NUESTRO AGENTE EN JUDEA: CAP. 2 (41-50)

Publicado el 3 de diciembre de 2021, 19:41

...protegerse del sol y se pasó por entre los cabellos y los pelos de la barba, para desenredarlos, los largos dedos nudosos con señales de los accidentes propios de su oficio.

—Esta vez sí, me han soltado —dijo —. Pero no sé por qué. Por otra parte, tampoco es que sepa el motivo de mi detención, así que no tiene importancia.

Tomó de las manos de su madre un pan redondo y plano untado con aceite de oliva y comenzó a comérselo con avidez, pero interrumpió su comida para levantarse a besar en la frente a las dos muchachas que habían entrado silenciosamente y les dejó en la piel la huella aceitosa que luego borró con la yema del pulgar, mientras las dos hermanas reían. Empezaron a echar una mano a su madre, que dejó el fuego y se dirigió al hijo.

—Volverán a arrestarte —dijo tranquilamente.

Jesús se encogió de hombros.

—Quizá no —dijo—, y en cualquier caso no lo dejaré solo por eso.
—O quizá —añadió María— sean los zelotas quienes te lleven al desierto.

El hijo la miró, pasándose de nuevo los dedos por la larga barba negra en un gesto habitual en él.

—¿Ha venido Menajén? —preguntó finalmente.

Ella hizo un gesto de asentimiento, pero no añadió nada más.

—Aquí tienes a José —dijo—, él te lo explicará mejor.

Volvió al horno y comenzó, ayudada por las hijas, a poner sobre los ladrillos calientes los roscones de pasta que había preparado, mientras los dos hermanos se abrazaban. Jesús preguntó a José —el tercero de los hermanos, que vivía desde hacía tiempo en Cafarnaún—, cómo estaban su mujer y sus hijos, luego le preguntó por Menajén. El otro negó con la cabeza.

—Yo no le he visto —dijo—, he hablado con Santiago, que luego me lo ha contado. Pero ahí llega, él te lo dirá.

Entraba, efectivamente, un tercer hombre, que recordaba de forma inequívoca a los otros dos por el color marrón de sus ojos y por el agradable rostro de color moreno claro y pronunciados rasgos. Al igual que los otros dos, llevaba bigote y barba. El cabello negro largo hasta los hombros, dividido en dos crenchas en el centro de la cabeza, era liso y lo llevaba untado de aceite como José, mientras que la melena de Jesús estaba desgreñada y polvorienta debido al viaje. Santiago vivía en la casa de al lado, con su mujer y sus dos hijas, mientras que Simón y Judas, los dos hermanos más jóvenes, vivían todavía con la madre, las hermanas y el primogénito, y al cabo de poco rato aparecieron levantando la cortina que hacía las veces de puerta en su cuarto. Los saludos y los deseos de paz se repitieron, luego los cinco hombres salieron y fueron a la carpintería que estaba bajo un cobertizo en la parte trasera de la casa. Jesús se sentó en el único taburete que había y los otros se acuclillaron en el suelo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Simón.

El hermano mayor se encogió de hombros.

—Nada dramático —dijo—, ya sabes que nuestros guardias, en comparación con los romanos, tienen la mano más blanda.

—Es Menajén quien quiere hablar contigo —observó Santiago—, sabía que el Sanedrín te había soltado y que volverías; y quiere verte de inmediato.
—¿Qué otras novedades hay? —preguntó Jesús.
—Cada vez hay más gente que se va al desierto —dijo Simón.
—Y cada día aumentan los ataques a los soldados romanos —añadió Judas, el más joven, con ojos que le brillaban.

El hermano mayor le miró, y delante de aquella pasión juvenil no pudo reprimir una sonrisa que le acentuó las arrugas del rostro, pero luego meneó la cabeza.

—No será esto lo que traerá el reino de Dios.

El otro se puso en pie ágilmente, y los largos cabellos le ondearon en el impulso.

—Pero cada vez los legionarios son más cautos —exclamó—, solo salen de las guarniciones cuando no les queda otro remedio. ¡Los romanos nos temen!
—¿Nos temen? —preguntó Jesús en tono irónico.

El otro se ruborizó.

—Temen a los zelotas

—matizó Judas con voz queda, y volvió a sentarse en el suelo.

Jesús se dirigió a Santiago, dos años más joven que él y tan parecido, de tipo
y semblante, que a veces incluso los propios habitantes de Gamala, que les
conocían de siempre, llegaban a confundirlos.

—¿Algo más? —le preguntó.

Santiago bajó la cabeza, como si tuviera que decir algo desagradable.

—Menajén quiere verte en seguida

—se limitó finalmente a repetir.

Jesús se levantó, estiró los brazos largos y musculosos que la túnica dejaba al descubierto y añadió:

—Ahora dejadme, pues en estos seis días de camino casi no he dormido.

Fue hacia el fondo del taller, arrojó las sandalias y se tumbó sobre una yacija baja cubriéndose con una fina manta. Los hermanos se levantaron y salieron en silencio, y el Nazareo se durmió al instante, indiferente a los ruidos de la pequeña ciudad ya en plena actividad.
Pero apenas habían transcurrido unos pocos minutos cuando un hombre alto y de complexión poderosa entró en la carpintería, llamando por su nombre y con un vozarrón a su ocupante. Jesús suspiró y se dio la vuelta con esfuerzo para mirar al recién llegado, se frotó los ojos y las mejillas dos o tres veces con las manos para ahuyentar el sueño que le entumecía los párpados y la mandíbula, y finalmente alzó la cabeza para mirar a Menajén, hijo de Judas.

—¿No podías esperar? —preguntó.

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