NUESTRO AGENTE EN JUDEA: CAP. 1 / CAP. 2 (31 - 40)

Publicado el 2 de diciembre de 2021, 18:43

...con unas vendas limpias. Solo entonces pareció acordarse de que el sumo sacerdote estaba aún allí con él, y se dirigió de nuevo a él haciendo ostentación de gran indiferencia.

—¿Has visto mis manos? Comenzó hace algunos meses y no hace sino empeorar. Mi médico griego tiene una extraña teoría, más parecida a la brujería que a la medicina: sostiene que pensar me sienta mal, y sobre todo pensar en los judíos.
—¿Quieres decir que eres objeto de una especie de sortilegio? —preguntó Caifás sonriendo.

El prefecto sacudió la cabeza.

—No, sacerdote, es el pensar en mis cosas lo que me pone enfermo, sobre todo cuando pienso en vosotros y en las molestias que me causáis de continuo.

Caifás se encogió de hombros.

—Sabes perfectamente que nosotros los saduceos hacemos lo que podemos para mantener la paz —dijo.

—Es cierto, Caifás —hubo de admitir Pilatos—, hacéis lo que podéis, pero al parecer es insuficiente. Vamos, vuelve a explicarme tu sutilísimo plan y el papel de ese Jesús. Antes que nada, ¿qué quiere decir nazareo?

Sin ser invitado a hacerlo, Caifás se sentó, soltando un suspiro. No era fácil ser amigo de los romanos, o al menos de ese romano, que parecía incapaz de aprender las nociones más simples sobre el pueblo que había de gobernar, y por enésima vez desde que se había creado su fatigosa pero indispensable camaradería se esforzó en dar una lección al procurador de Cesarea sin que aquel tuviera la impresión de recibirla.

—Nazara es la verdad —dijo Caifás — y nazareo es aquel que lleva en sí la verdad. Es gente al mismo tiempo sencilla y muy dura: quieren alcanzar un estado de pureza y santidad, y por eso son muy frugales en el comer, no toman vino, no se cortan nunca el pelo. ¿Sabes quién era Sansón?

También Pilatos tomó asiento, pero sin buscar la sombra: tenía los ojos cerrados y la cara alzada hacia el sol, como si quisiera dejarse atontar por el calor. La terrible molestia en las manos se había atenuado y el prefecto dejaba que el alivio le embargase, dispuesto a la benevolencia e incluso a interesarse en una de aquellas innumerables historias que los judíos se contaban continuamente y sobre las que a menudo discutían hasta violentarse. Hizo una seña para que un esclavo trajera vino, y dijo:

—No, Caifás, no lo sé, explícamelo tú.

El sumo sacerdote le contó brevemente la historia de un héroe que había vivido mil años antes, tan fuerte que era capaz de matar por sí solo, armado con una quijada de asno, a más de mil filisteos, porque la fidelidad a su voto de nazareo hacía que su fuerza creciera a la par que sus cabellos. Pero el amor por una mujer vendida a los filisteos le traicionó: esta le cortó los cabellos mientras dormía, y sus enemigos pudieron apresarlo y cegarlo.

—Un triste final —dijo el prefecto saboreando el vino y algunos dátiles. Caifás aceptó los frutos y rechazó el vino.
—Triste para todos —dijo—, porque los cabellos le volvieron a crecer y Sansón derribó las columnas del templo de Dagón sepultándose debajo de ellas junto a miles de filisteos.
—También nosotros tenemos historias así —dijo Pilatos con indiferencia—, muy útiles para la moral del pueblo. ¿Y este Jesús es tan fuerte como para hundir un templo?

Cogido por sorpresa, Caifás tuvo la visión del Templo en ruinas: aquel maravilloso Templo de Jerusalén que Herodes había hecho erigir sobre el modesto tabernáculo construido por el pueblo judío quinientos años antes, a su vuelta del exilio en Babilonia, ¡reducido a escombros! Hizo un gesto brusco con la mano, como para ahuyentar de sí aquella visión.

—¡Pues no! —exclamó—. ¡Todo lo contrario! Precisamente en esto consiste el plan. Él nos ayudará.
—Jesús el Nazareo —dijo Pilatos.
—Él precisamente —añadió el sumo sacerdote.

El prefecto de Judea suspiró y se llevó las manos a las axilas, apretándolas entre el cuerpo y los brazos, porque sentía que el alivio de las abluciones balsámicas estaba desapareciendo.

—Está bien, Caifás —dijo—, vuelve a explicármelo todo.

 

CAPÍTULO II

 

Jesús se sentó sobre una piedra para descansar, se quitó las sandalias para dejar caer algunas piedrecillas y luego, tras haberse masajeado los pies durante unos minutos, volvió a calzárselas y reanudó el camino. Amanecía. Los pescadores que iban a comenzar su jornada de trabajo en el mar de Galilea le saludaron con un movimiento de cabeza o le dieron los buenos días llamándole por su nombre. El camino se hacía cada vez más empinado, hasta el punto de que la mirada ya no encontraba delante de sí, lejana, la línea del horizonte, sino el camino mismo, muy próximo.

Al cabo de otra hora de camino a través de un paisaje lleno de olivos, se detuvo de nuevo y alzó los ojos hacia la cima de la montaña. Desde allí destacaba un espolón que formaba una joroba, de modo que el perfil del monte recordaba al de un camello y este había dado nombre —Gamala— a la aldea grande establecida en sus laderas. El cielo estaba límpido y reluciente como una patena, era demasiado temprano incluso para los grandes buitres que durante el día lo recorrían indolentemente para abatirse de improviso sobre algún cadáver en uno de los muchos valles floridos que se alternaban en las alturas de la Gaulanitide, pero cuando llegó a casa, una de las primeras de la pequeña villa, encontró a su madre ya levantada, ocupada en alimentar el fuego para calentar el horno.

María alzó los ojos y sonrió.

—Así que te han dejado marchar —dijo—, ayer llegó la noticia, pero no sabía si creerlo.

El hombre apoyó en la pared el largo cayado de viaje, se quitó la capa y se sentó sobre una banqueta, apoyando la espalda a la pared. Se soltó la cuerdecilla que sostenía firme en torno a la frente el pañuelo blanco para...

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