25 Uno de los nuestros

Publicado el 8 de junio de 2022, 0:20

Tiempo, la palabra mágica. Lo único de lo que no dispones. Vargas, alias Némesis, agente libre y policía, tal vez tuviera razón y había que esperar. Y tu error se encontraba en haberte dejado llevar por las prisas, que provocan falta de reflexión.

El nombre escrito por Vargas en el sobre cerrado que dejó encima de la mesita del hospital no te dice nada, pero la clave se encuentra en él: Pelayo Rodríguez, empresario minero, vinculado a la minería del carbón en España, a la del cobre y la plata en Chile y a la del carbón en Santa Cruz, en el yacimiento de Río Turbio en Argentina; antiguo jefe de los Caballeros de la Muerte. Actualmente en negociaciones con la Junta Militar chilena para conseguir un buen pellizco de la privatización, casi regalada, que el gobierno de Pinochet estaba emprendiendo con toda la industria nacionalizada del gobierno de Allende. No queda más remedio que esperar a su regreso a primeros de diciembre. La duda se encuentra en tu salud, ¿resistirías hasta entonces?

—¿Puedo hablar un momento con usted? —es la Flaca, en tono misterioso.

—Por supuesto —dices extrañado, no comprendes a qué viene tanto secreto.

—Verá, cuando estuvo en el hospital, el médico creyó que yo era su hija —no te sorprende nada lo que dice,pues la pobre no se separó de ti ni un momento en los diez días que estuviste internado—, por eso me entregó los resultados de todos las análisis que le hicieron…

—Y dijeron que gozaba de una salud de hierro.

—No exactamente —agacha la cabeza—. Tiene usted cáncer —no dice nada nuevo, más bien confirma lo que ya sabes.

—Todos tenemos algún cáncer, Flaca —sonríes, pero ella sigue seria, cree que no la has comprendido.

—Me refiero a que se va a morir.

—Vaya, y yo que me creía inmortal—sigues con la sonrisa.

—No se lo tome a broma, que es muy serio.

—¿Cuánto tiempo me pronosticaron de vida? —Eso es lo único que te interesa: el plazo.

—Dijeron que unos meses, pero que todo dependería de la agresividad con que se desarrollara a partir de ahora. Me recomendaron que comenzara con una terapia, lo que le permitiría alargar el plazo.

—Me lo pensaré.

—Es como si no le diera importancia. Le repito que me han dicho que se va a morir —alza la voz.

—No hay que darle mucha importancia. Los médicos también se equivocan. Pero te rogaría que no se lo dijeras a nadie.

—Por lo menos tome estas pastillas que le he comprado, me las recetaron para usted —te entrega dos tarros con pastillas grisáceas, los recoges. Tal vez esas grageas aporten un día extra de vida. ¡Qué asco!, piensas, toda una existencia robando segundos a la muerte.

—Gracias, Flaca.

La mañana está fresca, pero el cielo despejado. Dentro de unas horas el calor se llenará de humedad y las calles se quedarán vacías. Paseas por el minúsculo parque, Pichi aseguró que a las diez en punto se encontraría al lado del quiosco de la música.

El violinista ciego sigue apoyado bajo el enrejado, tocando el violín. El atril delante de él, con la misma partitura de siempre vuelta del revés. Le arrojas un billete de cien pesetas que se desliza hacia el sombrero en una especie de remolino provocado por la suave brisa y queda en una de sus alas.

—¿Le importaría introducirlo? —dice el ciego, sin detener la música.

—Cualquiera que no le conozca pensaría que usted no está ciego —aseguras, mientras te inclinas a recoger el billete y a depositarlo en el interior del sombrero.

—Pobre del que necesite ojos para ver.

—¿Y usted con qué ve?

—Yo no veo, interpreto la realidad.

—¿Qué hacía el otro día en Oviedo? —si no lo preguntas, revientas.

—Comiendo oricios fuera de temporada —e incrementa el ritmo de la sonata, moviendo muy rápido el arco sobre las cuerdas.

Pichi ha llegado y debes dejar al músico ciego que interpreta la realidad sin verla y come oricios fuera de temporada.

—Rediós, paisa. Paece un moro con ese vendaje en la cabeza. Menos mal que con el sombreru disimula un poco.

—Déjate de chorradas y llévame hasta la constructora.

—El paisa, ya’stá curáu, ha regresáu su buen carácter. ¿Puedo poner música?

—Pon lo que…

—Pon lo que te salga de los coyones —remata, imitando tu voz ronca. Sonríes.

—Al constructor, ¿le has adelantado algo de lo que quiero?

