Un nuevo pinchazo en la cabeza. Más dolor. Lejía, asesinado; Jordán, igual; Floro, también; y, ahora, Buenaventura. Cuatro homicidios desde que has llegado. ¿Qué está ocurriendo? ¿Tan peligroso es preguntar por Camilo? ¿O es el revelar su actual identidad? ¿O, tal vez, lo peligroso es desenterrar el pasado y presente de los Caballeros de la Muerte? ¿O es la operación que están preparando el coronel Lozano y su secuaz de la Policía Armada? Todo cruza el aire yodado como un rayo invisible, pero acompañado de un trueno que hace vibrar tus tímpanos.
—¿Han matado al inspector Buenaventura? —preguntas, deseando escuchar un no. Pero no recibes la satisfacción.
—Sí. Fue asesinado en Madrid, hace dos días.
—¿Han detenido a sus asesinos? —deseas que conteste con un sí, y que se trataba de delincuentes comunes. Pero sigues sin recibir satisfacciones en sus respuestas.
—No, aún no. Pero los detendremos, se lo aseguro.
¿A qué ha venido este inspector?, vuelves a preguntarte. Se supone que debe estar aquí por lo de la paliza que te dieron, que es casi un intento de homicidio. Pero no tiene ningún interés en hablar sobre tus lesiones.
Se acerca silencioso hasta la ventana, dándote la espalda, y la luz solar desaparece, sus hombros han convertido en opacos los cristales. Enciende un cigarro, ¿se podrá fumar en el hospital?, pero la respuesta os da igual a los dos.
—¿Estaba Buenaventura realizando un trabajo para usted? —ha efectuado la pregunta sin prisas, sin mirarte, exhalando el humo del cigarro y arrojándolo hacia los cristales.
De nada sirve mentir. Si hace esa pregunta, es que conoce la respuesta.
—Sí —tu respuesta es seca, sin explicaciones. Necesitas que sea él quien exprese las razones por las que pregunta.
—¿Se puede saber en qué consistía su encargo? —continúa mirando al vacío.
—No. Buenaventura me dijo que no debía decirle nada a usted. Y yo soy muy respetuoso con la palabra que doy y más si el acuerdo es con alguien que ha muerto.
—Así que el bueno de Boni le dijo que no debía decirme nada a mí —gira despacio su cabeza, con el cigarro en los labios, sólo la silueta de su mandíbula cuadrada se dibuja entre el humo—. Pues no me diga cuál era el encargo, solamente dígame por qué no quería que me enterase yo.
—Supongo que sería para no tener que repartir con usted el dinero que le había ofrecido.
—¿Cuánto le ofreció?
—Doscientas mil pesetas —su mirada regresa hacia el exterior de la habitación. Vuelve al cigarro y da otra calada más profunda.
—¿Le llegó a entregar el dinero?
—No. El dinero era por el resultado del trabajo y no volví a saber más de él. Bueno, miento, a través de la Flaca me hizo llegar una nota en la que me daba a conocer que algo había averiguado y que me lo diría cuando regresara de Madrid.
—¿Se puede saber qué decía la nota?
—Ponía que si me hubiese fijado un poco más en el nombre de Camilo me ahorraría el dinero.
Arroja la colilla por la ventana y se acerca a tu cama. Coloca una silla a la cabecera y se sienta en ella, dejando que el respaldo os separe y le permita colocar sus brazos sobre él, mientras habla.
