LA HORA DE TREVIJANO: (IV LA VERDAD EN LA HISTORIA DE LA DEMOCRACIA)

Publicado el 2 de diciembre de 2021, 22:07

Teniendo en cuenta lo que sucedió en la Revolución francesa, y la ideología social de la democracia doctrinal de Tocqueville y Víctor Considerant, no es extraño que la primera revolución social europea, la de 1848, adoptase el término para comprender en él tanto los ideales de libertad y fraternidad del 89, sustituyendo la representación política por el mandato revocable, como los ideales de igualdad del socialismo utópico, exigiendo del Estado una organización del trabajo que elevase a los trabajadores de su condición de asalariados a la de asociados.

El Manifiesto de la Reforma, redactado por Louis Blanc, mezcla en la democracia los ideales del liberalismo radical (la libertad de prensa debe mantenerse en garantía contra los errores de la mayoría) con los ideales del socialismo utópico (el Estado debe hacerse banquero de los pobres). La ausencia de democracia política se compensa con una retórica constitucional de justicia social. Ahí empieza la confusión entre democracia social, como justicia distributiva basada en la igualdad, con la democracia política, como idea de gobierno basada en la libertad.

Nadie había pretendido hasta entonces que la Revolución francesa hubiera tenido por objetivo la democracia política. Fue sólo y nada menos que una profunda revolución liberal que descubrió, con un retraso de cien años en relación a los ingleses, la Monarquía constitucional; y después, con la mentira oficial del secuestro real y el posterior regicidio, la soberanía exclusiva de un solo poder sin freno, el de la Asamblea Legislativa.

La influencia de la novedad constitucional americana fue nula. Para deliberar sobre los principios universales de la Declaración de derechos, los revolucionarios franceses tomaron como modelo la Declaración de Independencia de Virginia, y no se cansaron de pedir consejo a Jefferson, que estaba a la sazón de embajador en París. Pero tan pronto como se pasó a la organización del poder rechazaron la idea americana, convencidos de que la superarían con creces gracias a su inspiración en la razón universal. Ellos tenían al «moderno» Rousseau. Los americanos, al «anticuado» Montesquieu.

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