LA LEY DE LA DEMOCRACIA

Publicado el 29 de mayo de 2022, 23:34

En ese momento determinante de la libertad, Rousseau nos brindó dos salidas igualmente inaceptables. Una, de carácter divino, para el momento fundador de la democracia, en la situación constituyente de la libertad. Otra, de carácter satánico, para el momento de las situaciones de crisis, una vez establecida. En ambas, el recurso extraordinario a una voluntad particular.

Para encontrar la ley de la democracia, la que establece «las condiciones de la asociación civil», su «sistema de legislación», el naturalista Rousseau apeló a un legislador extraordinario, a «una inteligencia superior que viese todas las pasiones de los hombres y que no experimentase ninguna». «Serían menester dioses para dar leyes a los hombres.» «Quien ose dar instituciones a un pueblo debe sentirse en situación de cambiar, por así decirlo, la naturaleza humana.» El pueblo no es apto para esta proeza, porque si «la voluntad general es siempre recta, el juicio que la guía no siempre es claro».

Es el mito de Licurgo, que se ausenta para siempre tras arrancar al pueblo la promesa de que la Constitución que les ha dado no será reformada antes de que regrese. El poder constituyente, dios o pueblo, no entra a formar parte de la Constitución. Y con su ausencia, la libertad deja de estar garantizada. Rousseau se ve obligado a deshacer el camino recorrido para buscar esa garantía, ¡qué ironía!, en el espíritu de las leyes, en las costumbres, en la opinión, en la ley no escrita. Es la venganza de Montesquieu.

La democracia de Rousseau tampoco es garantía de la libertad en situaciones extraordinarias. Para combatir la corrupción de la opinión y de las costumbres, Roma tenía los censores. Pero la censura legal carece de vigor si las leyes pierden el suyo. «Nada legítimo tiene ya fuerza cuando las leyes no la tienen.» Se apela a la fuerza ilegítima de «un jefe supremo que haga callar todas las leyes», porque la voluntad general quiere que «el Estado no perezca». ¡Un legislador divino y un dictador satánico!

Pero si Rousseau hubiese admitido como norma el principio de la representación política, el desarrollo de su discurso llevaba al verdadero axioma de la última garantía de la libertad política. Su genio habría superado al de Montesquieu si, para preservar la voluntad general contra los particularismos, hubiese interpretado al pie de la letra, y llevado hasta sus últimas consecuencias, su formidable intuición política de que «allí donde se encuentra el representado no hay ya representante». Exacto. Ése es el único y auténtico principio, la piedra angular de la democracia, el evidente axioma de la libertad que andábamos buscando. Un axioma que reclama ser armonizado con el del poder, para hacer posible la síntesis de la libertad con la autoridad.

La dificultad parece a primera vista insuperable. Se trata de sintetizar el aceite del poder con el agua de la libertad. El camino de Montesquieu entretiene a los poderes con su lucha de ambiciones. Pero cuando pelean los elefantes es la hierba la que sufre. El axioma del poder no encuentra la libertad que ha de garantizar. La ruta romántica de Rousseau, iluminada por el axioma de la libertad, no conduce al poder que debe instituir.

Y, sin embargo, esos dos caminos no están condenados a correr siempre paralelos. Hay un punto de intersección. Un punto donde la trayectoria sinuosa del axioma del poder y la marcha franca del axioma de la libertad se encuentran. Y en ese encuentro se fragua, en la praxis de la acción y en el discurso de la teoría pura, la ley de la democracia.

Toda la dificultad está en el análisis correcto y dinámico de aquellas situaciones políticas donde se pueda decir con verdad que «se encuentra el representado», para deducir que en ellas «no hay ya representante». No importa la aparente contradicción de Rousseau al hablar de representante y representado, después de haber negado por sistema el principio de la representación. Este pasaje no se refiere a la representación de los electores en los Parlamentos, cuya legitimidad sigue negando por la naturaleza irrepresentable de la soberanía, sino a la delegación de poder que la asamblea popular hace en los gobiernos para ejecutar las leyes. Lo que importa es el análisis de ese pensamiento intuitivo de la representación del pueblo por el gobierno, de la libertad por la autoridad.

