De todos modos, aceptando las condiciones que se les imponían, tuvieron una relación larga, si bien intermitente, de más de tres años. Y él escribió muchas cartas, en una extraña mezcla de francés, inglés, italiano y, sobre todo, español, a la "Olghina de mi alma, de mi cuerpo y de mi corazón". Intercalaba letras de sus rancheras favoritas, a falta de mejores poemas para llenar el papel, porque nunca fue amante de la buena literatura. Pero, como era obligado, también incluyó algunos párrafos gloriosos de creación propia que brindó a la historia (puesto que las cartas se hicieron públicas a finales de los años ochenta): "Esta noche en mi cama he pensado que estaba besándote, pero me he dado cuenta de que no eras tú, sino una simple almohada, arrugada y con mal olor (de verdad desagradable), pero así es la vida. La pasamos soñando una cosa mientras Dios decide otra" (1 de marzo de 1957).
Tan libertino como Olghina --aunque más protegido de la maledicencia popular--, Juan Carlos, además de mantener la relación semioficial con la de Saboya y la aventura off the record con la Robiland, a la vez tenía otros flirteos. En concreto, uno muy sonado con una bailarina brasileña a quien había conocido cuando estaba embarcado en el Juan Sebastián Elcano. A esta también le escribió decenas de cartas apasionadas. Para que llegaran más rápido, se las enviaba mediante la representación diplomática española en Río de Janeiro. Pero no recibía respuesta ninguna, pese a las "simpatías" que ella le había mostrado. Entonces Franco le llamó un día para decirle de manera contundente: "¡basta ya de aventuras!", y recomendarle que se fuera buscando de una vez una novia aristocrática. Y le puso encima de la mesa todas las cartas que había enviado a la brasileña y que el embajador del Brasil, lacayo fiel, había interceptado sólo para sus ojos (los del dictador).
Con Olghina siguió encontrándose, lejos de Estoril. En 1957, en una escala del Elcano, se vieron en Portofino y pasaron juntos unos cuantos días felices. Después, más veces, a lo largo de 1958, sin que al príncipe le importara lo más mínimo el último lío de la Robiland, el de Rugantino, por el que Olghina tuvo incluso un proceso judicial y fue estigmatizada por la alta sociedad. Todo había sido porque su fiesta de aniversario, en noviembre de 1958, en un club nocturno del Trastevere, había acabado con el striptease integral de una bailarina turca, un instante captado por un paparazzi que escandalizó a la buena sociedad en aquella Italia de la dolce vita.
Y continuaron así hasta que la relación entró en una zona oscura en 1959, con cartas cada vez más distanciadas y frías. Instalada en Italia, Olghina trabajaba entonces como periodista, haciendo crónica social y entrevistas a personajes famosos para Lo Spechio, un diario fascista; y como actriz ocasional cuando caía algo. Precisamente tuvo un papel en una obrita teatral (para la que la habían contratado, más que por sus dotes interpretativas, porque su nombre atraía al público), cuando se dio cuenta de que estaba embarazada por tercera vez.
Esta vez se negó a abortar. Sabía perfectamente quién era el padre y quiso tener al hijo de cualquier manera, pese a la mala situación económica en que se encontraba. Marchó de Roma para dar a luz discretamente. Paola de Robiland nació a finales de aquel año cerca de París. Olghina no le dijo nada entonces a su querido Juan Carlos. Pero sí que lo hizo en agosto de 1960, casi un año después, cuando se lo encontró en el Club 84, acompañado de Clemente Lecquio (el padre del famoso Dado Lecquio). Tras librarse del acompañante, se fueron juntos a la pensión Paisiello y, justo al día siguiente, por la mañana, Juan Carlos le confesó que estaba prometido con Sofía de Grecia. Incluso tuvo el mal gusto de enseñarle el anillo que le había comprado. Fue entonces cuando Olghina le puso al corriente respecto a Paola. Se sabe muy poco de aquella conversación, salvo que él escuchó "con distanciamiento borbónico" y dijo poca cosa; y que Olghina tuvo que pagar la habitación y el taxi, razón por la cual se justificó más tarde que Juan Carlos le enviara un cheque, firmado por él mismo, por una suma indeterminada de dinero.
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