Entretanto, Simón de Montfort reclamaba el ducado de Narbona que Arnauld Amaury había usurpado. Pero el 12 de julio de 1215, Inocencio III le remitió una carta en la que elogiaba el comportamiento del legado y le ordenaba que abandonase sus pretensiones.
El 11 de noviembre de ese mismo año, dio inicio el cuarto Concilio de Letrán, promovido por Inocencio III con el objetivo principal de inculcar en el corazón de los cuatrocientos doce obispos, setenta y un arzobispos, ochocientos abades y centenares de sacerdotes, embajadores, príncipes, reyes y emperadores, el deseo de acudir «allá donde se adora y se venera a Mahoma, el hijo de la perdición» con una última cruzada de liberación. Asimismo, se recordó a todos: «que no se apiaden vuestros ojos y no tengáis misericordia. Herid para sanar y matad para dar vida».
Domingo de Guzmán seguía fascinado por la oratoria del papa, quien además había aprobado sus proyectos y lo había animado a poner por escrito la constitución de la orden de frailes predicadores para la conversión de los herejes.
El único ausente al concilio fue Francisco de Asís.
Inocencio III promulgó leyes contra los herejes, válidas desde aquel momento para todos los estados, si bien su pensamiento se dirigía hacia un único reino de Dios. Prohibió cualquier relación o trato entre judíos y cristianos bajo pena de excomunión para estos últimos. Ordenó que los judíos y sarracenos vistiesen de manera distinta a los cristianos y llevasen una señal distintiva, de tal manera que pudieran ser reconocidos con facilidad. Asimismo, renovó el veto que les impedía desempeñar cualquier cargo público.
El 30 de noviembre de 1215 tuvo lugar la tercera y última sesión plenaria del concilio, en la que se encontraron todos los protagonistas de la cruzada de Occitania.
El papa escuchó al arzobispo de Narbona, Arnauld Amaury, quien habló en esta ocasión en favor del conde Raimundo VI de Tolosa y de su hijo. El Abad Blanco mostró su resentimiento contra Simón de Montfort, quien le reclamaba abiertamente el ducado de Narbona. Por si fuera poco, acusó también a los demás legados pontificios en tierras occitanas y al obispo de Tolosa, Foulques, por haberse manchado con tantas crueldades. Inocencio III confirmó la decisión del concilio de Montpellier: por el honor de Dios y de la Iglesia, por la paz de las tierras occitanas y por la extirpación de la herejía, la ciudad de Tolosa y todas las posesiones occitanas conquistadas pasaban oficialmente a manos del glorioso caballero cristiano Simón de Montfort y el viejo conde de Tolosa perdía todo derecho a la soberanía. Tan sólo quedaba pendiente la cuestión del ducado de
Narbona: Inocencio III no consiguió tomar una decisión definitiva contra su fiel Arnauld Amaury, quien regresó solemnemente a Narbona en calidad de duque. Montfort volvió a la ciudad y tomó posesión. Arnauld lo excomulgó.
Inocencio III salvó también a otro viejo compañero de escuela, el cardenal Robert Courson, de la lista de denuncias del clero francés que, siempre en la última sesión plenaria del concilio, lo acusó de haber malversado en su favor gran parte del dinero recaudado en favor de la cruzada.
Durante el mes de agosto de 1215, Inocencio III intervino para confirmar la prohibición del estudio de Aristóteles. El cardenal legado Robert Courçon había recibido la invitación del papa a la universidad de París con un mandatum especial por el que se prohibía estudiar los libros naturales aristotélicos y, en especial, De naturali philosophia y De metaphisica.
El 16 de julio de 1216 fue un día muy caluroso, tanto como los de la quema de Minerva o la masacre de Béziers. Inocencio III se encontraba en Perugia. Le había asaltado una fiebre estival. Sin embargo, no quiso privarse de comer naranjas, que sorbía y comía por decenas, preso de una sed que desembocó en un delirio que preludiaba su muerte. De hecho, las naranjas lo sumieron en el sueño eterno, tras dieciocho años, seis meses y ocho días de pontificado. El domingo siguiente se celebraron las solemnes exequias. Por la noche, en la iglesia de San Lorenzo, su cadáver fue despojado. Robaron sus preciosísimos ropajes y lo dejaron allí, desnudo y maloliente. Sin oraciones fúnebres ni monumentos, se le dio sepultura, casi a escondidas, en la sacristía de la catedral.