—Mire —su tono es más cercano, como si quisiera confesar algo—, no sé lo que le encargó a Boni. Pero, fuera lo que fuese, provocó su muerte. Boni era un policía de la vieja escuela: le gustaba el vino tinto y la buena mesa, las mujeres de braga fácil y el dinero, le encantaba sentirse alguien con su placa en la solapa y carecía de ideal alguno, excepto llevar siempre un billete de mil en el bolso. Pero tenía una cosa buena, odiaba tanto como yo a los de la Social —¿qué estará queriéndote decir?, te preguntas—. Nosotros nunca perseguimos a nadie por sus ideas políticas, a nosotros sólo nos interesaban los chorizos, los timadores, violadores y asesinos. Juntos detuvimos a media población reclusa de Asturias —¿adónde quiere llegar?—, y como usted se puede imaginar, teníamos miles de enemigos, pero ninguno consuficientes arrestos para atentar contra nuestra vida. De repente, aparece usted, le encarga un trabajito por doscientas mil pesetas y su cuerpo se convierte en cebo de los peces del Manzanares. ¿Sabe lo que pienso?
—No —estás intrigado por ver hasta dónde quiere llegar. Regresa el pinchazo de la cabeza, y se suma al dolor de las costillas que intentan soldarse.
—Que su encargo, el cual no me interesa, estaba envenenado y tenía mucho que ver con la situación política que está viviendo el país. Boni escarbó donde había mierda y esta reventó.
Silencio.
—¿En qué se basa para opinar eso? —en tu pregunta parece que hay ingenuidad, pero no es así. Quieres que siga hablando para ver hasta dónde sabe. Y, lo que es más importante, para conocer si te puedes fiar de él.
—¿En qué me baso?, dice usted. Je, tiene gracia la pregunta. Cuando Boni estaba en Madrid, se recibió una llamada de un coronel de la Policía Armada preguntando por el comisario. ¿Sabe qué información le pidió al comisario? Que si el policía que estaba en Madrid investigando, cumplía una misión de algún juzgado o de sus superiores. El comisario le respondió que no, que simplemente estaba de permiso, y que él no se metía en lo que hacían sus hombres cuando estaban de descanso. Ya ve, Boni, con lo que estaba removiendo, llamó la atención de un señor coronel y ahora está muerto.
—Por casualidad, ¿ese coronel no responderá al nombre de Valdés?
—Vaya —dice cruzando sus brazos sobre el respaldo de la silla—, si ahora va a resultar que usted conoce a toda la plana mayor.
—Pero no veo la razón por la que deduce que tocó materia política con mi encargo.
—Ah, ¿no? —vuelve a sonreír—.¿Dónde ha estado usted metido estos años? En enero, asesinaron a un estudiante en Madrid, lo reivindicó la Triple A, al igual que la matanza de varios abogados laboralistas en Atocha. En las universidades todos los días hay asaltos de los Guerrilleros de Cristo Rey, ETA sigue con sus atentados y secuestros, acaba de surgir el GRAPO en la fauna del país. En el otro extremo, unido a la Triple A se ha formado el Batallón Vasco Español en una guerra sucia que nadie conoce cómo va a terminar. Se acaba de reunir la Asamblea Constituyente para elaborar una Constitución que no es vista con buenos ojos por los sectores reaccionarios e inmovilistas del régimen —ay, Mayor, este policía parece un analista político. Debes dejarle para ver hasta dónde quiere llegar—. En el Ejército purgaron a los sectores democráticos, a todos los de la Unión de Militares Democráticos los han expulsado y procesado, después de someterlos a consejos de guerra. Sólo han quedado en su puesto los fósiles. Y todo el mundo sabe que hay movimientos de sables, se rumorea por todos los lados que puede haber un golpe de estado en cualquier momento.
—¿Qué me quiere decir con eso? —su discurso te ha dejado sin habla, pero desconoces cuál es el objetivo del mismo.
—Lo que en realidad le quiero decir es que si usted mata por celos, por dinero, puede estar casi seguro que vamos a dar con usted, pero si lo hace por motivos políticos, tal y como está el país, el crimen quedará impune. No habrá pistas, todas las bocas de posibles testigos serán selladas y el caso terminará en una estantería con una anotación inamovible: archivo. Y no quiero que el asesinato de Boni sea una carpeta más.
