Las ruinas de Sillustani se hallan en una montaña bordeada por un bonito lago (figura 14). El área estaba deshabitada y rodeada de montañas. Era un lugar tranquilo y sólo había un par de niños esperando con una llama, con la esperanza de vender fotografías a los turistas; pero no había nadie aparte de mí. Después de caminar por las ruinas durante una hora bajo el penetrante sol peruano, regresé al autobús para volver a Pruno. Pensé que el viaje había terminado y me sentí deprimido y decepcionado. Pese a que el lugar era encantador, lo que había experimentado no encajaba con el poder de la intuición que me había forzado a ir allí. Llevábamos unos tres minutos descendiendo por la carretera y estaba reflexionando sobre ello y mirando por la ventana, cuando un montículo a mi derecha atrajo mi atención.
Cuando lo miré, una voz en mi mente empezó a repetir: «Acércate a mí... acércate a mí... acércate a mí». ¿Qué? ¡Ahora un montículo me estaba hablando! Le pedí al conductor que detuviera el autobús. «Sólo serán unos minutos», le dije. En la cima del montículo me encontré con un círculo de dólmenes que no podía verse desde la carretera. Me llegaban casi a la cintura; caminé al centro del círculo y observé Sillustani y las montañas que había en la lejanía. No había ni una sola nube en el cielo y el día era tan extremadamente caluroso que me ardía la cara. De pronto, sentí que mis pies volvían a adherirse al suelo como imanes. Era la misma sensación que experimenté en aquel quiosco de Ryde, pero en esta ocasión fue más poderosa. Entonces estiré los brazos sobre mi cabeza sin que yo hubiera tomado esa decisión de manera consciente. Si uno coloca los brazos sobre la cabeza, ligeramente extendidos a unos cuarenta y cinco grados, en menos de un minuto le empiezan a doler. Mis brazos estuvieron en esa posición más de una hora. Hasta que terminó no sentí nada, pero entonces empecé a sentir un dolor agonizante. Sentí como si un taladro perforara mi cabeza y también una corriente de energía que fluía en dirección contraria, desde el suelo, pasando por mis pies y atravesando mi cuerpo hasta la parte superior de mi cabeza. Era como una corriente de doble sentido. Oí una voz en mi mente que decía: «Dentro de cien años estarán hablando sobre este momento». A lo cual le siguió: «Cuando sientas la lluvia se habrá terminado». ¿Qué era eso de la lluvia? ¿Qué lluvia? No podía ver ni una sola nube, sólo un sol brillante en un cielo azul despejado. ¿Qué me estaba ocurriendo?
Figura 14. Ruinas incas de Sillustani, en Perú.
Me quedé allí, incapaz de moverme mientras la energía aumentaba hasta tal punto que mi cuerpo estaba temblando como si hubiera tocado un enchufe eléctrico. El tiempo perdió su significado. No había «tiempo» como el que percibimos, ni pasado ni futuro, sólo el momento que estaba viviendo. Seguí moviéndome entre un estado consciente e inconsciente, parecido a cuando uno va conduciendo y se pregunta cómo ha hecho todos esos kilómetros. El subconsciente ha llevado el coche mientras el consciente estaba soñando despierto. En uno de mis regresos a la conciencia vi una neblina gris en las distantes montañas y, a medida que observaba, se volvió más y más oscura. Dios mío, estaba lloviendo allí, pese a que era muy lejos. Pronto las nubes emergieron de las montañas a una extraordinaria velocidad. Sólo puedo decir que era como tirar de una cortina en el cielo y que una nube se acercara a mí, tapando el sol. Vi rostros en las nubes que ondulaban como hielo seco en un espectáculo escénico. En ese momento mi cuerpo estaba temblando tan violentamente a causa de la energía que me atravesaba que apenas podía mantenerme en pie. Mientras se acercaba la tormenta, observé cómo se iba aproximando una cortina de lluvia en línea recta. En el momento en que sentí cómo caía el agua sobre mi rostro, cesaron las olas de energía como si se hubiera cerrado el interruptor. Di un paso hacia adelante; me temblaban las piernas y los músculos de mi espalda y mis brazos estaban agarrotados y doloridos. Sólo entonces me di cuenta de que el guía peruano se hallaba al lado del círculo, cansado de esperarme en el autobús. Si la expresión de un rostro alguna vez pudiera decir «malditos ingleses», ésa era la suya. La energía fluía de mis manos con un poder tan tremendo que me dirigí al autobús a coger un cristal a fin de difundir parte de ella. Tenía ese cristal porque hacía dos o tres semanas había ido a una tienda en Glastonbury, en Inglaterra, y el propietario me lo había regalado.
—Creo que deberías tenerlo -me dijo.
Cuando le contesté que no podía gastarme ese dinero, me dijo:
—No, simplemente llévatelo.
Durante veinticuatro horas mis pies siguieron ardiendo y vibrando. El desasosiego me mantuvo en vela durante toda la noche.
Al día siguiente fui a un sorprendente lugar llamado isla del Sol, en el lago Titicaca, que se extiende por las fronteras peruanas y bolivianas y se dice que es el lago navegable más elevado del mundo, a unos cuatro mil metros de altitud. Según las leyendas incas, la isla del Sol y la cercana isla de la Luna eran los lugares donde nacían el Sol y la Luna, y esos cuerpos adoptaron cuerpos humanos, transformándose en el primer inca llamado Manco Capac y su hermana-esposa, Mama Ocllo. En la isla no había electricidad y, como no había luces de neón que contaminaran las vistas, las estrellas podían verse con una claridad increíble. Salté de un pequeño bote pesquero y me senté en la orilla, todavía tratando de dar sentido a lo que me había ocurrido el día anterior en ese montículo. Allí hablé con una mujer rubia de Argentina que el día anterior había estado en La Paz, en Bolivia, y había sentido un impulso impetuoso de ir a la isla del Sol. Llegó tan sólo media hora antes que yo. Cuando le di la mano para saludarla no me la soltó, y a pesar de que no hablaba inglés, señaló mi mano y gesticuló como queriendo decir: «¿Qué es eso que puedo sentir?». ¿De qué estaba hablando? ¿Qué podía sentir? ¿Qué me había ocurrido en aquel montículo? Durante las siguientes semanas, mi vida y mis percepciones se trasformaron hasta tal punto que me llevaron a los límites de mi supervivencia mental y emocional. Era como si un dique hubiera reventado en mi cabeza, y hablando en términos vibracionales, así fue. Mi Mente de cinco sentidos de pronto estaba inundada de nuevas percepciones, pensamientos e ideas porque mi psique se había abierto a otros niveles de conciencia. Simplemente, había demasiadas cosas que procesar de una sola vez para poder darle sentido. En retrospectiva, puedo comparar la experiencia con cuando alguien teclea demasiadas teclas en un teclado y con tanta velocidad que el ordenador no puede procesarlas todas y se colapsa. Así es como me sentí.
Figura 15. El «período turqués» pero el ridículo me liberó.
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