—Tá enteráu de tó.

«Construcciones Menéndez SL», lees. Es un edificio de seis plantas, la empresa se encuentra en el bajo. Una muchacha con gafas y pelo recogido, que amontonaba facturas, os hace pasar hasta la oficina del fondo. «Pedro López y López», lees en la placa dorada que se encuentra encima del escritorio delante de un individuo grueso con un habano en la boca.

—El informe del aparejador es bastante positivo: las paredes maestras de la casa se pueden conservar, el resto ha de ser nuevo. Vamos a ver —comienza a buscar entre las hojas de un informe lleno de planos y dibujos—, sí, aquí está. Hay que reconstruir los tabiques interiores, las vigas centrales y el tejado. Como supongo que querrá agua corriente y desagüe, hay que eliminar la fosa séptica y realizar la acometida desde…

—¿Cuánto costará todo? —necesitas saber su valor, pues aunque posees bastantes ahorros, debes dejar cierta cantidad para otra cuestión que sólo te importa a ti.

—Millón setecientas mil —dice, apretando el puro entre sus dientes.

Calculas deprisa el cambio a dólares o a francos.

—¿Y si añade el arreglo de la cerca del huerto?

—Entonces, los dos millones no se los quita nadie.

—Paisa, del arreglu del vallau, si me consigue el material, encárgome yo —Pichi te presta su ayuda. Recuerdas que los muchachos de la partida también se ofrecieron.

—¿Cuándo podrían empezar con las obras? —le preguntas.

—Esta semana. Hay que subir los materiales, solicitar los permisos…

—¿Fecha aproximada de finalización?

—Calcule unos tres meses. Para mediados de noviembre está terminada.

Tres meses, demasiado tiempo. Pero no puedes pedir más, ahora es una cuestión ajena a ti que tu cuerpo resista hasta entonces. La colaboración de Lobedu, Kiko y el Andaluz es un hecho. No tendrás nada más que decirles el día que se comienza, para que estén allí contigo y Carmen tendrá su casa.

—Pichi, acércame hasta la comisaría que he quedado con Vargas.

Comienza el calor que pronosticabas y hasta un día como este te refugia de nuevo en los estercoleros del pasado. Te vuelves a ver por las montañas, sin refugio, cuando el calor se convertía en otro enemigo y no se podía beber de las cantimploras, pues el agua contenida en ellas os podía provocar enfermedades.

Y bajabais al llano a robar el agua de los campesinos guardada a la sombra en cántaros o en botijos entre las gavillas.

—Pase y cierre la puerta —dice Vargas desde la mesa de su despacho—. ¿Ya le dieron el alta?

—Ayer, a última hora.

—Le tengo buenas y malas noticias, ¿por dónde quiere que empiece?

—Por las malas, por supuesto.

—Está confirmado, Pelayo Rodríguez no regresará de Chile hasta el día 30 de noviembre, pero ya concerté una entrevista con él. El día uno de diciembre se viene usted conmigo para tener unas palabras con ese señor.

—¿Y la buena?

—Ah, sí. La buena en realidad es doble. Analizamos la pistola de Jordán, efectivamente fue la que se utilizó en el asesinato del Lejía. Sus sospechas se confirmaron: al Lejía lo asesinó Jordán. Después interrogamos a Sindo, no conocía a los dos que llegaron a su casa para preguntar a la Flaca. Dice que él les prestó todo el apoyo porque les enviaba Narváez.

—¿Narváez el carnicero?

—¿Le conoce?

—Sí. ¿Qué pinta en todo esto?

—Es un hueso duro de roer. Tengo la impresión de que está preocupado por algo, por eso envió a sus secuaces a oler al entierro de Floro. El eslabón más débil era la Flaca, el resto era gente de los sindicatos o de partidos de la izquierda.

—¿Puede estar implicado en la muerte de Floro?

—No lo creo —sonríe—, sus preocupaciones vienen de que alguien está preguntando demasiado por el valle sobre Camilo, Jordán y los Caballeros.

—¿Y de los dos que me golpearon?

—Precisamente están en el calabozo y les acabo de interrogar —se acaricia los nudillos de la mano derecha, los tiene enrojecidos. Has comprendido sus métodos sin que los explique—. Su versión se repite, los envió Narváez para que averiguasen lo que pudieran sobre las razones por las que la Flaca estaba en el entierro, pero no quieren delatar a Narváez porque le tienen miedo.

—¿Qué podía tener el entierro para que les preocupara tanto?

—Aparentemente, nada. Gente, mucha gente, y un ataúd con la bandera republicana. Pero creo que la preocupación de los fascistas proviene de que, a lo mejor, les pudieron asesinar a uno de sus confidentes.

