LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: EL CORONEL (91-100)

Publicado el 3 de diciembre de 2021, 13:48

...mercado hacia navidades y, de aquí a entonces, algunos coroneles serán ascendidos, entre ellos usted. Por eso queremos que también figure en ese libro.

—Honor que me hacen. ¿Y en qué les puedo ayudar? —se le nota entusiasmado, aunque lo intente disimular. Sigue apelando a su vanidad, ese es el camino.
—Verá, de usted tenemos su currículo, la Dirección General nos lo facilitó, incluso se nos ha hecho llegar una fotografía suya para incluir en el dossier. Sólo necesitaríamos una anécdota, algún hecho significativo en su carrera. Y la política que sigue el Departamento de Historia Contemporánea es que sea el propio protagonista quien nos la cuente, es decir, recoger su testimonio, para evitar que nosotros valoremos o juzguemos sin conocer los entresijos de lo que verdaderamente ocurrió.
—Ya le entiendo —se muestra satisfecho, estás ganando su confianza—.

¿Y por dónde cree adecuado que comience?
—Supongo que usted tendrá innumerables actos de servicio que es necesario recoger. Si le parece, podemos comenzar desde el primer momento en el que su nombre figura reflejado en la prensa —abres la carpeta, y extraes un recorte de uno de los periódicos de la época. Se muestra sorprendido, pero al mismo tiempo halagado, al ver que el Departamento de Historia está bien documentado—. Aquí, en el 51, es la primera vez que su, actuación como miembro de la Guardia Civil salta a los medios de comunicación. Era usted capitán en aquel momento.
—Curioso —dice, mientras toma en sus manos la copia del artículo—, ni siquiera sabía que había salido mi nombre en la prensa por aquellos hechos. Bueno, la verdad es que en las montañas no se leían muchos periódicos.
—Sobre esa noticia, ¿recuerda algún dato significativo? Según nuestro dossier, estamos ante el primer hecho que le supuso la concesión de la medalla al mérito.
—Es verdad, por aquel entonces los bandoleros estaban reducidos a la nada. Les llamo bandoleros aunque ahora hay una moda de llamarles maquis, pero fueron ladrones, asesinos, asaltantes de caminos. Nada bueno había entre ellos. El coronel Aguado Sánchez, en los libros que escribió sobre el Maquis, explica perfectamente cómo eran —no manifiestas nada, pero has leído los dos panfletos de ese coronel, uno en el 75 y otro en el 76, y no son más que un monumento a la ignominia, a la falsedad, una burla tendenciosa de la historia—. Pero ya sabe, los tiempos cambian y hay que adaptarse a ellos. Como le decía, por el año 51 ya casi no quedaban en las montañas. Después del golpe que recibieron en el 48…
—Con las informaciones del infiltrado, el Francesito, supongo — dices seguro para que compruebe que estás documentado.
—Veo que en el Departamento de Historia hacen sus deberes. Sí, su labor desmanteló la guerrilla casi en su totalidad —un guardia civil con camisa blanca y pantalón verde se introduce en el despacho portando una bandeja con los cafés solicitados, ante la atenta vigilancia del brigada y el desdén del coronel, que continuaba hablando sin dirigir la mirada hacia ninguno de los dos—. Introducir en sus filas a alguien que manifestaba provenir del Maquis francés fue una jugada maestra. Sólo quedaron en Asturias, a partir de aquel momento, grupos aislados en los valles del Caudal y del Nalón. En el 51, capturamos al grupo de Quintana, en Mieres, y al del Peque y Tranquilo, en Turón. Y en el 52, cayeron los del Rubio, también en Mieres, y los de Gitano, en Santa Bárbara; creo que estos fueron los últimos.
—¿El grupo de Lobedu se les escapó? —sabes la respuesta, tú pertenecías a esa guerrilla.
—Sí —dice, con cierto desazón—, excepto el Tuco, el resto se nos escapó. Pero sabíamos sus nombres, nuestro confidente nos los habían facilitado: Lobedu era el jefe, luego estaban Kiko, el Andaluz, Tuco y el Mayor —un escalofrío recorre tu piel cuando eres nombrado—. Consiguieron huir, menos Tuco, pero luego regresaron. Se ve que no los trataron muy bien por Francia —sonríe—. Lobedu fue detenido en el 62, el resto en el 63. El único que consiguió escapar fue el Mayor.
—Es como una espina que tiene usted clavada.
—Aún hoy, si lo tuviera delante de mí, lo estrangularía con mis propias manos. Hubo un momento en mi vida que su búsqueda se convirtió en algo personal, como si fuera la última pieza que me faltase para completar el puzzle. Pero nunca regresó a España. Supongo que eso ya no tiene ninguna importancia —silencio. Te mira, necesita ofrecerte una breve explicación—. El Mayor, qué risa. Pero que no le confunda el nombre, él nunca fue un oficial del Ejército. Los nombres se los ponían entre ellos, había tenientes, capitanes y comandantes por las montañas que nunca fueron ni soldados rasos en el Ejército —le concedes una sonrisa, pero no por lo que ha narrado, lo que ocurre es que te has acordado por qué comenzaron a llamarte Mayor. Al principio fuiste «el mayor de los Riveras»; después, «el mayor de los dos»; al final, simplemente «el mayor». Cuando el nombre bajó hasta los habitantes del valle se transformó en Mayor. Dicen que reducir palabras empequeñece el pensamiento, pero en este caso expandió la imaginación.
—Hábleme de los confidentes. ¿Cómo fue usted capaz de conseguir una red que permitiera la detención de los últimos bandoleros? Es un asunto que me llama poderosamente la atención, pues siempre se ha hablado del Francesito, pero nunca de la red que usted tendió del 48 al 51, que para mí tiene mucho más mérito, pues fue una época en la que nadie se fiaba de nadie —se le caía la baba, su vanidad estaba a rebosar.
—No necesité infiltrados, el dinero lo hizo todo. El dinero se infiltró por mí, todas las voluntades tienen precio. La...

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