Este pensamiento parte del concepto más elemental y directo de la representación: hacer presente lo ausente. Es obvio que si lo ausente se hace él mismo presente, si se presenta ante los demás, no puede haber ya representación de él por medio de otra cosa que no sea él mismo. Ante los demás, que lo perciben directamente, lo presente se representa a sí mismo, sin necesidad de mediación alguna. El problema se reduce, pues, a saber en qué situaciones un pueblo muy numeroso está presente, y su representación por medio de algo o de alguien debe quedar suspendida o anulada.

La fijación en el problema de la representación política ha hecho olvidar el de la «presentación», a la que sustituye. La idea de presencia es básica en el mundo griego (Heidegger). Pero la presencia del «ente» pueblo no sólo comprende su praesentia corporalis, sino también la de los fenómenos políticos que produce con su libertad de acción. El estar presente no es así incompatible con el no hallarse a la vista. La representabdidad se funda en la presentabilidad de lo representado. El pueblo es representable porque es presentable. Y su representación cobra autonomía a medida que se va haciendo, por su dimensión o por su apatía, más y más impresentable.

Excluida la posibilidad de que un pueblo numeroso esté presente ante su comunidad nacional y su Estado, como cuerpo reunido en Asamblea, hemos de contemplar su presencia en dos situaciones muy diferenciadas según que el régimen en vigor no sea una democracia o la libertad política se encuentre en peligro.

En la primera, el pueblo laocrático está presente en las guerras o manifestaciones públicas que derrocan a la caduca autoridad y llevan al régimen estatal la necesidad de las libertades públicas y de la libertad política. Bajo las dictaduras y las oligarquías de partido, la consigna más usual en las manifestaciones de protesta y de reivindicación ciudadana pretende hacer oír a la autoridad que, en ellas, «se siente que el pueblo está presente». Grito laocrático de amenaza a la representación infiel.

Si triunfa la libertad, el grupo laocrático que está presente en el espacio público eleva al Estado, impulsado por la libertad de acción, un equipo provisional de hombres de gobierno que dirija el proceso constituyente de la democracia. Durante ese proceso, el pueblo presente en la acción no tiene representación política. La antigua quedó anulada y la nueva aún no se ha instituido.

En los escollos de la libertad vimos los riesgos que acechan al proceso constituyente de la democracia. El análisis se tuvo que detener en el umbral de la garantía última de la libertad, al comprobar que no era suficiente la ofrecida por el axioma del poder, es decir, por la separación de poderes. Ahora debemos continuar el análisis allí suspendido, para ver cómo se actualiza el axioma de la libertad, en la situación constituyente o en la crisis de la democracia, haciendo que la potencia latente de la libertad de acción popular se convierta en un derecho ciudadano para instituir o renovar la representación política.

Nos enfrentamos, así, con el problema inverso del derecho a la insurrección. ¿Cómo hacer en la constitución de la democracia para que la insurrección de la libertad no sea ya necesaria para deponer al mal gobierno? ¿Cómo hacer «presente» al pueblo, por medios institucionales, para que cese su representación infiel? ¿Cómo dar a la libertad política la garantía de su permanencia?

Estamos contemplando una situación de crisis donde ni siquiera hay voluntad o posibilidad de recurrir al juicio de desahucio político (impeachment). Para esas situaciones, tan difíciles de definir como los estados de excepción, las Constituciones han de introducir un mecanismo que excite las ambiciones de triunfo de los poderes separados, con la perspectiva de que el «fantasma» del pueblo ausente puede reactualizarse en favor de uno u otro de los poderes enfrentados o corrompidos con el consenso.

Este mecanismo institucional no puede ser otro que el de conceder al poder ejecutivo y al poder legislativo la recíproca facultad de dimitir para hacer dimitir al otro, con suspensión simultánea de ambos, a fin de que el pueblo, convocado automáticamente a las urnas, provea a su seguridad y a la preservación de la libertad. Esta garantía extraordinaria de la libertad fue propuesta ya en el año 1977 en mi libro La alternativa democrática. Y después ha sido considerada y discutida en el Comité de Estudio sobre la Reforma Institucional, Electoral y Constitucional, creado por el gobierno italiano el 14 de julio de 1994.