—Eso no se lo consiento, Vargas —ha conseguido hacerte perder la calma—. Floro estuvo con nosotros, gracias a él sobrevivimos casi once años en los montes. Fue el mejor enlace que ningún guerrillero pudiera soñar.

—Relájese. Si está tan seguro, me quiere explicar ¿por qué a partir del 51 lo ascienden en la mina nombrándole vigilante? ¿Y por qué, ese mismo año, recibe un dinero que él aseguró que era de una herencia y que le permitió comprar la casa en la que vivía?

—Puede haber otra explicación —dices, desconcertado.

—Tal vez exista, pero hasta que aparezca me quedo con la mía.

—Si eso es así, quiere decir que…

—Quiere decir que el asesino de Floro no se encuentra en las filas de la extrema derecha, va a tener usted que investigar dentro de su casa.

Tienes miedo de lo que observaste el día de su muerte: su asesino no había dejado huellas ni siquiera sobre la hierba húmeda, eran técnicas de guerrilla que empleabais cuando nevaba o teníais que atravesar un barrizal o, incluso, después de cruzar un río. Lo que sospechabas: a Floro lo mató uno de los vuestros.

Al alejarte del despacho de Vargas, notas cómo tu cuerpo se deshidrata y el sudor inunda el alma. Hasta Miguel Ríos resultaba agotador.

 

Ya no llora el mundo
no sabe llorar…

 

Pichi te deja a la puerta de la sidrería. Has quedado con él y con los muchachos de la partida después de comer para comenzar la reparación del vallado.

—Pepín, los tirantes que llevas ¿te los regaló el Fraga?

—Babayu —incombustible Pepín—. ¿Va a comer? —te pregunta.

—Sí, pero prefería en el patio. Dentro de la sidrería hace mucho calor.

—Pase y siéntese donde le venga en gana. Con este calor tengo el chigre vacío.

No eres capaz de desprenderte de las últimas palabras de Vargas, cuando un olor familiar ha llegado a ti. Observas el patio, son las orquídeas. Otra vez Adela a tu pensamiento. Ella las amaba, incluso era capaz de distinguir una ophis de una orchis cuando para ti todas eran iguales.

—Pepín, ¿a quién le gustan tanto las orquídeas?

—A mi madre, pero si conociera a mi tía Adela, ella si que es una fanática de las flores. Fíjese que solía coger las hortensias y las rociaba con laca para luego ponerlas a la sombra. Eso hacía que se conservaran hasta el día del juicio —parece que la estás viendo mimando a sus flores.

—Tu tía debe ser una mujer muy interesante.

—Y muy guapa. Ya verá, ahora le enseño una foto —y Pepín se pierde al galope por las escaleras que dan al primer piso, donde debe de estar la vivienda de sus padres. Baja saltando los escalones de dos en dos con un cuadro en la mano—. Fíjese, es del día de su boda, en este mismo patio.

Debes disimular el nudo en la garganta, muerdes con fuerza el labio inferior. Es cierto, Adela estaba preciosa. Es la imagen que siempre has conservado de ella.

—¿Este era su marido?

—Sí. Era teniente de la Guardia de Asalto de la República. ¿Lo ve? Se casó de uniforme.

—Muy jóvenes.

—Creo que él tenía veinticuatro y ella veinte. La foto es del 36, unos días antes de que estallase la guerra civil. La verdad es que fue una desgracia, se casaron y a los dos días comenzó la guerra.

—Y tuvieron que separarse…

—No, pero es una historia muy extraña en la que mis abuelos tuvieron mucha culpa.

—¿Tus abuelos? ¿Qué pintan ellos en todo esto? —le desagrada seguir hablando. Hace una pausa.

—¿Le traigo ya la comida?

—No. Siéntate —acabas de darle una orden de las que no se discuten. Quieres saber por qué ha nombrado a sus abuelos como responsables de todo—. Esta historia me parece muy interesante y creo que a ti te liberaría de muchos fantasmas si me la contaras.

—No. Son cosas que pertenecen a la familia y deben quedar enterradas.

—Pepín, te lo advierto: o me lo cuentas o no vuelvo más a tu sidrería —era la única amenaza ante la que se tenía que doblegar, no podía permitir que la caja no se llenara de billetes.

—Verá, yo sólo sé lo que me han contado.

—Da igual, desahógate, creo que lo necesitas —y yo más, piensas.

