cantando fueron dos. Primero una masculina, llena de deseo:
—¡Ábreme, hermana mía, amada mía, paloma mía, inmaculada mía! Que está mi cabeza cubierta de rocío, y mis cabellos de la escarcha de la noche.
Luego una femenina, suave y llena de tristeza:
—Me levanté para abrir a mi amado. Mis manos destilaron mirra, y mirra exquisita mis dedos, en el pestillo. Abrí a mi amado, pero mi amado, desvaneciéndose, había desaparecido. Mi alma salió atraída por su voz. Le busqué, mas no le hallé. Le llamé, mas no me respondió. Encontrándome los centinelas que rondan la ciudad, me golpearon, me hirieron. Me quitaron mi velo los centinelas de las murallas. Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, y si encontráis a mi amado contadle que desfallezco de amor.
La voz calló, y también el susurro de Afranio que había ido traduciendo poco a poco en griego para Pilatos y Adunco, pero las palabras parecían suspendidas aún en el pesado silencio de las primeras horas de la tarde, y cada uno se esforzaba por no leer en aquella quietud un mensaje.
Finalmente, el prefecto se dirigió a Caifás:
—No iré a Jerusalén para la fiesta de las Luces.
Pensaba en Claudia, que era demasiado débil para viajar y a quien no quería dejar sola en Cesarea, pero añadió:
—Es mejor evitar todas las tensiones posibles, y mi presencia podría crear algunas.
Caifás asintió.
—Las fiestas —dijo— son el momento en que el sentimiento religioso de la gente se hace más sensible, por tanto más susceptible de ser herido.
—Y más dispuesto a sacrificar corderos y tórtolas, ¿no es así? —preguntó maliciosamente el prefecto.
Caifás se encogió de hombros:
—Es cierto, Hegemón —dijo—, que a nosotros los saduceos no nos gustan los excesos de celo, pero no por eso nuestra fe es menos profunda.
Y esto, querido Caifás —le replicó Pilatos—, me preocupa aún más, en vista de vuestra posición. Que el pueblo crea en un Dios es algo normal y hace bien al Estado, pero que crea en él el Estado es algo imperdonable.
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