Si el presidente del gobierno dimite y disuelve el Parlamento, o si éste acuerda la suspensión de la legislatura y la deposición de aquél, es inevitable que la automática convocatoria del pueblo lo haga inmediatamente «presente», y no haya ya representación. La defensa de las minorías, y el hecho de que un tercio de la población sea el más interesado en la defensa de la libertad, aconsejan que el acuerdo para disolver el Parlamento y destituir al gobierno sólo requiera el voto de un tercio de los diputados. Conociendo la resistencia de los poderes a dimitir o disolverse, no hay riesgo serio de que este mecanismo constitucional sea usado abusivamente por la minoría. Más bien hay que prevenir el riesgo contrario de que no sea utilizado.

Para esa hipótesis, se debe dar directamente a la iniciativa popular la misma facultad, a través de un referéndum vinculante. El número de firmas no debe ser tan pequeño que dé paso a la aventura o la insensatez, ni tan grande que lo haga imposible. Si esta última garantía de la libertad no es respetada, nace el derecho a la insurrección civil.

El axioma de Montesquieu, situado en la lógica de los poderes y en la ausencia del pueblo, dio una garantía astuta a la libertad política de los ciudadanos. El axioma de Rousseau, situado en la lógica de la libertad y en la presencia del pueblo, puede dar una garantía autónoma. La síntesis de estas dos garantías es posible porque se trata de traer ante la autoridad dos modos de presencia del pueblo en la política: el modo fantasmal en que está presente lo representado en la lucha de representaciones rivales, y el modo amenazante que adquiere toda previsión institucional de reactualizar la libertad de acción del representado para que se haga presente en caso de necesidad.

La ley de la democracia se funda así en el presupuesto básico de la
representación política y en el requisito de la separación de poderes, junto al axioma de que en presencia del representado cesa la representación. Para formar el colegio legislativo, cada distrito electoral elige a un solo diputado que lo represente. La separación de poderes impone la necesidad de representatividad en el presidente del poder ejecutivo, con su elección directa a un solo mandato irrenovable, como pedía ya Demóstenes para todas las magistraturas. «El principio de la libertad se cuenta desde la fundación de la República, porque se convirtió en anual el poder de los cónsules, no porque se rebajara nada de la potestad real» (Tito Livio).

Fundada en ese presupuesto de la representación temporal y en ese requisito de la separación de poderes, la ley de la democracia garantiza la libertad política con dos medios institucionales: con un primer recurso a la facultad recíproca de suspensión y dimisión de los poderes en conflicto; y con un segundo recurso al derecho de la iniciativa popular para llamar al pueblo a fin de que dirima el conflicto instituyendo de nuevo a la autoridad.

En resumen. La democracia es una forma de gobierno que obedece al siguiente imperativo categórico: «la autoridad es legítima si, y sólo si, la libertad del pueblo que la establece tiene la misma naturaleza de la libertad que la controla». Dicho de otro modo: «A la libertad política constituida sólo la puede mantener en vigor la libertad de acción constituyente.» El puente de unión entre una y otra clase de libertad lo construye y mantiene vivo la hegemonía de la idea democrática en la opinión pública. De este modo, el gobierno de la libertad opera como el del riego hidráulico: la fuente debe estar a un nivel más alto que los canales de distribución.

La síntesis de Montesquieu y de Rousseau se realiza con esta ley de garantía de la libertad. En la Ciudad griega, por medio de la reunión eclesiástica del pueblo en una asamblea.

En el Estado moderno, por la convocatoria del pueblo a las urnas, hecha por uno de los poderes enfrentados o, en su defecto, por él mismo. Ambas formas de presentación del pueblo, haciendo presente al representado para que cese la representación, expresan la ley de la democracia como garantía institucional de la libertad política.

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