—¿Y qué me propone? —apenas tienes fuerzas para hablar, algo debió añadir la enfermera en el goteo o en la inyección para que te relajes y duermas, olvidándote de los dolores. Mantente despierto, no es hora de lamentarse, ni de dormir.
—Que me ayude. Dígame lo que sepa sobre el trabajo que le encargó a Boni y yo le ayudaré a usted con lo que busca.
—¿Cómo sé que me va a ayudar usted? —cierras los ojos, el sedante o lo que te inyectara la enfermera está produciendo su efecto, sientes que la noche se adelanta.
—Se lo diré de otra manera —regresa despacio a la ventana, vuelve a darte la espalda, enciende otro cigarro y deja que su mirada se pierda en la visión de los cerros—. Usted no se llama Juan Martínez, ni es industrial. Usted es Andrés Rivera, un antiguo maquis conocido como el Mayor —¿cómo lo sabe? ¿Quién ha hablado?—. No tema, no importa que sepa su verdadero nombre, ni a qué se dedicó —sigue sin mirar hacia ti—, no existe una orden de búsqueda contra usted. Y si alguna vez la hubo, ya nadie se acuerda. Tal vez se pregunte cómo lo sé. Eso no tiene importancia, que le baste saber que lo sé —sigue de espaldas, da otra calada al cigarro, y el humo envuelve en un halo de misterio su enorme figura—. Yo nací en el 39, no viví la guerra, pero sufrí la posguerra, que según me contaron fue mucho peor pues no se llegaba a saber las causas por las que mataban a uno. Mi abuelo fue un topo. Crecí viéndole encerrarse por las mañanas en un falsa pared para vivir el resto del día en dos metros cuadrados. En la inocencia de niño, pensaba que era porque cuando se llegaba a viejo había que ocultarse para que nadie te viese, por estar feo y arrugado. Después me enteré de que no era por eso, que en el valle había más topos como mi abuelo, y que no se podía decir nada a nadie para que no lo delatasen y vinieran a por él. En ese momento, yo veía a mi abuelo como a un cobarde, al igual que a todos los topos. Y miraba las montañas, allí estaban los héroes, los que le habían echado coraje a la vida, y con dos escopetas se habían hecho fuertes, teniendo en jaque a las columnas del fascio. Odiaba a mi abuelo por cobarde y soñaba con ser un maquis cuando creciera. A veces, en el colegio, nos inventábamos historias de los guerrilleros y nos atrevíamos a amenazar a los maestros fascistas con que un día bajarían los maquis de las montañas y les colgarían a todos de la cruz de la iglesia. Hasta el cura retrógrado del pueblo recibía nuestros anónimos —da media vuelta. Sientes, por su pausa, que te está mirando, pero tú no le ves, has cerrado los ojos. Lo que está narrando ha vuelto a remontar al pasado todo tu ser y los recuerdos dan otro mazazo en tu cabeza, que se une al dolor que ya soportabas. Prosigue—. Me acuerdo de que tenía nueve años cuando comenzaron a arrestar y asesinar a los guerrilleros y exponían sus cuerpos en la plaza para que todos los viéramos. Cuando tuve once años, decían que, en las montañas, sólo quedaban las partidas de Lobedu, Gitano, El Rubio, Quintana, Peque y Tranquilo. Un día nos llegaron las noticias de que los habían matado a todos menos a los de Lobedu. Para unos niños como nosotros, los nombres de Lobedu, el Andaluz, Kiko, Tuco y el Mayor representaban a los justicieros que surgían de noche, cuando nadie les veía, y asaltaban trenes, y volaban torres, y asesinaban a los hijos de puta que tenían sumergido en el terror al valle y que impedían que mi abuelo pasease conmigo por el parque, como los abuelos de los demás. Un día, llegaron los del somatén a nuestra casa, la registraron por todos los lados y descubrieron la pared falsa del cuarto en el que se escondía mi abuelo. Lo arrestaron. A los dos días le pegaron un tiro y lo arrojaron a una fosa común con veintiuno más —da otra calada, el humo sigue envolviendo su figura, que apenas se dibuja. Hace un silencio.