Cuatro siglos después, se trasladó una urna a la capilla de san Esteban, donde fue abierta. Se trataba de los restos mortales de los papas Martín IV y Urbano IV, todavía intactos, vestidos con casulla y mitra. Envueltos en un paño sucio, algunos huesos partidos. Era todo cuanto quedaba de Lotario de Conti di Segni, Inocencio III, el hombre que desde el primer momento en que fue elegido en el templo del Sol puso todo su empeño en que las tinieblas se cerniesen sobre el camino de la humanidad.
Pero la mísera historia de su muerte nunca afectará a su obra ni a su pensamiento. Será recordado como el verdadero fundador del diezmo eclesiástico, como un superior generoso con sus sanguinarios colaboradores. Será recordado también como el primer papa que entregó a millares de herejes al brazo secular, como el primero que logró que príncipes, reyes y emperadores de toda Europa le besasen los pies y, sobre todo, como el fundador de la Inquisición. Su pontificado estuvo presidido por una incesante lucha para cortar de raíz la libertad de pensamiento. Fue asimismo el primer papa que predicó una cruzada contra un pueblo cristiano y mandó exterminar centenares de millares de hombres.
Prohibió el estudio de la obra de Aristóteles para atajar las ansias de conocimiento. Amordazó, sofocó y reprimió la toma de conciencia sobre el poder de la razón, el mismo que descubieran los griegos, el mismo que, a través de sus obras, comenzaba a contagiarse entre la mansa grey cristiana.
Nunca vaciló ante un gobernante déspota o sanguinario, pues de inmediato se ponía de su parte para tenerlo como aliado o vasallo.
Hizo todo en nombre de Jesucristo. Y no sólo consiguió llevar a cabo su plan de hegemonía universal, sino que legó un instrumento que podía hacer trizas la libertad de cualquier hombre: la Inquisición. Inocencio III labró un surco tan profundo que sus sucesores tuvieron que hacer bien poco para continuar su senda de muerte y destrucción.
El papa Honorio III, siguiendo aquel camino, prosiguió con el contencioso occitano. Ante todo, reconoció a los frailes negros de Prouille, más conocidos como la Orden de Padres Predicadores de Domingo de Guzmán.
El 25 de junio de 1218 la ciudad de Tolosa se defendió a muerte de otra revuelta y otro asedio más, el enésimo. En las máquinas de guerra había muchas mujeres. Una de ellas cargó una enorme piedra y la lanzó más allá de la muralla. El yelmo de hierro de Simón de Montfort saltó en pedazos y esparció trozos sanguinolentos de la cabeza del feroz soldado de Cristo. Tolosa estaba todavía a salvo. Occitania recuperaba el coraje y, a aquellas alturas, había un pueblo dispuesto a responder a las matanzas y a la guerra de conquista desencadenada por la Iglesia y los barones de Francia.
Honorio III predicó una nueva cruzada y el rey Felipe Augusto envió un ejército dirigido por su hijo, el futuro Luis VIII. La poderosa armada, capitaneada por veinte obispos, se unió a la del hijo de Simón de Montfort, Amaury, delante de Marmande. La ciudad cayó, pero la guarnición y su comandante, Centulle, dieron por salvadas sus vidas gracias a un obispo que recordó al príncipe y al conde que eran gentes de honor. De inmediato, los obispos, monjes y sacerdotes elevaron al cielo loas a la gloria purificadora de Dios y, mientras cantaban Veni Sancte Spiritus para infundir ánimo, los soldados con cruces escarlatas desenvainaron las espadas y se lanzaron contra la población inerme. Mataron a hombres y ancianos; desnudaron, violaron y descuartizaron a las mujeres; degollaron y trocearon a los niños; vaciaron ojos y cortaron brazos y cabezas. En poco tiempo, un lago de sangre anegó la pequeña ciudad. Nadie se salvó. Ni siquiera un perro. Al terminar la matanza, el fuego lo purificó todo.
