LOS CABALLEROS DE LA MUERTE: 4. UNA VÍCTIMA (111-120)

Publicado el 5 de diciembre de 2021, 20:03

...guaridas de alimañas. Amas esta tierra aunque nunca os pudo dar cobijo, pero os ofreció un puente hacia la libertad. Pudisteis haber escapado por mar, también por la cordillera Cantábrica, pero eran rutas previsibles. Nunca esperaron la entrada y salida por Castilla.
Regresa a tu mente Lobedu, el jefe de guerrilla, y le ves llorar al enterarse de la muerte de Tuco. Y a Kiko, que quería regresar para vengar el asesinato. Pero todo se os escapó. Aquello tocaba a su fin. Lo importante era conservar la vida para pelear en otro momento. Porque aquello nunca fue una deserción, ni una huida, era simplemente una evasión.
«Palencia», lees en el rótulo de la estación. Es de noche, poco puedes hacer en estos momentos, lo mejor es que descanses en un hotel. Y mañana ya te enfrentarás a la visita al psiquiátrico con todos los sentidos agudizados.
Otra noche, otra pesadilla, el mismo infierno.
La mañana llega con aroma a Castilla, a un sol ligero que promete quemar y curtir la piel.
—¿Ve usted esta avenida? —es el taxista, camino del psiquiátrico. No le respondes—. Pues al final se encuentra el manicomio. Todos los días les dejan un rato libre a los que están mejor y van medicados. Les ponen unas inyecciones de caballo que los dejan como zombis —observas la avenida que señala, con amplias aceras surcadas por chopos y algún que otro arbusto—. Mire, mire aquel. El taxista, como si fuera un guía y los dementes una atracción turística, señala con su mano derecha a un individuo de no más de treinta años, que camina con los brazos rígidos, moviendo rítmicamente la cabeza y con la mirada perdida.

—¿Se da cuenta de lo que le decía? Cuando los traen aquí, les someten a lo que llaman las curas de sueño. Les calcan las inyecciones de las que le hablaba, y los tienen varios días durmiendo. Cuando despiertan, los mantienen con otro tipo de medicación, y cuando usted les ve caminando es que ya están un poco mejor. A los que ya no tienen remedio no los dejan salir.

Te entran escalofríos ante lo que está describiendo el taxista. Has conocido cómo Stalin utilizó los psiquiátricos para librarse de sus oponentes políticos, al igual que todos los dictadores del mundo. «Vivimos en un mundo perfecto, si a usted no le gusta, es que está mal de la cabeza» ese es el principio por el que se rige el esquema mental de todo dictador.
Luego, están los otros, los que les ayudan: los hechiceros. Que sólo nos permiten tener fe en su Dios, en el paraíso prometido en la otra vida, en la resurrección de la carne. Y todo el que no quiere analizar la realidad, se refugia en esa fe, que convierte la existencia en otro psiquiátrico —repites indignado para tus adentros.
Has atravesado Francia, y has oído que hay un movimiento que llaman la nueva psiquiatría y que propugna cerrar todos estos centros, que no son más que prisiones de cuerpos y almas. En fin, no eres un experto en demencias, pero sí lo eres en libertad, y nadie se vuelve loco si es libre y dueño de su destino, el problema es ¿quién es su propio amo?

—¿A quién va a visitar? —pregunta un celador en la puerta de acceso.
—En realidad quería hacer unas preguntas sobre una paciente que tuvieron ustedes aquí hace muchos años —es extraño que no te pidan identificación, ni siquiera han preguntado quién eres.

Pero tiene su explicación: ¿quién querría venir a un sitio como este? Tal vez alguien quisiera escapar, pero para entrar no habría nadie dispuesto.

—Pase hasta allí y siéntese —dice, señalando una pequeña sala de espera—. Cuando la doctora quede libre, le puede preguntar a ella.

Tomas asiento en un sofá individual pegado a una pequeña mesa en la que reposan varias revistas profesionales sobre psiquiatría, no te interesan. Prefieres observar a la doctora: sobre cuarenta y cinco años, guapa, con el pelo recogido, bata verde, rostro afilado y tez morena. Atiende a un matrimonio que habrá ido a preguntar por algún pariente.
La pierna se te duerme, no puedes estar mucho tiempo sentado porque tu sangre circula cada vez con mayor dificultad. Paseas, y diriges la vista hacia el exterior: una tapia de hormigón cierra las instalaciones, sólo tiene una gran puerta metálica con una pequeña a su lado; dentro, un gran jardín con bancos de madera y todo poblado de árboles y flores. Los pacientes caminan despacio, sedados, por los estrechos caminos de asfalto que se cruzan entre los arbustos. Una señora corta una flor, la huele, y la arroja al suelo. Un celador se acerca a ella y la regaña.
La doctora ha quedado libre. Es tu turno.

—Buenos días, no tenía cita con usted, pero espero que sea tan amable de atenderme, ya que vengo de un largo viaje sólo para preguntar por una antigua paciente.
—Pase y siéntese —dice la doctora—. ¿Familiar?
—Sí, es mi cuñada.
—¿Cuánto tiempo hace que no la ve?
—Veintiséis años —no te ha extrañado la cara de asombro de la médica.
—¿Veintiséis años? ¿Y viene ahora a preguntar por ella? ¿No es un poco tarde?
—Señorita —tu rostro adquiere un gesto severo, no admites esas recriminaciones—, he venido en cuanto el dictador ha muerto y se me ha permitido pasar la frontera.

Silencio.

—Perdone, no lo sabía. Pues ya lo sabes. ¿Cuándo la ingresaron?
—Creo que en el 51.
—¿Cuál era su nombre?
—Carmen Llaneza Ordás.
—¿Carmen? —desconcertada, se levanta—. Sígame, por favor —su tono es más dulce.

Algo ha cambiado en la actitud de la doctora, no sólo se ha vuelto más favorable a colaborar, sino que su rostro...

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