LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: UN SOSPECHOSO (51 - 60)

Publicado el 29 de noviembre de 2021, 12:12

...pisada.
     —Cañita, refresco, vino… —recita el señor de camisa blanca y pantalónnegro, con una servilleta al hombro, que está detrás de la barra.
      —Una caña, por favor —respondes.
      —Tenemos gambas, patatas, oreja, calamares…
      —Gracias, pero no me apetece. Me dijeron que aquí podría encontrar al señor Gonzalo.
      El camarero señala con su índice la mesa del fondo, y grita:
      —¡Gonzalo, tienes visita!
      Es un hombrecillo delgado, más o menos de tu edad, sin afeitar, con un jersey raído, que calza unas deportivas baratas. Alza la mirada, dejando de contemplar las burbujas de su cerveza.
     —¿Brigada Gonzalo Flores Martínez?
     —¿Quién pregunta por él? —su voz suena pastosa.
     —Soy el teniente coronel Dalmancio—otra identidad falsa en tu vida. Se pone en pie, disimulando el exceso de copas, le ofreces tu mano y él extiende la suya.
     —A sus órdenes, mi teniente coronel
     —responde de forma marcial.
     —Siéntese, por favor —solicitas, y él, como buen soldado, obedece.

Colocas tu cerveza al lado de la suya y tomas asiento—. Tal vez se pregunte cuál es el motivo de mi visita —abres la carpeta en la que has guardado los recortes de prensa de entonces, quieres
que los lea, que vea su nombre subrayado—. Verá, desde la Dirección General, se me ha encargado que investigue la vida de todos los héroes de la Guardia Civil que lucharon en las montañas contra los bandoleros. Más o menos desde el final de la guerra civil hasta que por fin se terminó con aquella
lacra social.

     —¿Y qué se pretende conseguir con eso? —pregunta extrañado, al mismo tiempo que de un sorbo largo termina su cerveza. Le hace un gesto al camarero indicándole que acerque otra.
     —El objeto del estudio es valorar el esfuerzo de los hombres del Cuerpo que entregaron su vida cumpliendo con su deber. Y de todos aquellos que jugándose el pellejo, consiguieron terminar con el bandolerismo.
     —Con mis respetos, mi teniente coronel, ¿usted cree que de verdad terminamos con ellos? —pregunta, mientras su mirada se pierde en el ascenso de las burbujas de la cerveza que le han colocado delante.
      —Creo que sí, la historia lo atestigua —respondes intrigado.
      —La historia, ¡valiente puta! —exclama, y da un trago a la cerveza. Su mirada regresa a las burbujas.
      —No le entiendo.
      —Verá, yo he estado en las Vascongadas, o el País Vasco como se llama ahora… Je —sonríe, y eleva su mirada hacia tus ojos—, «el síndrome del norte», lo llaman. Pero usted ya lo sabe, mi teniente coronel.
     —No entiendo qué relación tiene eso con…
     —«Síndrome del norte», ¡qué risa!
Lo que era un verdadero horror era estar en las montañas persiguiendo maquis…

     —Bandoleros—aseveras, no quieres que te descubra por el lenguaje.
     —No, mi teniente coronel, nunca fueron bandoleros. Eso fue una mentira que nos inventamos para poder conseguir el apoyo de las gentes de los pueblos. Ellos eran guerrilleros, maquis. Así hay que llamarles, al enemigo siempre hay que tenerle un respeto —otro trago, y otro gesto al camarero. Debes impedir que beba tan deprisa, ebrio no te servirá de ayuda.
      —Prosiga, por favor.
      —Aquello sí que fue un infierno: pueblos enteros en los que no te hablaba nadie, que te insultaban a la espalda, que te mataban a navaja si ibas solo. Lugares en los que respirabas el desprecio. Donde las chicas no querían hablar contigo y, si las piropeabas, te escupían. Nos rodeaba el silencio que precedía a la muerte. Ser guardia civil era sinónimo de enemigo. Eran veinticuatro horas sintiéndote escoria… —un breve silencio y su mirada regresa a las burbujas. Necesita el alcohol para hablar y las burbujas para sentirse acompañado—. Y luego llegaba la noche, y no podías dormir. Pero lo peor era soñar, siempre la misma pesadilla: me veía rodeado de cadáveres y resucitaban, y venían hacia mí, preguntándome: ¿por qué? Y no tenía respuesta.
       Es el mismo sueño que tienes tú, pero al revés: a él, son los muertos los que le preguntan, y no tiene respuesta; y tú les preguntas a ellos, pero sólo obtienes su silencio.
      —Le entiendo —dices, para conseguir su acercamiento. Y extraes una de las copias de la carpeta—. Aquí le citan a usted, como jefe de un pelotón. Fue el primero que llegó hasta donde se había hecho fuerte este bandolero, el Tuco. Es un suceso que considero de gran valor, por eso quería hablar con usted. Según mis investigaciones, a partir de este acontecimiento, los forajidos fueron desapareciendo de los montes de Asturias.
      —No es cierto —otro trago—. Eso es del 51, y los maquis comenzaron a tener su final hacia el 48, cuando el infiltrado que teníamos en sus filas remató su trabajo. El mérito fue suyo.
       No le prestas atención, todo lo que ha comenzado a narrar ya lo conocías, porque lo sufriste. El infiltrado, el Francesito, como le llamabais, os sedujo con la compra de armas a la República Francesa, y se introdujo en vuestras filas. Pocos sospecharon de él, pero el que tenía muy claro que era un traidor era tu jefe de guerrilla, Lobedu. Por eso aún estás vivo. De aquella felonía cayeron casi todas las partidas: primero en La Franca, sus montes de eucalipto eran idóneos para las emboscadas; luego
vinieron Infiesto, Monte Goya, hasta la matanza de Santo Emiliano. Quedasteis vivos muy pocos. Pero los de la partida de Santa Bárbara, aún seguisteis combatiendo, hasta lo de Tuco.
      —¿Fue el Francesito el que les alertó del lugar en el que se encontraba Tuco?
      —No, mi teniente coronel. El Francesito no se pudo utilizar desde que liquidamos a los maquis de Santo...

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