—Dicen que por aquella época sólo se estudiaba lo básico, ya sabe, leer, escribir y las cuatro cuentas. A partir de los once o doce años, todos a trabajar a la mina o al campo. Pero mi tío, el de la foto, se fue al Seminario…

—¿Al Seminario? —debes disimular, hacerle creer que te interesa y que desconoces la historia.

—Sí. La única forma de tener estudios sin que costara dinero era en el Seminario. Él trabajaba en el campo ayudando a la familia y estudiaba. Antes de cantar misa, abandonó con el título debajo del brazo. Eso le permitió entrar de oficial en la Guardia de Asalto.

—Parecía un tipo habilidoso.

—Dicen que era muy listo, pero cometió un error: se unió a la República.

—Eso no era un error —estallas, debes calmarte, el chaval no tiene ninguna culpa—, era lo que había que hacer. Los otros fueron unos golpistas y unos traidores al pueblo.

—Yo no entiendo de política, pero eso fue lo que provocó que se dividiera mi familia —tu familia, la mía y todas las de este país, piensas—. En fin, como le iba diciendo, se casó con mi tía y lo destinaron a Santander. A los cuatro días estalló la guerra y él se quedó defendiendo la plaza de Santander hasta que entraron los nacionales en el 37. Después, los republicanos se replegaron hacia Asturias y mi tío con ellos. Cuando cayó todo el frente norte, mi tía regresó a casa…

Esa parte de la historia la provocaste tú, Mayor. Le mandaste a Adela que se ocultase en casa de sus padres al caer el frente norte. Allí estaría segura, pues ellos siempre se habían posicionado con el bando franquista. Ella no podía estar contigo vagando por las trincheras con un niño en el vientre.

—¿Él murió?

—No, creo que el presidente Negrín le encomendó una misión: tenía que escoltarle hasta Valencia para que cogiera un avión con rumbo a Francia…

Y escoltaste a Juan Negrín con tu sección hasta el aeropuerto, atravesaste Madrid, el Jarama, y toda la carretera hasta Valencia fue tuya. Al despedirte del presidente, te dijo: «acompáñeme, esta guerra está perdida». «Mi sitio está aquí, presidente», respondiste. ¡Qué buenos vasallos si hubierais tenido un buen señor!, esa frase del Mío Cid os venía que ni pintada a todos los guerrilleros antifranquistas. O tal vez erais Ronins, aquellos legendarios samurais sin señor. En fin, dejemos eso, Mayor, y regresemos al momento en el que Negrín se despidió con aquellas palabras: «cuando llegue a París firmaré la orden con su ascenso a capitán». Nunca supiste si la llegó a firmar, pero era lo menos importante.

—¿Y después?

—Creo que se echó al monte. Y a mi tía le llegaba todas las semanas una carta suya que alguien depositaba en el buzón o por debajo de la puerta del chigre, pero mi abuelo o mi abuela se encargaban de esconderlas.

—Por eso decías que tus abuelos tuvieron mucha culpa.

—Sí. Fue mi madre, que era una niña por aquel entonces, la que descubrió las cartas y se las entregó a mi tía, pero ya habían pasado más de diez años. Mi tía les pidió explicaciones a mis abuelos. «Tu marido, lo que debe de hacer es beberse una botella de aguardiente y pegarse un tiro», le dijo mi abuelo. «Hija, olvida a ese desgraciado», creo que remató mi abuela. En ese momento mi tía se escapó de casa con mi primo. «Sólo regresaré para asegurarme de que os entierran bien hondo», me dijo mi madre que esa fue la respuesta de mi tía. No volvimos a saber de ella hasta que murió mi abuelo hace dos años.

—¿Y nunca fallaron esas cartas que llegaban todas las semanas?

—Mi madre me dijo que nunca, que todas las semanas, como caídas del cielo, aparecían en el buzón. Años más tarde, llegaban desde el extranjero, pero mi abuela se encargaba de que las devolvieran: «Pancracio, todas las cartas que lleguen para mi hija las devuelves, porque ella ya no pertenece a la familia», le dijo al cartero.

Así se ha fugado toda tu existencia: de las vacas, la hierba y el Seminario a la guerra civil; después, doce años en la guerrilla, doce meses enterrado en una mina y veinticinco años buscando nazis. Ese es el resumen de sesenta y cinco años preñados por la puñetera ceguera del deber.

 

Abre sendas en los cerros
deja su huella en el viento

Nunca se quejó del frío
Nunca se quejó del sueño…

 

Olvida a Víctor Jara, olvida el llanto. Si me ves llorar, pasa de largo — me decías—; pues te lo recuerdo, Mayor. Ahora sólo importa el presente. Y Floro no mintió. Otra razón para no creer en la versión de Vargas, piensas.

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