El ejército cruzado perpetró una carnicería. Más de cinco mil muertos. Había vuelto a repetirse, a sangre fría, la masacre de Béziers.
Sin embargo, Tolosa, asediada desde el 16 de junio, resistía y, el primero de agosto, el poderoso ejército del príncipe Luis levantó las tiendas.
El 6 de agosto de 1221 murió Domingo de Guzmán mientras la multitud reunida en Prouille recordó sus palabras cuando se dirigía a los cátaros para convertirlos: «Hace años que les dirijo palabras de paz. He rezado, suplicado, llorado. Pero, como se dice vulgarmente en España, donde no llegue la bendición, llegará el bastón. Por ello, moveremos a príncipes y prelados contra vosotros y así ellos llamarán a pueblos y naciones y muchísimos de vosotros morirán bajo la espada de la justicia. Las torres serán destruidas, las murallas echadas por tierra y seréis reducidos a la esclavitud. Y prevalecerá la fuerza donde la dulzura ha fallado».
(Apenas trece años después, estas palabras ayudarán a convencer al papa Gregorio IX para elevarlo al ejército celeste de los santos.).
En agosto de 1222, todavía excomulgado, murió el anciano conde de Tolosa, Raimundo VI. No pudo darse sepultura a su cuerpo y fue abandonado junto al cementerio. Las ratas lo devoraron. Le sucedió su hijo, Raimundo MI, quien inició la reconquista de las tierras occitanas. El 14 de julio de 1223 falleció también el rey de Francia, Felipe Augusto, y Luis MU accedió al trono.
El 14 de enero, los condes de Tolosa y de Foix firmaron un acuerdo con el hijo de Simón de Montfort, Amaury, quien dejó las tierras conquistadas. Raimundo Trencavel, el hijo del joven vizconde muerto en la cárcel a manos de Simón de Montfort quince años antes, recuperó Carcasona. Todas las tierras occitanas soñaban con que las matanzas llegasen a su fin.
El año de 1225 comienza con una tremenda hambruna que asola Europa. El papa Honorio III presionó mucho al rey de Francia para que retomase la cruz y la espada, y volviese a las tierras occitanas para extirpar la herejía de una vez por todas, pero las condiciones que el rey puso al papa eran demasiado duras y no se llegó a un acuerdo.
En la abadía de Fontfroide, el Abad Blanco, arzobispo de Narbona, Arnauld Amaury, en presencia de Bernard, obispo de Béziers, dictó a su secretario y notario, Durand, una donación para la abadía de Fontfroide que constaba de dos caballos, dos carros, un palafrén… y todos sus libros. El 29 de septiembre, la potente voz cavernosa dejó de inspirar terror.
El pisano Leonardo Fibonacci fue primer especialista en álgebra cristiano, junto con Giordano Nemorario, al que había encontrado en Ostia mientras volvía de uno de sus viajes por Siria y Egipto. A pesar de contar con la protección del emperador Federico II, necesitaba el permiso de la Santa Sede para publicar sus libros de matemáticas. Escribió una carta al cardenal Raniero Capocci para que le permitiese dar al público sus obras revolucionarias. La numeración indoarábiga debía sustituir a la latina para simplificar el comercio y transformar de raíz el desarrollo de las matemáticas y abrir el camino a la astronomía.
