Los megalitos

Publicado el 3 de diciembre de 2021, 14:17

La vida en poblados favoreció la aparición de una sociedad más compleja. Algunos individuos más despabilados que otros consiguieron hacerse con los excedentes de producción y se erigieron en régulos o jefes; también los podríamos llamar caciques, o caudillos, o padrinos, incluso capos. Una sociedad que hasta entonces presentaba una clase única, la de los pobres, se fue diversificando en pobres y ricos, con los imaginables grados intermedios de riquillo y pobre con posibles. Los verdaderamente ricos adquirieron armas y contrataron guardaespaldas, lo que los convirtió en más poderosos todavía frente a sus conciudadanos pobres. El pobre no tuvo más remedio que hacerse cliente de algún poderoso, es decir, obedecerlo y satisfacer su exigencia en diezmos o tributos a cambio de su protección.

Con el tiempo, las fórmulas de clientela evolucionaron hasta llegar a la devotio ibérica, tan admirada por los autores grecolatinos: el guerrero contraía la obligación de suicidarse si su jefe perecía en combate. El régulo, que comienza de matón de barrio, cuando el tiempo y el dinero lo pulen, da en fundador de una monarquía hereditaria convenientemente legitimada por el brujo o sacerdote de la tribu, el gran embaucador capaz de convencer a la comunidad de que la institución se funda en el derecho divino. La mitología nos transmite noticias de tres grandes reyes: Gárgoris, Habis y Gerión. Leemos en Justino (XLIV, 3, 1 ss.):

«En las serranías de los tartesios [luego veremos que esto debe caer por sierra Morena] habitaban los curetes, cuyo antiquísimo rey Gárgoris inventó el uso de la miel. Avergonzado de la deshonra de su hija, que había parido un nieto ilegítimo, procuró suprimirlo.» El niño se llamaba Habis. Su abuelo lo intentó todo para quitárselo de encima: lo abandonó a la intemperie, lo dejó en un sendero pecuario para que lo pisara el ganado, lo arrojó sucesivamente a perros hambrientos, a cerdos glotones y al mar. Todo en vano. El coriáceo mamoncete no sólo sobrevivía a todos los peligros, sino que, además, era alimentado por los animales salvajes y, como no le hacía ascos a ninguna leche, ya fuera de loba, de cierva, de vaca, de perra o de cerda, se estaba criando con lustre envidiable. Al final, el abuelo se dio por vencido y, reconociendo la intervención de los dioses en la milagrosa supervivencia del niño, lo llamó a su lado y lo proclamó heredero.

Habis creció en edad y sabiduría, y fue un héroe civilizador, que promulgó leyes y enseñó a uncir los bueyes y a sembrar en surco.

Por cierto, el mito del abandono, de la crianza por fieras y de la sabiduría del gobernante se repite en otros grandes fundadores de la antigüedad: Rómulo y Remo, Ciro y Moisés.

Veamos ahora la historia de Gerión. Según los textos antiguos, este rey extendía sus dominios en la otra parte de Hispania, formada por islas, es decir, el litoral gaditano y las marismas del Guadalquivir, entonces un laberinto de islas, penínsulas y esteros. Gerión había nacido cerca de las fuentes del Guadalquivir, en un abrigo rocoso, lo que parece aludir a uno de los santuarios prehistóricos de sierra Morena, quizá al Collado de los jardines, junto a Despeñaperros, como indica Blanco Freijeiro. Era Gerión un gigante de tres cuerpos. Con aquel físico singular, se podía haber ganado cómodamente la vida en un circo, pero escogió el sosegado ejercicio de apacentar bueyes en las marismas. Hércules lo mató para robarle el rebaño.

Las crecientes diferencias sociales se reflejan en los rituales de enterramiento. Sí, ya entonces había entierros de primera, de segunda y hasta de tercera. Mientras algunos individuos no tenían dónde caerse muertos, otros se hacían sepultar en dólmenes megalíticos (de las palabras griegas mega, «grande», y litos, «piedra», y de la bretona dolmen, «mesa»).

Los dólmenes eran tumbas colectivas, posiblemente municipales o comarcales más que familiares. Suelen constar de una cámara central precedida de una especie de corredor adintelado, todo ello sepultado bajo un túmulo artificial. De su mera presencia deducen los historiadores la existencia de una autoridad central, el régulo o reyezuelo de la comarca, capaz de allegar el dinero y los obreros que requiere una obra tan costosa e improductiva. El pretexto era religioso, pero en el fondo se trataba de demostrar el poderío del constructor y de perpetuar su memoria, lo mismo que en el caso de las pirámides, el panteón de El Escorial, el Valle de los Caídos, etcétera.

El más hermoso dolmen español es la cueva de Menga, en Antequera, una gran nave formada por enormes losas de piedra caliza. En la parte más ancha, las piedras que componen el techo están sostenidas por tres pilastras centrales. Cuando los estudiosos la descubrieron, en 1905, la cueva no contenía ya ningún enterramiento, pues hacía siglos que servía de vivienda. Su nombre actual, Menga, procede de una leprosa llamada Dominga, que fue uno de los últimos inquilinos.

En la necrópolis de Los Millares se han descubierto unas setenta tumbas megalíticas de corredor, cubiertas por sendos túmulos de tierra. En sus ajuares destacan numerosas plaquitas con la imagen del ídolo, lejano antecedente de las medallas que hoy acompañan a muchos creyentes en la vida y en la muerte.

En este tercer milenio antes de nuestra era aparece también por el solar hispano el vaso campaniforme, es decir, la vasija en forma de campana, más bien de tulipán, «muy apta para beber cerveza» (Blanco Freijeiro), cuyo origen, según algunos, es oriental. Su intensa difusión demuestra que ya había una cierta comunicación entre los hombres y los pueblos, no sólo de España, sino también de Europa.

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