LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: UN SOSPECHOSO (41 - 50)

Publicado el 28 de noviembre de 2021, 14:39

Todo en su sitio, sólo falta el sombrero. Debes ir hasta la puerta del vagón antes de que se despierte el charlatán compañero de viaje, conversar con él es el último de tus deseos.

     Madrid. Estación Norte. No esperas a que el tren se detenga, nada más que ha disminuido su velocidad, al entrar en el andén, has saltado. Bajar de los trenes en marcha, otra de tus especialidades. Llevas muchos años, demasiados, saltando sin que la locomotora detuviera su marcha. Pero ahora es distinto, tus rodillas crujen, duelen, ya no eres el mismo. ¿Por qué no me hiciste caso? Deberías haberte quedado en casa disfrutando de una merecida jubilación. No me respondas, ya sé la respuesta.
     Es la primera vez que estás en Madrid, tal vez sea una buena oportunidad para conocerlo, pero luego rechazas esa opción. No estás aquí para hacer turismo. Has venido para recopilar información.
     Coches negros con franjas rojas, los taxis de Madrid. Sólo los habías visto en fotografías. Subes al primero de la fila.
     —Lléveme a la calle Jerónima Llorente, a la altura del 76.
     El taxista extrae un callejero de su guantera y lo consulta. No tiene prisa en localizar lo que has pedido, él ya bajó la bandera. Arranca.
     Introduces la mano en el bolsillo del pantalón, palpas la bolsita que te ha acompañado por medio mundo, la aprietas con fuerza. Sólo ella ha sido capaz de cargar de energías tus miembros cuando creías desfallecer. Es el último recuerdo que os pudisteis llevar, un puñado de tierra de España, de los montes de Asturias y León.
     Y llegasteis a Francia en el 51. Una Francia sin De Gaulle. Qué lejos quedaba aquel homenaje a los guerrilleros españoles que le habían ayudado a liberar París: Guerrillero español, en ti saludo a tus bravos compatriotas, por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia. Por tus sufrimientos eres un héroe francés y español, declaró a los cuatro vientos, pero después reconoció al régimen de Franco olvidándose de vosotros. No erais más que estorbos. Unos simples refugiados que ya no le servíais para nada.

     Te conozco muy bien, no eres de los que se asienta donde no eres grato. Por eso cargaste de nuevo tus alforjas.
     Inclinas la cabeza hacia atrás, cierras los ojos y regresa todo: te ves atravesando Europa solo, sin dinero, sin comida, sin armas. Cruzaste el Berlín ocupado y dividido, su muro no era nada cuando se ha sobrevivido en las montañas. Después, Polonia: trenes de carga de los que te expulsaban, caminos por los que no podías transitar sin arriesgarte a un arresto, confidentes jurando que eras un enemigo. Seguiste adelante y penetraste en la URSS.
     Llevabas las señas de paisanos tuyos que desde el 39, hacía doce años ya, se habían integrado en un nuevo mundo o por lo menos habían huido del infierno del que tú llegabas. Te acogieron como a un superviviente de una catástrofe: ofreciéndote comida, alojamiento y buscándote un medio de sustento. Pero lo único que conocías era la guerra de guerrillas, conocimientos que ya no eran necesarios, y el interior de las minas. Mina Obukhovskaia, en Zurevo, fue tu destino.
     Debes apartar los recuerdos, ahora sólo importa el presente.
     El capitán y el sargento que dirigían la batida en la que asesinaron a Tuco se encuentran en Madrid. Los tienes localizados, has hecho los deberes.
     Sargento Gonzalo Flores Martínez, ascendido a sargento primero en el 52, por méritos —decían—. Brigada en el 60 porque el ascenso le correspondía por antigüedad. Herido en una pierna por impacto de bala: Bilbao, año 1970. Jubilado con honores por heridas en acto de servicio. Desde entonces, lleva siete años dedicados al alcohol. Y tú, veintiséis esperando este momento. El taxi te deja a la puerta de su casa.
      —Espéreme —le ordenas al taxista.
    —¿Cuánto he de esperarle? —pregunta, con su mano en el taxímetro. Le entregas quinientas pesetas.
      —Lo que digan estos números.

      —De acuerdo —sonríe al recoger el billete—. Tómese su tiempo, amigo.
     El portal está abierto, lo aprovechas. Unas breves escaleras, y te incorporas aun descansillo en cuya pared se encuentran los buzones. Los ojeas. Vive en el sexto derecha, solo. Si carece de familia, eso también facilita mucho la labor —piensas—. De repente, una voz femenina te aleja de tus reflexiones.
      —¿Busca a alguien? —giras despacio la cabeza. No hay peligro, es la portera.
      —Buscaba al señor Gonzalo Flores, para saludarle.
      —Ah —exclama extrañada—, pues no le encontrará en casa —responde con una sonrisa que ilumina su cara redonda.
    —¿Sabe si tardará mucho en regresar?—Depende —sigue su sonrisa, a la que añade un rápido encogimiento de hombros.
      —¿De qué depende?
      —De la prisa que tenga hoy en pillar la borrachera —su sonrisa se eterniza.
      —¿Y dónde lo puedo encontrar?
    —No tiene pérdida: en el bar de enfrente. Siempre está ahí, bebiendo y echando dinero a las máquinas.
     Le das las gracias y emprendes el camino hacia el bar, pero aún le queda a la portera una solicitud por formularte.
     —Usted parece una persona importante —tal vez lo ha dicho por el traje, por el tono de voz, por el sombrero o por tus solemnes cabellos blancos, en realidad no sabes el porqué, pero le prestas atención—, un jefazo. Si fuera capaz de llevarse del bloque al señor Flores, todo el vecindario le quedaría agradecido.
     Un vecino incómodo. Eso te beneficia. Si lo tienes que matar, nadie preguntará por él.
     Bar Marcelo. Entras. Te habían hablado de la suciedad de ciertos bares de Madrid, pero de su olor a cerveza y gamba revenida, nadie reveló nada. Miras el suelo lleno de cáscaras de mejillones, cabezas de gambas enanas, palillos, servilletas y alguna patata...

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