—¿Por qué me cuenta todo eso? —dices, entre el desconcierto y la
somnolencia.
—¿Sabe lo que aprendí del hombre al que yo consideraba un cobarde? —no responde a tu pregunta. Él tiene un objetivo con su narración y quiere llegar a él—. Ni se lo imagina. El día anterior a su ejecución, lo fui a ver con mi madre al calabozo. ¿Cree que estaba destrozado o hundido? Al contrario, nunca vi a mi abuelo más entero, más recio, más grande, más héroe. Sabía que había llegado su hora, que le iban a fusilar, pero allí estaba, firme como una roca, sin suplicar. «A los vencidos sólo nos queda mantener la dignidad», me dijo. Y añadió: «Siento no poder dejarte nada en herencia, pero recuerda que tú heredas el tiempo que a mí se me niega» —presientes que una lágrima recorre su rostro, no la ves, pero la intuyes, al sentir su discurso entrecortado—. Estos valles encierran millones de historias como la mía. Y fui creciendo, y contemplando, y comprendiendo lo que había ocurrido, el vencedor no sólo quiso ganar la guerra, su objetivo era el exterminio de cualquier opositor. Las cuencas mineras fueron su laboratorio, desde la Sierra del Eje a los Picos de Europa, desde el llano al Puerto de Tarna. Nunca perdonaron a sus gentes, ni el 34, ni la resistencia del 36, ni la guerrilla posterior. Cuando veía pasar a las Banderas de Palencia, de Valladolid, del Requeté o a los Caballeros de la Muerte en sus corceles negros, con camisas negras o azules y sus boinas rojas, reflexionaba sobre lo que me había dicho mi abuelo: «heredas el tiempo». Y comprendí lo que me quiso decir con aquellas palabras: nos matarán, pero no nos han vencido, el tiempo corre a nuestro favor y el futuro será nuestro.
Silencio. Otra calada al cigarro, demasiado humo en la habitación. Abre las ventanas. Más silencio.
—Sería mucho mejor si fuera directo al grano —sugieres. Pero no te hace ningún caso.
—Me juré que algún día vengaría el asesinato de mi abuelo. Y me convertí en otro topo, todos los días iba con los requetés, con los Caballeros de la Muerte y les decía que cuando creciera quería ser como ellos. Me adoptaron como si fuera su mascota, una mascota
de doce años que sólo quería saber quién era en aquel momento el jefe de los Caballeros. Y lo averigüé —extrae un sobre del bolsillo interior de su americana y lo deposita encima de la mesita—. Aquí lo tiene. Se lo entrego a usted por si le puede ayudar en lo que busca. Pero le advierto una cosa: a ese lo mato yo. Usted limítese a utilizar la información que le doy para localizar a los asesinos de su hermano —¿cómo es que lo sabe?, te preguntas—, pero lo dicho: la vida y la muerte del jefe de los Caballeros en aquellos días me pertenecen.
—¿Por qué me dice todo esto? —sigues desconcertado, anestesiado, cansado, repitiéndole la misma pregunta.
—Es un trueque: usted me dice lo que ha averiguado hasta ahora y yo le facilito esa información y le ofrezco mi ayuda de forma desinteresada. A mí, lo que me interesa de momento es saber quién asesinó a Boni. El resto puede esperar —toma asiento de nuevo acercándose a ti. Espera que seas tú quien hable a partir de ahora.
