La revolución neolítica

Publicado el 1 de diciembre de 2021, 11:17

Los sapiens sapiens que habitaban las cuencas del Tigris y el Éufrates y las riberas mediterráneas de Siria, Líbano e Israel vivían felizmente de la caza y la recolección. De pronto, hace unos diez mil años, los cambios climáticos alteraron profundamente el ecosistema de su zona y los dejaron tan desprovistos de recursos que no tuvieron más remedio que inventar la agricultura y la ganadería para no morirse de hambre. Lógicamente, echaron mano de las especies autóctonas que se dejaron cultivar o domesticar, es decir, la escanda (una humilde variedad de trigo), la cebada, la oveja y la cabra. Con el tiempo, estas especies propias de aquella zona fueron adoptadas en todo el mundo, y todavía seguimos viviendo principalmente de ellas. Y del cerdo, claro.

La revolución neolítica aparejó también grandes innovaciones técnicas. A los instrumentos de hueso, asta y piedra se incorporaron los de barro con la aparición de la cerámica, muy tosca, sin torno.

En la península Ibérica la técnica del cultivo y la domesticación se divulgó entre los años -5000 y -3000 (aproximadamente, aunque en Levante hay vestigios de cultivos desde el -7000). Se domesticaron el perro, el cerdo, la oveja, la cabra y, acaso, el caballo; se dejaron cultivar la cebada, el trigo, la esprilla, la escanda e incluso el olivo. Unos diminutos huesos de aceituna de acebuche hallados en la cueva de Nerja (Málaga) parecen testimoniar el interés que despertaba el benéfico olivo.
El neolítico comportó un importante cambio de mentalidad.
El campesino tiene que establecerse permanentemente en la vecindad del campo de cultivo para cuidarlo, tiene que ser previsor y reservar parte de la cosecha del año para que sirva de simiente al siguiente. Con ello nació también el sentido de la propiedad de la tierra y el sentimiento de pertenencia a ella. Ya se ven asomar las orejas del nacionalismo y la guerra.
A la economía de subsistencia, propia de los cazadores recolectores, sucedió otra de producción, lo que acarreó la necesidad de dividir el trabajo. Nació también el germen de la ciudad en aquellos poblados permanentes, a cuyos cementerios los arqueólogos denominan necrópolis para que no los tomen por saqueadores de tumbas.

Al ciudadano se le complicó la vida: los nómadas se hicieron sedentarios, tuvieron que planear el trabajo, sembrar en la estación adecuada, segar cuando tocara, pero, a cambio, si la cosecha o el rebaño no se torcían, no pasaban hambre en invierno. Incluso se produjeron excedentes, que juiciosamente administrados generaron plusvalía. Y donde hay plusvalía, hay pobres y ricos, hay poder político, hay contribuyentes y hay recaudadores, hay intereses supranacionales y hay líos. No parece casual que la hoz se inventara en este tiempo. Era de madera, con el filo de lascas de pedernal afiladas. El martillo se había inventado en la etapa anterior, los arqueólogos, siempre tan finos, lo llaman percutor.

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