Apenas terminado el tratado Liber quadratorum, dedicado al emperador Federico II, compuso, en 1225, otro texto que trata de las ecuaciones cuadráticas y cúbicas, Flos. Envió la siguiente carta al cardenal Capocci:
«He podido saber, oh bendito padre y venerable señor Rainiero, por la gracia de Dios dignísimo cardenal diácono de Santa María in Cosmedin, que os habéis dignado solicitar por carta una copia de mis obras y que no lo habéis hecho como si de una orden se tratase, de acuerdo con vuestra dignidad, sino con sencillez. He acogido con reverencia vuestra petición y la he tomado como un encargo y no sólo por obedecer devotamente a vuestros deseos, sino también para resolver algunas cuestiones propuestas por ciertos filósofos de su serenísimo señor, el César, así como por otros a lo largo del tiempo y otras más que, con mayor sutileza, han sido resueltas en el libro más importante sobre números que he compuesto, así como muchas otras que yo mismo he puesto. Tras compilar todas las cuestiones así florecidas, aunque muy complejas, tanto de aritmética como de geometría, que, tras un atento examen, son explicadas de una manera tan clara que no sólo florecen por sí mismas, sino que a través de ellas despuntan otros problemas innumerables como las plantitas brotan de sus raíces. Con ellas os habéis dignado pasar el rato y, si queréis, podréis hallar entretenimiento, no vano, sino útil (no obstante vuestras labores y preocupaciones), de esa paz que engendra virtud mientras dedicáis el tiempo con el ejercicio de la mente. En el caso de que sea aceptado por vuestra clemencia y bondad, hallaré aún más la amenidad de la precisión y de la utilidad y, para ser digno de merecer vuestra gracia, perfeccionaréis con humildad la obra sometiéndola a ella y a mí mismo, de la manera más afectuosa, a cuantas correcciones dictará vuestro poder».
Tres años después, Leonardo Fibonacci completó el Liber abad, su obra más importante, en la que se contenían todos los conocimientos algébricos y aritméticos aprendidos de Giordano Nemorario. Sin embargo, a partir de entonces, sus huellas se perdieron para siempre.
En 1225 concluyó el concilio de Bourges. Catorce arzobispos, ciento trece obispos y ciento cincuenta abades de todas las provincias occitanas y francesas condenaron al joven conde Raimundo VII de Tolosa por continuar favoreciendo a los herejes y no expulsarlos de sus tierras.
El 28 de enero de 1226, Raimundo VII, el conde de Foix y el vizconde de Béziers fueron excomulgados mientras Amaury de Montfort vendió sus títulos y sus derechos sobre las tierras occitanas. Luis VIII, el carnicero de Marmande, se convirtió de este modo, con la aprobación de la Iglesia, en el nuevo amo y señor de Occitania. A la cabeza de un nuevo ejército cruzado reconquistó la región, salvo la capital, Tolosa.
Se reemprendió la caza de herejes y volvieron a arder las hogueras purificadoras.
El 8 de noviembre murió el rey Luis VIII, el León, y el reino de Francia pasó a manos de su enérgica y ambiciosa madre, Blanca de Castilla.
También falleció el humilde soñador de Asís, Francisco.
Al año siguiente dejó el mundo el papa Honorio III. Le sucedió Ugolino Conti, cardenal diácono de San Eustaquio y obispo de Ostia gracias a su tío, el papa Inocencio III, a cuyo lado se mantuvo durante todo su pontificado. Cercano a Domingo de Guzmán, tomó el nombre de Gregorio IX.
No tardó en presionar a la regente de Francia, Blanca de Castilla, para que continuase la erradicación de la herejía. La regente todavía era joven y se sentía muy cercana, en cuerpo y alma, al legado pontificio, Romano de Sant’Angelo, quien redactó, en 1229, el tratado de Meaux, un documento que prácticamente sancionaba la anexión de Occitania al dominio real en la medida en que obligaba al conde de Tolosa a pagar dos marcos de plata a quienes, mediante denuncia o por cualquier otro modo, contribuyesen a la captura de un hereje. El tratado preveía asimismo la creación de una escuela de teología en Tolosa, dirigida por profesores impuestos por el rey y por la Iglesia. Para su mantenimiento, el conde debía pagar cuatro mil marcos de plata. En la práctica, podía considerarse el acta fundacional de la universidad de Tolosa para combatir la herejía.
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