—Busco a dos personas, posiblemente sean un tal Jordán y el misterioso camarada Camilo… Fueron ellos los que asesinaron a mi hermano, violaron a mi cuñada y mataron a mi sobrino, que aún estaba en el vientre de su madre… —tienes que hacer esfuerzos sobrehumanos para seguir hablando, la lengua y el paladar están envueltos en una saliva espesa—. La primera persona que se ofreció a ayudarme fue el Lejía y apareció muerto en Mieres. Las pistas me llevaron a Cangas del Narcea, donde encontré a Jordán —haces una pausa para humedecer los labios—. Todo me indicaba que había sido él quien asesinó a Lejía. A usted le resultará fácil averiguarlo. Cuando salga, pídale a Pichi que le entregue la pistola que lleva al cinto, era de Jordán. Si hace una prueba de balística, estoy seguro de que los proyectiles que dispara coinciden con los que se utilizaron en el asesinato de Lejía —sigue inmóvil en la silla, hablas con los ojos cerrados, dejando que el analgésico vaya haciendo su efecto. Es posible que el sueño te derrote sin que puedas terminar tu exposición—. Localicé a Jordán en una funeraria de Cangas, pero antes de que me pudiera llevar hasta Camilo, lo asesinaron, robándome el sabor de matarlo con mis manos… Encontrará su cadáver en el despacho que tiene dentro de la funeraria. Después está el inspector Buenaventura que por doscientas mil pesetas se ofreció a ayudarme en la búsqueda de Jordán y de Camilo. Ahora me dice usted que lo han asesinado —haces otro silencio para mojar de nuevo los labios—. Y, en todo esto, ha llegado a mis oídos que los coroneles Valdés, de la Policía Armada, y Lozano, de la Guardia Civil, tienen en marcha un plan, sin que conozca el objetivo, pero se dan un año de plazo para ejecutarlo… Lo más curioso es que tengo la impresión de que los Caballeros de la Muerte… siguen actuando y con fuerza.
—Ahora tiene explicación la llamada del coronel Valdés al comisario sobre lo que llevaba Boni entre manos —se levanta de nuevo, vuelve a encender un cigarro y dirige su mirada a través de los cristales de la ventana—. Un año de plazo, dice usted que es el
periodo que se han dado. Es lógico —esto último lo ha pronunciado como si fuera una sentencia inapelable.
—¿Por qué dice… lógico?
—El segundo semestre del año 77 y el primero del 78 pasarán a la historia de este país como el año que verdaderamente se hizo la transición. Se está elaborando la Constitución, se pretende modificar la legislación sobre las Fuerzas de Orden Público, el Código Penal, el Código de Justicia Militar y hay proyectos de leyes que defenderán las libertades democráticas a partir de ahora. Cualquiera que quiera dar marcha atrás a la historia sólo tiene este año de plazo. Después le será mucho más difícil, aunque no imposible, pues el sistema democrático se irá consolidado y como dijo mi abuelo: habremos heredado el tiempo.
Alguien entra en la habitación, no lo ves, sólo escuchas la reprimenda que le echa al policía de la mandíbula cuadrada por estar fumando. No hay duda, es el médico.
—Haga el favor de abandonar la habitación y no vuelva a fumar en un hospital.
El policía se acerca a ti, coge tu mano y, casi al oído, te dice:
—¿Cuento con usted?
Cierras los ojos, antes de responder.
La enfermera regordeta, siguiendo instrucciones del médico, clava una aguja en tu brazo. Sientes cómo el líquido te lo va durmiendo. Antes de que llegue a tu cerebro, giras la cabeza, quieres ver las colinas a través de las ventanas y te vas alejando del mundo de los seres sensibles con las palabras de Vargas: estos valles encierran millones de historias como la mía. Es el momento de cambiar de estrategia, Mayor, el abuelo de ese policía tenía razón: en estos momentos hay que convertirse en un topo, pero en un topo muy especial.
—¿Cómo… conecto… con usted? —preguntas al de la mandíbula cuadrada antes de que el sedante llegue al cerebro.
—No tengo pérdida. Pregunte en comisaría por el inspector Vargas, aunque para usted —se arrima a tu oído—, a partir de ahora soy Némesis.
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